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'La vida marinera en la época de los grandes descubrimientos', por Pedro Cuesta Escudero
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"La vida marinera en la época de los grandes descubrimientos", por Pedro Cuesta Escudero

Es autor de Colón y sus enigmas, Mallorca patria de Colom y de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo

sábado 11 de febrero de 2023, 11:07h
'La vida marinera en la época de los grandes descubrimientos', por Pedro Cuesta Escudero

Al séptimo día del viaje que Stefan Zweig hizo a Buenos Aires en un lujoso trasatlántico ya empezó a impacientarse de la monotonía del azul del cielo y el mismo azul en la mar. ¡Qué largas se le hacían las horas! ¡Las mismas caras de unas mismas personas! Esa impaciencia, teniendo a su disposición todos los lujos y las seguridades del mundo, hizo que se avergonzara de sí mismo cuando comparó su viaje con aquellos temerarios que con frágiles embarcaciones se lanzaron a descubrir el mundo, ignorantes de los derroteros, perdidos en lo infinito, continuamente expuestos al peligro, al capricho de las inclemencias del tiempo y a todas las torturas de la escasez. ¿Cómo pudieron superar aquellos aventureros la espantosa soledad en que se vieron sometidos y el desamparo de saber que nadie acudiría en su socorro, ni siquiera atestiguar de su sacrificio?

'La vida marinera en la época de los grandes descubrimientos', por Pedro Cuesta Escudero
'La vida marinera en la época de los grandes descubrimientos', por Pedro Cuesta Escudero

Los barcos de Sus Majestades

Ahora que acaba de celebrarse el quinto centenario de la primera vuelta al mundo y que estamos trabajando para demostrar genéticamente el origen de Cristóbal Colom creemos interesante echar un vistazo al modo de vida que tenían aquellos esforzados marinos en los barcos de Sus Majestades. La vida en el mar nunca fue fácil y menos en aquellos barcos de madera de los siglos XVI-XVII con los que las Monarquías Hispanas aseguraban sus mares. Había dos tipos de barcos: la galera y los barcos de la Carrera de Indias.

Las galeras eran el tipo de barco que dominó el Mar Mediterráneo hasta el siglo XVIII. Eran barcos que tenían dos motores: el viento y la fuerza humana. Los galeotes eran los hombres encargados de mover los pesados remos para que el barco avanzara. Se trataba de delincuentes o de esclavos, esencialmente. La vida de los galeotes no era muy larga: comían, dormían y hacían sus necesidades encadenados y sentados en los bancos, con la consiguiente falta de higiene que se juntaba con las fatigosas jornadas. La rutina de los que se movían libremente por el casco no era mucho mejor. La tripulación de una galera comúnmente estaba formada por los hombres de mando, la gente de cabo (marineros) y la gente de remos (chusma)

Los buques de la Carrera de Indias

Las condiciones de habitabilidad de los buques de la Carrera de Indias pueden calificarse, sin ningún tipo de reticencias, también de espantosas. El hacinamiento alcanzaba límites elevadísimos, de tal manera que el espacio medio por persona no era más de un metro y medio cuadrado. Para que pueda entenderse con claridad lo que significa este número, considérese que es equivalente a que en una vivienda de 150 metros cuadrados conviviesen durante muchos meses unas 100 personas. A lo que hay que añadir los animales que llevaban a bordo, gallinas, cerdos, vacas, y alimento para toda la travesía. Con lo que supone, además, de olores y parásitos de toda especie.

Las embarcaciones carecían de cualquier tipo de confort. Excepto el capitán y algún oficial que disponían de un pequeño camarote, la tripulación vivía en cubierta hiciera frío, calor o lluvia. Tripulación, soldados, pasajeros, todos tenían que ocupar unos reducidos espacios. Se acomodaban donde podían, teniendo en cuenta que el espacio libre era muy reducido, menos de cien metros cuadrados para a veces, como decimos, casi un centenar de personas. Con buen tiempo se dormía a la intemperie, pero con frío y lluvia, se refugiaban como podían en las proximidades del “castillo”, del “alcázar” y en los entrepuentes, donde debían dejarse espacios libres para poder manejar la artillería. Alojarse en la sentina o protegerse en ella durante los temporales era casi inimaginable, ya que no había forma de soportar el hedor, la humedad y el agobio que producía. También compartían la cubierta del barco los pertrechos de la tripulación, consistentes en un baúl de unas dimensiones determinadas para oficiales, uno por cada dos miembros de la tripulación y uno por cada tres grumetes, pajes y personas de inferior rango. Para dormir disponían de una especie de “saco de dormir”, el cual, en caso de muerte, se empleaba para amortajarlo y lanzarlo al mar. Al amanecer, todas las personas del barco tenían que recoger su “saco de dormir” y apilar el baúl en un lugar determinado, teniendo bien cuidado que la mala mar no los echara por la borda.

Cuando se divisaba a un enemigo había que dejar libres las cubiertas, y de ahí proviene la conocida voz de “zafarrancho de combate”, que viene a indicar la necesidad de “zafar” es decir, dejar libres y sin obstáculos los “ranchos” o espacios en los que se alojaba la tripulación. Durante días, incluso semanas, vivían con una lluvia constante, con golpes de mar que casi inundaban las naves, con una ropa de insuficiente abrigo, permanentemente mojada, mal alimentados y sin poder guarecerse en un lugar seco. Golpes, contusiones y heridas podían ocasionarles las maniobras marineras y, al no existir remedios, simplemente debían aguantar como pudieran hasta que se les pasara el dolor. Aunque tuvieran fiebre, tenían que seguir bregando y si las fuerzas les vencían, lo único que se podía hacer era protegerse debajo del alcázar o del castillo y que los dejaran allí para curarse por milagro divino o para morir tranquilo.

La higiene en los barcos

La higiene en los barcos dejaba mucho que desear y habían de convivir con enjambres de cucarachas y batallones de ratas y ratones. Con respecto a las letrinas, excepto para el capitán del buque y personas que dispusieran de un habitáculo, el orinar y el defecar lo hacían a la vista de todos, poniéndose en unos dispositivos horadados sobre unas tablas voladas a derecha e izquierda del buque con unos cabos de sujeción en la proa o popa del barco (según el viento), en donde el individuo se bajaba los pantalones y a la vista de todos hacia sus necesidades, agarrándose a los cabos para no caer al agua. De limpiarse con papel higiénico, ni soñarlo, sino que todo quedaba entre la ropa y el cuerpo, ropa que permanecía meses sobre la piel del hombre de mar. La higiene se basaba en recoger agua de mar y lavarse la cara y las manos. El jabón era un objeto de lujo. Si el mar se encontraba en calma, cosa muy rara, la “persona que se consideraba limpia”, se daba un baño de mar, sujetándose a un cabo, por supuesto como Dios lo trajo al mundo. Si al hacinamiento unimos el calor de las navegaciones tropicales y la suciedad, que era producto tanto de las costumbres de la época, como de la falta de agua dulce con la que lavarse, tendremos completo un cuadro que no dudaríamos en pintar como terrible. No es preciso tener mucha imaginación para sospechar el mal olor que había instalado. Se llegó a decir que los barcos de Su Majestad antes se olían que se veían, lo cual es una buena manera de resumir este particular. Entrar o pasar cerca de un barco que había hecho una larga travesía era sentir el hedor que despedía en muchas millas a la redonda.

La comida y la bebida

La alimentación a bordo presentaba una paradoja básica. La única fuente segura de conservación de los alimentos era mantenerlos en salazón o deshidratados y para desgracia de todos los viajeros y tripulantes, el agua dulce era un bien siempre escaso que, desde el principio, estaba duramente racionado. Las botijas de agua ocupaban un gran volumen y ello redundaba negativamente en la rentabilidad del navío, por ello, los maestres y despenseros procuraban siempre llevar las raciones ajustadas al “cuartillo”, que era la medida de capacidad más común para los líquidos de la época. De esta manera, mientras las raciones estaban compuestas por pescado salado, tasajo, o pan recocido (el célebre bizcocho), los líquidos bebibles eran siempre escasos. La sed era, pues, uno de los mayores tormentos a que se sometía a los viajeros y tripulantes.

La distribución de la comida estaba a cargo del “despensero”. El reparto de las raciones se hacía diariamente. Se intentaba que hubiera un cierto equilibrio en cada ración, pero al desaparecer en las primeras semanas las verduras y la fruta, ese equilibro se iba al garete. Capitán, maestre, piloto y escribano solían comer juntos en una mesa. Los demás encendían sus fogones para guisar sus comidas; lo hacían al mismo tiempo para evitar riesgos. Cuando había mar gruesa y peligro que se produjera un incendio por el movimiento del buque, la cocina no se encendía, comiéndose las viandas tal como estaban. Y repartidos por cubierta engullían carne quemada que no asada, dura de mascar, salada a rabiar y acompañada de bizcocho tapizado de telarañas, negro, agusanado, duro y mordisqueado por las ratas.

El agua era también una fuente de problemas para la sanidad a bordo, causante de gastroenteritis de la más variada etiología. El agua era el gran problema de las navegaciones prolongadas. Por ello, tanto el agua como el vino eran controlados por el “alguacil” con un estricto racionamiento. En los barcos el agua se almacenaba en botas de madera, la de mayor volumen eran los toneles (de ahí viene el concepto de tonelada) y las pipas, más pequeñas. El agua se llevaba al barco en una especie de cántaro de forma casi esférica dentro de un serón de esparto con asas para cargarlo con facilidad en los botes. El agua en toneles de madera no llegaba a un mes sin que se pudriera, tornándose verde y viscosa y desprendía un olor nauseabundo, teniéndose que tapar la nariz para poder beberla. Las ratas solían roer el yeso de la tapadera de los botijos de agua y muchas caían dentro ahogándose. Otras lo hacían por abajo y el agua se escapaba por los agujeros que hacían.

Había que gestionar bien las provisiones, no sólo teniendo en cuanta el número de la tripulación, sino también la conservación de los alimentos. El rancho diario se basaba en el bizcocho, que se remojaba para ablandarlo. Dos veces a la semana se daban alubias o arroz y una vez a la semana, carne o tocino. El agua se solía estancar y pudrirse, la cerveza se mareaba pronto, volviéndose de color verdoso, así que el vino era la mejor bebida disponible. Los ingleses, que carecían de viñas, utilizaban ron.

Las enfermedades era la moneda corriente

Las condiciones higiénicas, la mala alimentación y el problema del agua son la causa de graves enfermedades, siendo el escorbuto una de las grandes lacras. Vistas las condiciones higiénicas y de acomodo era moneda corriente las enfermedades, las hemorragias, las diarreas, convulsiones, tifus (o fiebre de los barcos) por contaminación del agua almacenada, gripes, sarampiones, viruela, sífilis, escorbuto. Una de las enfermedades más frecuentes era el “tabardillo” transmitido por el piojo de los vestidos. Su aparición era más frecuente en épocas frías y sus tasas de mortalidad muy altas.

También se producían epidemias de “fiebre amarilla”, el temido “vómito negro”, que podía llevarse por delante a mucha gente. El “Schorbuk” (escorbuto)= ruptura de vientre, fue una de las grandes lacras en la navegación transoceánica. Esta enfermedad se produce por una carencia de la vitamina “C”.Apareció en la época de los descubrimientos, considerándose que era debido a una infección provocada por la mala higiene del barco. El escorbuto, enfermedad de las encías o muerte negra provocaba en los enfermos una lenta agonía; los primeros síntomas eran la fatiga, dolores musculares, inflamación y sangrado de encías, pérdida de piezas dentales, caída del cabello, fiebre, convulsiones y finalmente la muerte. Era una enfermedad de las grandes travesías, aunque en los países nórdicos y en sus largos inviernos era crónica. Se solían curar cuando alcanzaban tierra y comían alimentos frescos.

Cuando aparecía a bordo una epidemia –viruela, sarampión, tifus, etcétera- la situación se tornaba insostenible por dos causas: una, porque su contagio al resto del pasaje era casi inevitable, y otra, porque no había medios para controlarla. Otro aspecto sanitario digno de mención eran las alteraciones de personalidad debido a la larga permanencia en el mar, causa de continuas peleas. Las enfermedades, la continencia sexual y la propia convivencia en lugares estrechos y malolientes, conformaban las constantes de la vida de los marineros.

Las expediciones que organizaron los portugueses, y posteriormente otras nacionalidades europeas, no fueron tan extremadamente duras y peligrosas en comparación con las que emprendió el reino de Castilla. Los portugueses avanzaron poco a poco por la costa africana creando factorías, de tal manera que cuando viajaban a las Indias Orientales llevaban cartas de marear que les señala las corrientes, los vientos, los escollos y no estaban más de medio mes sin tocar tierra para reponerse y repostar comida, agua fresca, leña, repuestos y cuanto les fuera necesario.

Como sabemos Cristóbal Colom se lanzó a cruzar el Atlántico pensando en llegar a las costas de Asia aproximadamente en un mes, pero tropezó con un Mundo Nuevo, lo que condicionaría los viajes que en lo sucesivo se hicieran teniendo que atravesar el océano sin poder establecer escalas intermedias, a excepción de las islas Canarias. Aunque la expedición por antonomasia para analizar las condiciones inhumanas en que se vieron sometidos los tripulantes fue la que organizó para dos años Magallanes, que luego se prolongaría hasta tres al tener que terminar dando la vuelta al mundo.

Cuando apareció el escorbuto en la primera vuelta al mundo fue al atravesar el inmenso Pacífico. Más de quince sucumbieron por la maldita enfermedad y los demás aprendieron que comiendo frutos frescos y abundantes se recuperaban de esa terrible enfermedad. Por eso cuando iban muriendo de escorbuto al atravesar la Victoria el océano Índico y el piloto Francisco Albo, que era el que conducía la embarcación guiándose con los mapas que Magallanes tenía en la Trinidad, al decir que ya se encontraban en la misma meridiana que Mozambique, donde había una factoría portuguesa, los que ya estaban tocados por el escorbuto porfían en acercarse a dicha factoría porque sabían por experiencia que comiendo frutos frescos sanarían. El capitán Juan Sebastián del Cano se opuso tajantemente ya que los portugueses no dejarían a nadie con vida si los avistaban. Con ímpetu ciego los más atacados por la enfermedad se lanzan contra el capitán, pero son reducidos y no tardan en balancearse colgados de las entenas Sebastián Gracia, Martín Barrena y tres isleños que también iban embarcados. Tras este episodio es cuando surge la enemistad entre Juan Sebastián del Cano y Antonio Pigafetta, porque si hubieran tenido incompatibilidad, el italiano, que era de la dotación de la Trinidad, no se hubiera pasado a la nao Victoria para ponerse bajo las órdenes del de Guetaria.

A partir de los Reyes Católicos ya se dispone de datos precisos sobre las características de la organización sanitaria en las escuadras. En los barcos de la carrera de Indias encontramos barberos, cirujanos, boticarios y médicos. Aunque el barbero era el que tenía el nivel más bajo de la organización sanitaria, a veces tenía que hacer el trabajo de los cirujanos ante la imposibilidad de evacuar enfermos o heridos.

Fray Agustín Farfán, agustino y doctor en Medicina por la universidad de Méjico publicó en 1579 “Tratado breve de anatomía y cirujía de algunas enfermedades que más suele haber en esta Nueva España”, donde recomienda el uso de naranjas y limones para el tratamiento del escorbuto. Pero la fama de la lucha contra el escorbuto se la ha llevado el británico y cirujano naval James Lind ya que en 1747 decía que se curaba esta enfermedad ingiriendo cítricos.

Grandes aficiones de la gente de mar

Los marineros junto a los soldados embarcados recibían instrucción a bordo para realizar las tareas de mantenimiento. Esto era importante para estar preparados, pero también para pasar el tiempo. Si había una cosa que les sobraba era el tiempo, pues las misiones solían durar meses e incluso años. Para entretenerse cantaban o tocaban algún instrumento de música o jugaban a los naipes, al ajedrez, a los dados…, aunque tenían prohibido apostar porque era la causa de graves enfrentamientos entre unos y otros y de algarabías. A veces jugaban haciendo un círculo en la mesa, como la palma de la mano, y en el centro otro círculo más pequeño. Cada uno metía dentro de este círculo chico un piojo y hacían grandes apuestas, y el piojo que primero salía del círculo grande ganaba la apuesta.

La travesía se tornaba especialmente tranquila cuando, una vez pasadas las Canarias, las flotas se dejaban llevar por los vientos alisios. La mar solía estar en calma, y con el viento a favor pasaban muchos días sin que apenas fuera necesario ni cambiar el número de velas que colgaban de las vergas. Entonces había tiempo para las grandes aficiones de la gente de mar: la primera era el juego: algunos solían jugar al ajedrez, pero los dados y naipes solían ser los más utilizados y más frecuentes. A pesar de que las apuestas estaban teóricamente prohibidas, en los barcos de Su Majestad Católica era frecuente perder literalmente hasta la camisa. Tal era la afición a las apuestas que, cuando la nao Victoria que ya había cruzado el Cabo de Buena Esperanza, como nos cuenta Pigafetta en su Diario, y el escorbuto se cobraba cada día su cruel tributo, se esperaba al atardecer para ver como los cadáveres apergaminados al ser arrojados a las aguas abismales, se apostaban bahares de las especias que les correspondería, pues unos sostenían que, hasta que los tiburones los devoraban, los cristianos al ser arrojados al mar siempre se quedaban flotando cara al cielo, y si eran indios lo hacían boca abajo.

Beber y charlar eran dos diversiones muy usuales. Ahora bien, cuando el vino había sido demasiado y los comentarios versaban sobre vidas privadas, podían llegar a producirse serios altercados. La lectura se practicaba también en los barcos, aunque se trataba normalmente de una actividad colectiva, donde una persona leía y muchas escuchaban. La gente de mar tenía unos porcentajes de analfabetismo muy altos, pero quedaba el recurso de pedirle a un pasajero que hiciese el favor de compartir con la tripulación alguna de sus lecturas. Los libros que más éxito alcanzaban eran los de temas religiosos. Con todo hay que advertir que entre la relación de las diez obras más leídas a bordo se encontraban también novelas de caballerías, e incluso novelas pastoriles.

Los juegos del amor estaban totalmente prohibidos. En las rutas españolas no estaba admitido que los tripulantes llevasen a sus esposas, con lo cual cualquier relación sexual tenía que ser secretas, porque éstas constituían, además de un pecado contra la religión, un delito contra la autoridad. En ese sentido, en las instrucciones que se daban a los generales y almirantes de las Flotas, se incluían, junto a las obligaciones de carácter militar, las de salvaguardar la moralidad de las personas bajo su mando. Como es natural, las pasajeras eran el principal objetivo sexual de los tripulantes, y no fueron raros los escándalos en este sentido, aunque hay que reconocer que por lo que hacía referencia a las relaciones heterosexuales, todos, desde los propios generales, hasta el último marinero, estaban dispuestos a disimular y no darles a las leyes guardianas de la moral todo su pleno contenido restrictivo. Sin embargo, se castigaba con mucha severidad, hasta la pena de ahorcamiento, si se descubría una relación homosexual. La implacable moral de la época solía castigar con saña dichas relaciones.

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