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DOCTRINAL DE PRÍNCIPES, por José Biedma López
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DOCTRINAL DE PRÍNCIPES, por José Biedma López

martes 30 de abril de 2024, 08:33h
DOCTRINAL DE PRÍNCIPES, por José Biedma López

Más que fina y académica, me ha parecido siempre ridícula la consideración de la Política como ciencia con el título pretencioso de “Politología”. Desconfío por instinto de los “politólogos”, porque el término “ciencia” o “tecno-ciencia” es vitola de sacralidad en nuestros días, ¡cómo si “los expertos” no se equivocaran! Es un error análogo al de considerar la educación como ingeniería motivacional o como técnica de construcción de ciudadanos. Política y Educación, antes que ciencias descriptivas y demostrativas, son artes complejas, creativas, en el mejor de los casos “artes de Humanidad” como las llamó Antonio de Guevara (1480-1545), consejero áulico del emperador Carlos V, franciscano y cortesano a la vez, serio y burlón, maestro en las artes de predicar y aconsejar al príncipe de carne y hueso, paladín de la conciliación diplomática con moriscos, conversos y secesionistas comuneros.

Es seguro que, como expresó siglos antes que Guevara el hispanorromano Séneca, no puede ser Señor de los demás ni autoridad fundada quien no sabe gobernarse a sí mismo, quien no cuenta con el saber práctico de dominar sus pasiones. Pero arriba, donde habita la clase dirigente, a la vera o a la siniestra del poder principal –dice Guevara- vale más la opinión que la razón, pues no se conoce al que es favorecido por el príncipe, es decir al “privado” y, si embargo, “al caído no lo conocen”, ya que entre los mandamases y cortesanos abundan más promesas que formales compromisos. En la tribuna de autoridades todos juzgan la vida de todos y buscan sobre todo preservar la buena fama, el buen nombre, y ensuciar al adversario.

En el siglo XVI la cortesía se asociaba a la vergüenza, esa emoción elemental de nuestra humana condición, tan básica como el miedo: “cortesía es que haya el hombre vergüenza de Dios, ante los hombres y ante sí mismo” –escribe un humanista del Renacimiento. A la cortesía –digamos hoy a los buenos modales parlamentarios- el caballero noble ha de añadir prudencia: evitará injuriar a nadie llamándolo “bellaco”, “sucio” o “villano”, palabras de bodegones más que de caballeros, ya que al que pierde la buena fama, nada le queda: “¿qué tiene el que honra no tiene?” –se pregunta Guevara retóricamente. Quien es desacreditado, el infame, “ni de los buenos es creído, ni de los malos obedecido”.

Sorprende pensar lo poco que ha cambiado el Ruedo ibérico de lo público, tal vez porque los morlacos que se lidian en el albero político son de la misma sangre que antaño; pasma observar cómo el sentimiento de la honra sigue confundiéndose con la opinión de los demás y con la chismografía que circula por las redes y los medios masivos de comunicación, cada vez más segmentados y bipolarizados, cainitas como casi siempre han sido, afectando rencores de hermanos mal avenidos, con los pies hundidos en el fango y dándose garrotazos como los payeses de Goya. Más que la realidad, más que los hechos, sigue contando “el qué dirán”. La opinión se mezcla con la información rigurosa porque la opinión es más barata, incluso gratuita: el micrófono en la calle. Como apuntó Gil Calvo la Opinión pública es la “institución universal dominante en la era de la globalización”.

Guevara distinguía entre la honra verdadera y la falsa, es decir, entre la razón y la opinión, entre lo patente y su simulacro. El fraile asceta se dolía del peso del dinero que hace del más rico el más honrado, “tanto valemos cuanto tenemos”. Arremete contra los malos médicos, contra los leguleyos, y se preocupa por la justicia, pues “donde no hay justicia no hay paz”. Advierte a los jueces que no se dejen corromper con regalos y les sermonea para que juzguen con equidad “pues la justicia debe ser igual para todos”. Aboga en sus ensayos por la clemencia judicial y por corregir en secreto antes que castigar en público. No basta el saber libresco, son necesarias ciencia y experiencia, letras para sentenciar y discreción para gobernar.

A principios de la segunda década del mismo siglo XVI, Nicolás Maquiavelo había querido instruir al “príncipe” en un arte político sin compromisos éticos ni lazos religiosos. Con razón y contra Maquiavelo, los tratadistas españoles elaboraron un arte de educación del príncipe donde la política está al servicio de fines morales indeclinables. También Descartes, pionero del racionalismo moderno, censuró con motivo el maquiavelismo de “el fin justifica los medios” diciendo que el programa de Maquiavelo más servía para fieras, lobos y zorros, que para seres humanos. No se puede esgrimir la “razón de Estado” para faltar el respeto a las personas y anular su dignidad. No cabe ser un buen político y un mal hombre. De ahí que política y educación deban ir juntas y fueran las coordenadas de la literatura moral española de nuestro Renacimiento. El ejercicio de la autoridad no puede ni debe fundarse en la prohibición o el miedo a la sanción. Sin embargo, Maquiavelo aconsejaba a su Príncipe ideal que, si no podía hacerse querer por el pueblo, se hiciese por lo menos de temer. El terror, para desgracia de todos, renta políticamente. Lo estamos viendo.

En nuestra Era del Espectáculo y del “consume y diviértete hasta morir”, en el tiempo en que las propias masas procesionan, se manifiestan, dan con ello espectáculo y hasta el césped de los estadios es descrito como “espectacular”, la cosmética se impone a las ideologías y el puritanismo sentimentaloide, adaptado tontamente por cierta izquierda como cultura de la cancelación (wokismo), cuentan más que la amenaza de sanción o de ostracismo. Hace tiempo que el Rey filósofo de Platón fue sustituido por el actor Ronald Reagan, emperador bufón. La política se ha vuelto escenario dramático, todos hablan de posibles “escenarios” que se presentarán si acontece esto o lo otro, y la representación de actores y actrices, profesionales o delectantes con cargos ejecutivos, domina el espacio público. El poder parece ahora querer fundarse más en la capacidad para sorprender, emocionar y divertir con novedades (noticias), que en la maquiavélica amenaza con que el monarca absoluto o el dictador infundían terror y sumisión. El poder –al menos en las sociedades democráticas- ya no atemoriza tanto, sino que divierte o aliena entreteniendo: La política es también espectáculo y entretenimiento. Silvio Berlusconi se ha impuesto a El Gran Hermano en las sociedades del aburrido despilfarro y rutinario bienestar, donde hasta las chicholinas y los chapulines pujan por un sillón parlamentario y se hacen fácil con una tribuna pública, pues cualquiera puede soltar su mala leche por las redes. Orwell expresó artísticamente el miedo a que la cultura fuera cautiva y Aldous Huxley en su distópico “Mundo feliz” (¡1932!) el temor a que la cultura se hiciese trivial, una droga (soma) para mantenernos mansos y alelados. Donde no se imponen los tiranos y el partido único, donde por suerte se conserva el pluralismo y la libertad de expresión, parece que Huxley profetizó mejor y antes.

El humanista Mosén Diego de Valera (1412-1488), defensor en su siglo de las mujeres virtuosas, que luchó con Juan II contra los nazaríes, historiador, guerrero y traductor, en su Doctrinal de príncipes (1475) adorna a su mandamás ideal con las cualidades del perfecto caballero cristiano que debe ser ejemplo para toda la república e inducir obediencia por medio del amor: “conviene al príncipe –dice- regirse a sí mismo para regir a los demás, ser temeroso y amador de Dios [también valdría decir “amador del Soberano Bien Común o del interés público”], justo, misericordioso, huir de la ira y la codicia, y ser más amado que temido”. Una lección muy diferente de la que escribirá en 1513 Nicolás Maquiavelo.

El realismo pesimista de Maquiavelo deposita muy poca confianza en la amistad y concordia de los humanos, porque “los hombres tienen menos consideración en ofender a quien se hace amar que a quien se hace temer, pues la amistad, como lazo moral que es, se rompe en virtud de que la crueldad lleva a los hombres a cuidarse de sus intereses. En cambio, el temor se mantiene merced al castigo, sentimiento que no se abandona jamás” (El Príncipe, XVII). Menos mal que para Maquiavelo el príncipe “puede muy bien ser, al mismo tiempo, temido y no odiado. Ello lo conseguirá siempre y cuando se abstenga de robar tanto la hacienda de sus ciudadanos y súbditos como la de las mujeres de estos”, porque “los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”.

Son palabras duras que nos describen a los antropoides que somos no cómo deberíamos ser, sino como de hecho nos comportamos, según el florentino tenemos mitad, y más de mitad de bestias egoístas, somos como centauros, por eso y para asegurar la estabilidad y el orden social es preciso articular oportunos mecanismos de dominación (Maquiavelo admiraba el precoz absolutismo de Fernando el Católico). Maquiavelo no se hace ilusiones respecto a lo que el “bípedo implume” o el pueblo puede dar de sí moralmente, pero es coherente lógicamente: trata con crueldad la crueldad humana, que es como engañarnos con lo que somos sin añadir a lo que somos la esperanza de redención, de salvación o de progreso y perfeccionamiento moral. Se olvida de que el hombre trasciende su legado natural porque es un ser moral que dispone para sí, libremente, sus propios fines. Al menos en el arte –y la política es arte si no se degrada en violencia- el hombre se recrea espontáneamente, como en el juego. Nuestra naturaleza indeterminada garantiza la posibilidad y esperanza de que arreglemos nuestros defectos y trabajemos por mejorarnos, lo cual requiere constancia y esfuerzo.

Maquiavelo estaba muy cabreado por cómo le habían tratado en su querida Firenze. Así que concluye el capítulo XVII del célebre tratado que escribió de un tirón refiriéndose al hecho de que el príncipe sea amado y/o temido diciendo que “como los hombres aman siguiendo su voluntad y temen según la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo que le es propio y no en lo de otros. Debe tan solo… evitar ser odiado por sus súbditos”.

Kant dirá más tarde que un súbdito, es decir un zombi o menor de edad que está bajo el dictado (dictum) de otro, de un tutor, un líder, una secta, un partido… no es lo mismo que un ciudadano autónomo, responsable y libre, que se atreve a pensar por su cuenta bajo el imperativo ilustrado SAPERE AUDE (¡atrévete a saber!). María Zambrano pensaba que la Democracia es precisamente ese régimen en que no sólo cabe el respeto universal y la consideración de persona, sino también la obligación de hacerse persona con relativa independencia. Derechos, sí, pero también obligaciones y responsabilidad.

Volviendo a nuestro moralismo práctico y humanista, renacentista, del que todavía podemos aprender mucho y útil, Guevara sabe también de la difícil condición del “príncipe”, es decir de las servidumbres del poder (inversamente proporcionadas a las ventajas del idiota, del apolítico, del indiferente). Y así describe a los gobernantes: “ni comen, ni andan, ni hablan sin guardas, de tal manera que siendo ellos señores de todos, andan hechos prisioneros de los suyos” (Epístolas familiares, II, 32). Entre las varias condiciones que acreditan la autoridad del buen gobernante, el obispo de Mondoñedo aconseja: “que trate a los súbditos [todavía éramos eso] no como vasallos, sino como amigos” (I, 29).

Hasta Maquiavelo reconoce la amistad como excelencia, como virtud ética. Su forma política es la concordia, base emotiva del orden social que persevera en la conciliación de voluntades en lugar de promover la confrontación insolidaria.

Del mismo autor:

Sobre Antonio de Guevara y su “arte de Humanidad”: https://quintadelmochuelo.blogspot.com/2024/04/arte-de-humanidad-de-antonio-de-guevara.html

Artículos y libros:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897

https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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