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MAUSOLEO DE MOSQUITO por José Biedma López

MAUSOLEO DE MOSQUITO por José Biedma López
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viernes 07 de febrero de 2020, 18:11h

Literatos, intelectuales, científicos, oradores, maestros o políticos, descansan a veces de sus estresantes u obsesivos quehaceres con la intención de relajar sus extenuadas neuronas. Se retiran lejos, marchan al campo, se esconden en un lugar ameno, donde recuperar sencillos quehaceres de granja, huerta o jardín. Nostalgia de la vida sencilla que inmortalizó en su celebérrima oda Fray Luis: “¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruïdo!, etc.” Y antes que Fray Luis, Horacio: Beatus ille, ¡dichoso aquel que escapa de la ciudad, de sus ambiciones y envidias!, etc.

MAUSOLEO DE MOSQUITO por José Biedma López

Puede que entonces, el intelectual descanse de sus ideas observando el milagro cotidiano de las pequeñas criaturas y se ensimisme con su bizarra belleza. Entonces inventa Homero (o aquel a quien dieran su nombre) una guerra ridícula entre ratones y ranas (Batracomiomaquia), que parodia con humor el solemne heroísmo de la Ilíada, o sueña Aristófanes con un país de las Aves que esté libre de pleitos. Catulo canta a un gorrión, y Apuleyo dignifica al asno, animal mucho más listo y menos terco de lo que se cree. El gran maestro Plutarco pone a discutir al aventurero Ulises y a la maga Circe sobre la paradójica tesis de que las “criaturas irracionales” empleen la razón. Sí, a veces, más que las “criaturas racionales”, son racionales por instinto. Estacio se interesó por el papagayo, animal muy apreciado por los romanos, tanto por los hermosos y alegres colores de sus plumas como por el ingenio y la docilidad con que imita voces humanas, y Virgilio (70-19 a.C.), autor de la Eneida, compone un largo poema que protagoniza un mosquito.

Idealiza Virgilio la vida de un pastor ya mayor que, pasado un caluroso medio día veraniego, busca con sus cabras para descansar el susurrante murmullo de un arroyo y la espesura fresca de su soto. Junto a una fuente se recostó el pastor en una espesa sombra hasta que le tomó un suave sopor, relajado el cuerpo, libre de preocupaciones y cuidados, tranquilo se entrega al sueño sobre verdes yerbas y mullido musgo, en su corazón una dulce quietud. Pero hete aquí que una colosal serpiente desenroscaba cerca y a la misma hora con macabra lentitud sus escamosos anillos. Buscaba encenagarse mientras apretase el color, pero alza la cresta dragontea y brillante de su torso y ve al pastor. Sus ojos de fuego lucen aviesa mirada.

Menos mal que un pequeño hijo de aquellas aguas asusta a tiempo al viejo avisándole a picotazos para que evite la muerte. Mas el pastor, al sentir el escozor del picotazo en el párpado que protege la valiosa pupila da un furioso salto y mata al mosquito de un manotazo. Descubre entonces la serpiente, que se acercaba homicida. Arranca de un árbol una gruesa rama y a golpes la machaca por donde la cresta roja le ceñía las sienes.

Tras acabar con el enorme ofidio, cae el pastor en un estado de lasitud en el que el espectro del mosquito se le presenta para reprocharle su triste condición presente. “Por mis servicios afronto a la fuerza una suerte cruel, por serme más querida tu vida que la mía me arrastran los vientos por el vacío mientras tú reposas tranquilo”. La desesperación del mosquito –hoy más bien la suponemos mosquita, pues son las hembras las que pican- no tiene límites. “¡No hay derecho!”, exclama, porque ha sido castigado por sus merecimientos. Aunque ni siquiera su destrucción le importaría demasiado si por lo menos contara con el agradecimiento del pastor, que el mosquito prefiere y necesita, antes que el espectáculo sórdido de quienes sufren como él en el infierno tal que escuadrones de sombras, agonías rituales, bodas de muerte, dolorosas heridas psíquicas, salvajes crueldades dignas de lástima. Al final, le queda la esperanza de que el juez de ultratumba Minos le traslade a la sede de los piadosos, lejos de la prisión que aguarda a los criminales, y eso, aunque el pastor no le sirva como testigo en su defensa…

Cuando el pastor despierta de su arrobamiento, no soporta el malestar que ha penetrado en sus sentidos por la muerte violenta del mosquito. Corta un círculo de terreno de no más de un metro de diámetro, levanta un túmulo y alrededor de él coloca piedras de fino mármol, siembra acantos, rosa canina, violetas, crisantemos, gran variedad de plantas aromáticas entre las que no falta ni el romero ni el azafrán. Y al frente del mausoleo eleva un epitafio perdurable:

Oh pequeño mosquito, generosa criatura

Este humilde pastor y de condición cabrero

Ofrece un monumento como agradecimiento

Para tu juicio, que justa salvación procura

Por cuidar mi vida con gran riesgo de la tuya

Con leves picaduras, en mortal lucimiento.

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