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LIMPIOS CIELOS DE OTOÑO por José Biedma López

LIMPIOS CIELOS DE OTOÑO por José Biedma López
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Es relato verdadero que conocí a un alemán encerrado en un torreón del Alto Ampurdán, ruina templaria a la que el artista había puesto bóveda de transparente metacrilato para poder pintar sus nubes. Luego he conocido a Pi (@PiliCarrington), señora que retrata cielos inciertos, crepúsculos que parecen auroras, a los que adorna con sugerentes sentencias. Y no pudo ser casual que, al devolverme Javier los Claros del Bosque de la santa de Vélez, se nos cayera abierto el libro por las páginas del capítulo IX que titulan LOS CIELOS

LIMPIOS CIELOS DE OTOÑO por José Biedma López

El campo se queda sin gente, pero atesora cielos; a la gran ciudad le pertenecen los rasca-cielos, que más que acariciar cercanías del antaño llamado “firmamento” y que hoy sabemos que de firme nada, lo ocultan como pantallas babélicas, monumentos que son de la soberbia humana. Si saben algo los urbanitas de la Crónica del Cielo, es por los monitores, esos son sus cielos, allí se les venden todos los días nuevos limbos astrales, pero con el Cielo de verdad no intiman, ni lo catan. Sus astros son monadas y peloteros de usar y tirar. Por ejemplo, no saben que los cielos de otoño, al contrario que los de verano, revelan trágicos momentos y descubren dramáticas contiendas que se resuelven rápido mediante fusiones, chaparrones y otras útiles sinergias, y que sus historias de altura, al contrario que las de series televisivas, nunca se repiten.

No saben los urbanitas que los cielos son múltiples, aún sin atravesar mapas, y responden siempre a la sed y al hambre de esperanza. Son también cielos diversos. En Castilla la Vieja -es un poner-, casi todo es cielo. En la costa es monstruo híbrido de aire y agua; en otros parajes, los cielos no son sin embargo más que ese fondo del cuadro al que los estetas italianos llamaron “lontananza”.

Los cielos de cada cual tienden a centrarse en uno mismo hasta formar burbuja y esfera. Y puede que uno, si olvida donde pisa o ya no se encharca ni pisa hierba y tierra, gire en sus cielos particulares y hasta puede que busque desesperadamente una salida de los mismos en los que, por descuido de los demás cielos, se encerró, porque –como supieron muchas místicas e iluminados de todos los tiempos- en las entrañas mismas del cielo está el infierno, ese mar de llamas. Y de todo cielo inmediato, de ese olvido de la noche oscura, se recae una y otra vez, ya que ninguno de ellos acoge del todo la condición terrestre, se despeña uno en un ínfero de insoportable combustión activa en el que nadie puede vivir buenamente.

Lo peor de los cielos es que tienden a hacerse abstractos. “Todo está en un Cielo”. Tal vez. Pero no hay infierno que no sea la entraña de algún cielo; como la llamada “Sociedad sin clases” gestó su infernal Gulag; y a la comunitaria Misión no le faltó abusador, sádico o pederasta. Y es que toman las aguas sin querer ni merecerlo el color de cada cielo, y pueden ser espejos aguas tóxicas, salubres, charcos de podredumbre repletos de parásitos.

Todos presumen de ideales, que son cielos y horizontes de esperanza, pero cada uno quisiera tenerte encerrado en su cielo, ese en el que sólo mandan sus sueños, un cielo al que llama de igualdad, de justicia, de gloria o de bienestar, un cielo que nos salva por fin del sabor de la brasa y del olor de la ceniza… Líbrenos Dios de esos cielos en que se inventan nuevos infiernos. “¡La sociedad es un infierno de salvadores!” –se quejaba Ciorán. Por todas partes, larvas que predican remedios, remedios que son sugestiones para decadencias y placebos para enfermedades. Crepuscular es el cielo de una civilización que decae, que sufre de achaques constantes, se aburre y desea del sueño ya su indolora eternidad.

Sin embargo, también pueden ser esas banderas doradas, esas irisaciones crepusculares, las propias de una tardía sabiduría, nimbo de crepúsculos históricos, fatiga sublimada en visión, última tolerancia antes de la llegada de dioses frescos y despiadados, ídolos de pueblos más bárbaros. Sabia es la que acepta el fin del día abriendo ojos de mochuelo a la vigilia de la noche, donde la oscuridad se arropa con silencios y en su profundidad salta el grito ronco del ave de rapiña, como una luna incandescente brinca el olmo. Como no hemos llorado por irse el sol, vemos que un cielo poblado de guiños demoniacos nos saluda, Cielo raso, recuerdo de lo que fue y ya no es. Ángeles que lloran desde el pasado, lamentando quizá su rebelión.

Son los cielos, sobre todo desempolvados por el ábrego, marco de toda inquietud, y prueba la Mirada esperanzada al Cielo el fracaso de toda vida terrenal. En todos los cielos de la historia humana han cruzado ovnis, objetos voladores no identificados, trayendo noticias metafísicas de otros mundos y renovadas compañías para paliar la soledad.

No es verdad que Tales de Mileto, padre de la filosofía y de la ciencia, por mirar los cielos tropezara y cayera en un hoyo y fuera con ello hazmerreír y recochineo de su sirvienta. Gadamer lo explica: Tales construyó un hoyo observatorio, telescopio, para mejor medir los cielos, que son nuestro origen y destino. Irresistible brota la vida desde sus infiernos buscando cielos, hacia arriba, que se derramarán en luz cada día heridos por la aurora. Una Aurora que María Zambrano define como posible entraña celeste. Deseamos esperar de ella el parto de un dios benevolente.

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