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Le Viaduc à L’Estaque, 1908. Braque.
Le Viaduc à L’Estaque, 1908. Braque.

COSMOPOLITISMO, por José Biedma López

domingo 26 de noviembre de 2023, 08:52h
COSMOPOLITISMO, por José Biedma López

Es muy probable que, al menos en Occidente, el ideal o la utopía de una ciudadanía universal sea de ascendencia cínica. De los cínicos antiguos, que nada tenían que ver con el cinismo de privilegiados que hoy se lleva. Así lo recuerda la filósofa Martha Nussbaum. Cuando le preguntaron a Diógenes de donde venía, respondió con una sola palabra: ‘Kosmopolitês’, “soy ciudadano de mundo”. Un varón griego renunciaba a definirse por su estirpe, nación, clase social e ¡incluso por su género! Insiste en auto-determinarse por aquello que comparte con el resto de mujeres y hombres: su Humanidad.

¿Se trata de una interpretación inclusiva y moral de la política? Seguramente. Los estoicos fueron socráticos igual que los cínicos, epígonos de estos, y hallaron en el cosmopolitismo una aplicación social de su teoría de la “simpatía universal” (hoy diríamos “empatía”). Por su parte, el cristianismo aspiró al ecumenismo (“ecúmene” era la totalidad de la tierra conocida), a la extensión universal de su virtud de la caridad y su principio moral del amor fraterno. El Apóstol de los gentiles, Pablo de Tarso, interpelaba con su mensaje de fraternidad a cualquier hombre de buena voluntad.

El sabio estoico es cosmopolita, ciudadano del mundo (cosmos). El budismo, en Oriente, también se elevó a una pretensión parecida, Si el orden natural entrelaza todas las cosas, lo mismo debería ocurrir entre los hombres. Esta idea, acompañada del sentir de una solidaridad universal que no distinguía a los hombres por su origen, fue revolucionaria. El estoico sabe que “lo que no es útil al enjambre no es útil a la abeja” (Marco Aurelio). La Ley universal debe reinar en las ciudades como reina en la Naturaleza. La división de ciudades, naciones, bloques… supone enemistad. Todos los hombres son ciudadanos de la república de Zeus.

Kant recogió en el siglo de la Ilustración este ideal, por eso escribió un ensayito profético y memorable: “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita”. Para Kant, el problema mayor del género humano consiste en llegar a una sociedad civil que administre el derecho universalmente compaginando la máxima libertad (es decir, el antagonismo) con la más exacta determinación y seguridad de los límites de la libertad (la ley). Es decir, una sociedad con una constitución perfectamente justa. Cree Kant que hay una secreta intención en la Naturaleza que nos fuerza, aún sin que lo advirtamos, a este fin de unidad y colaboración, a través de tensiones, desastres, horrores y discordias, las mismas que nos impulsan a construir y asociarnos en unidades legales cada vez mayores y más perfectas. La emulación y el antagonismo son así incentivos creadores…

“¡Gracias sean dadas, pues, a la Naturaleza por la incompatibilidad, por la vanidad maliciosamente porfiadora, por el afán insaciable de poseer o de mandar! Sin ellos todas las excelentes disposiciones naturales del hombre dormirían eternamente raquíticas. El hombre quiere concordia; pero la Naturaleza sabe mejor lo que le conviene a la especie y quiere discordia”. Kant anticipa con esta paradoja de la “insociable sociabilidad” de los hombres (o de su “insolidaria solidaridad”) ideas que jugarán en la cancha del evolucionismo: la competencia mejora las aptitudes y una sociedad sin competencia acaba siendo una sociedad de incompetentes. Es el miedo al poder de la libertad ajena lo que nos fuerza a obedecer leyes, limitando así el alcance del propio arbitrio, renunciando a arbitrariedades.

Kant es realista y sabe que el problema de una constitución perfecta que agrupe a todos los Estados y los someta a la misma ley es también el más difícil y el que más tardíamente resolverá la especie humana, porque el hombre es un animal que tiende a abusar de su libertad y que cuando vive entre sus congéneres “necesita de un señor” que le obligue a obedecer a una voluntad valedera para todos, para que cada cual pueda ser libre. Pero este “señor” es también un animal que necesita a su vez de otro señor que le obligue. Es el viejo problema que ya planteó Platón, la cuestión de quién vigila al vigilante o de quién gobierna al gobernante. “No hay manera de imaginar cómo se puede procurar un jefe de la justicia pública que sea, a su vez, justo”, escribe Kant, y ello tanto si se busca guardián de la ley en una persona como si se demanda en un grupo de escogidos. El jefe, o los jefes o jefas supremos, tendrían que ser justos “por sí mismos”, pero “con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada completamente derecho”. De modo que lo que nos ha impuesto Naturaleza con su “plan secreto” es la aproximación a esta idea, en un proceso que puede ralentizarse mediante pasos atrás, aunque visto en general resulte en avance.

Los hombres no entraron ni entran en comunidad (tribu, aldea, polis, nación, imperio…) por ser sociables, sino por su natural insociabilidad, para defenderse de y luchar unos grupos contra otros, conscientes a desgana de que la unión hace la fuerza. Los impulsos naturales son en cualquier caso fuentes de insociabilidad, lo mismo que los niños aprenden antes a decir “no” que a decir sí. La rebelión del No la atemperamos mediante la educación (domesticación), el temor a los dioses y la cultura, ese vasto conjuro contra la muerte. Los Estados muestran entre sí la misma insolidaridad que muestran en su naturaleza los individuos mediante conflictos y discordias, por eso “el problema de la institución de una constitución civil perfecta, cosmopolita, depende, a su vez, del problema de una legal relación exterior entre Estados y no puede ser resuelto sin este último”. Kant confía en que el temor a guerras cada vez más destructivas, a sus devastaciones con el consiguiente agotamiento de recursos y energías, acaben obligando a las naciones “a escapar del estado sin ley de los salvajes y entrar en una Unión de naciones; en la que aún el Estado más pequeño pueda esperar su seguridad y su derecho”.

Es la única salida a larguísimo plazo y los Estados acabarán tomando la misma resolución que el individuo adopta tan a desgana, a saber: a hacer dejación de su brutal libre albedrío y a buscar tranquilidad y seguridad en una constitución legal. Kant ve en la realización de este Estado Universal o Cosmopolita el salto de nuestra especie desde el bajo plano de la animalidad hasta el nivel máximo de la Humanidad donde por fin podrán desarrollarse, en la especie, no en el individuo, todas sus disposiciones genuinas. “El arte y la ciencia nos han hecho cultos en alto grado, somos civilizados hasta el exceso, en toda clase de maneras y decoros sociales. Pero para que nos podamos considerar moralizados falta mucho todavía”. El progreso técnico no es suficiente para el filósofo de Königsberg (hoy Kaliningrado): “todo lo bueno que no está empapado de un sentir moralmente bueno no es más que pura hojarasca y lentejuela miserable”.

El ideal sigue vivo, pero irrealizado. No obstante, cualquier ensayo que tienda a la asociación ciudadana completa de la especie humana, no sólo debemos considerarlo posible, sino que vale también por su efecto propulsor, natural o artificial. Es un buen plan.

El cosmopolitismo será siempre un valor filosófico seguro, igual que fue en lo social, cultural y económico una ventaja para ciudades como Atenas, Alejandría, Venecia… San Sebastián o Barcelona fueron ciudades cosmopolitas, hasta que el adoctrinamiento escolar y propagandístico, impuesto por políticos fanatizados e irresponsables, comenzaron, hace casi medio siglo, a sembrar supremacismo, insolidaridad y discordia…

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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