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'El lago Cao', por Pedro Cuesta Escudero autor de Atrapado bajo los escombros

"El lago Cao", por Pedro Cuesta Escudero autor de Atrapado bajo los escombros

martes 14 de marzo de 2023, 09:14h
'El lago Cao', por Pedro Cuesta Escudero autor de Atrapado bajo los escombros
'El lago Cao', por Pedro Cuesta Escudero autor de Atrapado bajo los escombros

Ahora que se acerca la Semana Santa me es grato recordar la experiencia que tuve durante aquellas pequeñas vacaciones.

'El lago Cao', por Pedro Cuesta Escudero autor de Atrapado bajo los escombros
'El lago Cao', por Pedro Cuesta Escudero autor de Atrapado bajo los escombros
'El lago Cao', por Pedro Cuesta Escudero autor de Atrapado bajo los escombros

Es una pena que no disponga aquí del cuadernillo donde fui anotando las observaciones que realicé en el lago Cao aquella Semana Santa. No me queda más remedio que fiarme del recuerdo, lo que supondrá olvidos de datos importantes, o distorsión de otros, resultando poco científica mi exposición. Tampoco lo pretendo, sólo rememorar una interesante vivencia en plena naturaleza.

De todas formas, conforme voy recordando yo mismo me asombro de la cantidad de detalles que van surgiendo en mi memoria. No cabe duda que estos ejercicios de evocar experiencias pasadas me han servido para saber extraer adecuadamente los registros que quedan impresos en la memoria. Habitualmente los recuerdos se hacen confusos y se embrollan unos con otros, pero tras estos continuos ejercicios he llegado a disciplinar hasta la misma memoria.

No hay itinerario exprofeso al lago Cao

El lago Cao es, quizás, uno de los parajes menos conocido y transitado de todo el Pirineo. No hay itinerarios que te conduzcan allá, no figura dentro de ninguna guía turística. Ni, incluso, es zona de pastizales, por lo que ni siquiera es frecuentado por pastores. Alguna vez suelen ir pescadores, pero con poca frecuencia y, en todo caso, en verano. Por eso escogí este lugar para pasar unas vacaciones de Semana Santa y poder observar y estudiar con tranquilidad el desarrollo de la vida salvaje. La primavera es la mejor estación, pues es cuando empieza a brotar todo con ímpetu. Hice la acampada en solitario, porque no encontré a nadie decidido a acompañarme.

Accedí por el Urdiceto, entre otras razones, porque llevaba mucha carga y subiendo por la barrancada del Cao seguro que no hubiera llegado nunca. Además, recuerdo que la primera vez que fui al Cao por esa zona tan poco transitada las pasé canutas. Una enorme roca a la que me había aferrado, se desprendió y los dos caímos rodando cada vez a mayor velocidad por aquella pendiente. Suerte que me pude agarrar a unas ramas, aunque el pedrusco cayó al fondo del barranco haciéndose mil pedazos con un enorme estruendo. Por el Urdiceto tampoco fue tan sencillo, pues en abril aún no ha terminado de deshelar y lenguas de nieve dura invadían el camino haciendo que lo pasara muy apurado, ya que en más de una ocasión el coche derrapó de forma peligrosa hacia el precipicio.

El lago Urdiceto

Aún conservo intacto el recuerdo de lo maravillado que me quedé al contemplar el lago Urdiceto, ya en deshielo y con grandes témpanos flotando en sus azules y transparentes aguas, y las palas de nieve que bajaban de las montañas circundantes, inmaculadas y refulgentes en un cielo con una pureza casi irreal. En las ruinas que hay junto al lago pernocté, pues convenía tener mucho día por delante para remontar el collado y bajar hasta el Cao. No hay palabras capaces de expresar la belleza que hay en el lago Urdiceto en un amanecer radiante, cuando los rayos solares visten de rojo las crestas.

Con fuerte aleteo del corazón por la pesada carga y lo penoso que supone la progresión nevero arriba, llegué al collado que separa las cuencas de estos dos lagos. Y al bajar hacia el Cao por entre aquellos peñascales cubiertos de lenguas de hielo un traicionero resbalón me arrastró a un cortado de varios metros de profundidad. Los suficientes para haberme roto la crisma. En el mismo borde pude detenerme clavando el piolet, pero noté como el corazón se me encogió y me sentí paralizado por un intenso vértigo. Todavía se me estremece la columna vertebral al recordarlo. Y, gracias a esa insospechada reserva de fuerzas que uno descubre cuando te encuentras en una situación desesperada, pude superar aquel trance.

Monté la tienda en un lugar abrigado

Monté la tienda en uno de los repechos que hay más abajo del lago, cerca de la zona boscosa y en un lugar abrigado. El circo del Cao no es tan espectacular como el del lago Urdiceto, pues el roquedo aparece más castigado con derrumbamientos y canchales a todo alrededor. Las placas de la nieve llegaban hasta el mismo lago, el cual ya empezaba a estar en la fase del deshielo. Regatas de agua corrían por todas partes. También abundaban las zonas encharcadas, donde los juncos elevan sus tallos esbeltos. Y poco más abajo se oía el fragor de las primeras cascadas, por donde el bosque de alerces, abetos y pinos se va espesando.

Ya se apreciaba como la vida comenzaba a resurgir después del letargo del invierno. Un verde intenso cubría las breves praderas. Las deliciosas flores de las anémonas ya se iban abriendo. Racimos densos de flores de albahaca, de un color rosa oscuro, también daban la nota de color. Y entre las piedras se extendían las alfombras de matorrales de rododendro.

Pronto empecé a desplegar mi actividad, pues era mucho lo que me había propuesto y pocos los días disponibles. Por suerte el parte meteorológico había anunciado un anticiclón para toda la semana. Por eso los días fueron espléndidos, maravillosos, no podía esperar nada mejor.

La perdiz nival

En mis exploraciones encontré indicios interesantes. Junto a la impetuosa corriente del río vi piedras con manchas blancas de las deyecciones de un ave. No tardé en oír un canto característico y comprendí que se trataba del tordo de agua. Como es un ave que tiene un territorio de pesca delimitado, construí una zona de camuflaje cerca para poder observarlo sin que me viera.

Dentro del bosque de la ladera cercana encontré las puntas de las ramas de algunos abetos cortadas como por un cuchillo. Me sobresalté, pero empecé a pensar que debería ser obra del urogallo. Sería una suerte tremenda observarlo, pues es uno de los animales más huidizos que hay. Y esta era la mejor época, la del celo, que es cuando únicamente se pueden dejar ver. También construí otro refugio donde esconderme y probar suerte.

Como advertí que las yemas jóvenes de los pinos estaban en su punto, pues tenían un color amarillo anaranjado, recolecté unas cuantas para preparar con ellas ensaladas silvestres. Por las noches antes de acostarme también elaboré mermelada con esas jóvenes yemas. Se cuecen y se dejan reposar. Después se cuela el líquido y se le pone a hervir de nuevo echándole azúcar hasta formar una masa un tanto consistente. En esta masa se mezclan unas yemas hervidas, troceadas y picadas. Y las conservé en frascos herméticos que siempre llevo para muestras. Esa mermelada me quedó riquísima al decir de Ana y los amigos.

Por los canchales oí el canto de la perdiz y fui a explorar. Y de repente me saltó una perdiz nival, que enseguida se amagó no muy lejos de donde yo estaba. Hice una fotografía por el lugar por donde se posó y nunca la he podido localizar entre las rocas y la nieve, ni aún con ampliaciones. Estuve pateando toda la zona, pero no me volvió a saltar. Me percaté de que sobrevolaba un águila perdiguera y entonces comprendí que la perdiz blanca le tenía más miedo a la rapaz que a mí, por lo que se mimetizó de tal manera que ya fue imposible descubrirla.

Había vida en los neveros

Reparé, entonces, que el cielo no estaba tan solitario. En poco tiempo vi volar cernícalos, cuervos, un bando de grajos y otras aves que no supe identificar. Lo que no me podía imaginar es que hubiera vida en los neveros. Entre la nieve encontré mariquitas, arañas y una especie de pulga de forma cilíndrica, de un color negruzco y muy pilosa. Deben alimentarse de las sustancias orgánicas que hay entre los hielos. La pulga carece de alas, pero el apéndice como una horquilla de debajo del abdomen entre las seis patas le permite dar grandes saltos.

Las truchas que pesqué eran bastante cabezonas, debido, seguramente, que están todo el invierno sin casi comer, por estar la superficie del lago helado, por lo que el cuerpo se les queda proporcionalmente raquíticas.

Pasaba las horas observando a los tritones

Todas las charcas de poca profundidad, donde las aguas ya no son tan frías, las encontré llenas de tritones. La mayoría de esos tritones son de color pardo con manchas negras. Era curiosa la postura que adoptaban para cazar: con las patas delanteras se agarraban a las algas del fondo y con la cola se sujetaban al suelo, dejando que el cuerpo formara un arco y las patas de atrás quedaban colgando. Aparentemente parecían dormidos, pero pude observar que movían sus amarillos ojos. Una cochinilla de agua se acerca y el tritón sin inmutarse y cuando pasa a la altura de la boca la engulle sin casi moverse. Ese tritón devoró esa mañana, según me parece que anoté, tres larvas de mosquito, dos pulgas de agua y varios gusanillos. Recuerdo que me pasaba las horas tumbado sobre la hierba viendo estos curiosos anfibios. Incluso tienen un solárium, una pequeña cala sobre las piedras y cuyo único acceso es a través de un sifón. El tritón cambia la “camisa” con una rapidez asombrosa y debe provocarle bastante comezón, pues de inmediato empieza a arrastrase nerviosamente por entre las piedras y las hierbas. Después se come su propia “camisa”. Pude observar el cortejo nupcial de los tritones en otra pequeña charca. Cuando el macho está en celo se reviste de una hermosa cresta que le corre por todo el lomo, desde la cabeza a la cola. Su vientre cobra un color naranja y por el dorso le surgen manchas amarillas y azules. Se transforma, pues, en una hermosa criatura, lo que no observé en las hembras. El macho continuamente ronda a la hembra, la persigue, le da golpes con su hocico por el costado, pero ella rehúye. Y después de muchas gesticulaciones y movimientos, el macho expulsa una especie de cápsula que se adhiere a una piedra. Poco después la hembra va a restregarse repetidamente en la cápsula, dentro de la cual estará, supongo, el esperma.

El urogallo

A los dos o tres días, cuando ya había superado los naturales recelos de encontrarme allí solo y tan alejado, vi junto a un rododendro a un grupo de víboras enredadas entre sí como una pelota, que me alarmó sobremanera. Sospecho que serían varios machos que se habían liado a una hembra.

El tordo de agua no me hizo esperar mucho. Pronto se posó sobre una piedra un bonito ejemplar, con su plumaje oscuro y el pecho blanco como la nieve, que parecía la toca de una monja. Sobre la piedra se mueve con graciosos y rápidos movimientos y, sin pensárselo dos veces, se lanza de cabeza a la espumosa corriente. Observo como remueve el fango del fondo en busca de larvas, gusanos, pececillos, qué se yo. Surge de improviso y otra vez se sumerge. Así varias veces seguidas.

Lo del urogallo fue más difícil. Me costó muchas horas estar totalmente inmóvil en el refugio, hasta que, por fin, oí resonar la voz sonora del urogallo en celo encima de la copa de un abeto. No lo veía, pero la rama se movía con cierto ímpetu. Al rato de estar lanzando sus trinos de amor pude ver la rueda de su espléndida cola. Al poco el urogallo cae en una especie de éxtasis, que me permite admirarlo por completo. En las sienes notaba los latidos de mi emoción. Y vuelve el canto interrumpido sin cambiar de árbol. Al poco van acudiendo gallinas que aletean con su “coc-coc” característico.

Comprobé que, en este caso, quien va en busca del macho son las hembras, pues el urogallo se limitó simplemente a indicar su posición para que las gallinas acudieran a él.

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