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 Zángano de Eucera sp., libando en malva real.
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Zángano de Eucera sp., libando en malva real.

ATENCIÓN A LA BIODIVERSIDAD (BIOFILIA), por José Biedma López

ATENCIÓN A LA BIODIVERSIDAD (BIOFILIA), por José Biedma López

Como no tenían una esposa llamada reloj en la muñeca ni un controlador en el bolsillo llamado móvil, o más propiamente “celular” en América, los antiguos estaban obligados a leer su tiempo, el cronológico y el meteorológico, en las señales naturales y el comportamiento de los bichos. Los carneros saltando alegres pronosticaban lluvias, igual que el buey si se lamía a contrapelo y alzaba el rostro al cielo, pero si bramaba y pacía deprisa anunciaba tormenta, como la oveja que escarba o las cabras si duermen apretadas…

ATENCIÓN A LA BIODIVERSIDAD (BIOFILIA), por José Biedma López

Cuando las hormigas marchan más despacio de lo que suelen y atontadas se chocan unas con otras, lluvia viene. Saltan los calamares en el agua, se encogen los erizos de mar, se aprietan las ostras y soterran en la arena, anunciando tempestad. Igual que las grullas si vuelan aprisa y graznando sin orden. Si la lechuza canta mucho en tiempo de agua es que serenará. Dice Plutarco que los cuervos muestran especial nerviosismo, cantan con el papo y se pegan aletazos si amenazan vientos y tempestades, y lo mismo si al anochecer cantaren.

La naturaleza dicta muchos mensajes para quien sabe leerlos y con prudencia proveerse. Y es necesario estar atento porque la naturaleza no es el Edén bíblico. Donde todavía se presenta más o menos inmaculada, en las selvas tropicales, Natura está repleta de horrores en miniatura diseñados para, en poco tiempo, descomponer a los humanos visitantes en aminoácidos, salvo que estos se protejan contra el dengue, la malaria, etc. con oportunas vacunas, botas de agua y mosquiteras o repelentes. “La evolución ha inventado cien formas de macerar hígados y convertir la sangre en un caldo de parásitos”, escribe Edward O. Wilson, famoso entomólogo.

Los antiguos lo tuvieron mucho más difícil. Plinio cuenta de una provincia africana donde alacranes y hormigas desterraron a los hombres. A los griegos megarenses una plaga de moscas les hizo abandonar la patria. Y a los faselitas de una ciudad de Panfilia, las avispas los echaron de sus moradas. Teofrato escribe de una comarca que una plaga de ciempiés volvió inhabitable y Antenor cuenta de una ciudad cretense invadida por infinidad de abejas que echaron a sus habitantes e hicieron colmenas de sus casas.

En su Ciencia del bien y del mal (Barcelona 2007), Javier Echeverría hace hablar a las abejas: “Nuestra patria es la colmena –dicen los himenópteros- y hemos inventado la geometría del hexágono porque yuxtaponer hexágonos es la forma óptima para almacenar miel en un recinto pequeño e irregular. Nuestro sistema social es más avanzado que el de las hormigas y las termitas. Nuestro código de signos es una obra de arte, basado en gestos corporales y trayectorias de vuelo. ¡Dibujamos las letras de nuestro alfabeto en tres dimensiones!”. El gran zoólogo austriaco Karl von Frisch, descubridor de la significativa danza de las abejas dijo de sus organismos que son como un pozo mágico: cuanto más se saca, más queda por sacar. El cerebro de una abeja es como un grano de azúcar, pero consta de cientos de miles de células nerviosas interconectadas. Todo el sistema se ha miniaturizado al máximo y trabaja como un ordenador de a bordo. Por el momento no somos capaces ni de explicar ni de duplicar ese dispositivo misterioso de manera precisa. La abeja es una máquina biológica tan complicada que entender una sola de sus partes –alas, corazón, ovario, cerebro- puede llevar varias vidas dedicadas a su sola investigación.

Darwin pensaba que las abejas tenían el instinto del bien y el mal. No tienen ética ni pierden tiempo en reflexiones morales, pero sí poseen una axiología que orienta sus acciones. Esto le permite a Javier Echeverría hablar de “valores naturales” como acciones axiológicas. Por supuesto, los valores de las abejas tienen poco que ver con los nuestros, pero si los hombres se reprodujeran como las abejas, no cabe duda de que las trabajadoras, hembras estériles, tendrían por deber sagrado matar a sus hermanos, y que las madres procurarían destruir a sus hijas fecundas, sin que nadie pensase u osase intervenir. Las obreras cuidarían en la estación adecuada de los machos, zánganos que no dan ni golpe y con bocas atrofiadas, por lo que han de ser alimentados por aquellas con vistas al vuelo nupcial, en el que el más fuerte jollamará y el resto morirá fracasando en el acople con una joven reina.

Aristóteles atribuyó prudencia a las abejas. Kropotkin, príncipe ruso y zoólogo anarco-comunista, formuló una nueva ley de la naturaleza, que contrasta con el struggle for life darwinista (lucha por la vida y la reproducción): la ley de apoyo mutuo y colaboración. En efecto, las simbiosis entre especies y la sociabilidad favorecen la supervivencia y la reproducción, dos de los principales valores naturales, si no los fundamentales. Por eso, para un animal social, hormiga u hombre, la exclusión de la comunidad, su expulsión, exilio o confinamiento, es el peor de los castigos, incluso peor que la muerte.

Para Leibniz, gigante del racionalismo filosófico, el principal de los bienes metafísicos es la variedad: la pluralidad de modos de existencia, lo que hoy llamaríamos biodiversidad. El mejor de los mundos posibles es aquel que contiene la mayor diversidad de géneros, especies e individuos. Como Giordano Bruno, el alemán siempre estuvo convencido de que habría otros seres inteligentes en lejanos planetas. No obstante, es inevitable que, en un mundo tan variado que acoge lo mismo la existencia de depredadores que de potenciales presas, los males físicos también estén asegurados, y su garantía es incluso mayor que la de los bienes, de modo que muchas de nuestras actuaciones y cautelas no buscan bienes positivos, sino la evitación de males reales. El verdadero y más constante placer –decía Epicuro- es la mera evitación del dolor. En un mundo tan diverso, el conflicto entre diferentes sensibilidades, estimaciones y credos está servido y, por lo tanto, en las entidades con conciencia, no sólo se darán males físicos, sino también penas y culpas morales. Pero –según Leibniz- sin males físicos y morales no estaríamos en “el mejor de los mundos posibles”, concebido o diseñado por un Ser omnisapiente y omnipotente, el Supremo Hacedor, porque los males naturales y morales, enfermedades y pecados, son condición de un bien metafísico mayor: la pluralidad, es decir, la infinita variedad de modos de vida, o sea: la biodiversidad.

El conocido naturalista Edward O. Wilson, especialista en hormigas (mirmecólogo) hace alarde de su biofilia, de su tendencia innata a prestar atención a la vida y a los procesos naturales. Para él, nuestro conocimiento de dicha biodiversidad, que es mayor cuanto más pequeñas son las entidades vivientes pues un simple montoncito de humus puede contener millones de hongos, de bacterias y otros microorganismos, está todavía en mantillas, sabemos poco y apenas tenemos un vislumbre de la extraordinaria complejidad de lo viviente, del formidable entramado de los ecosistemas de la madre Tierra. Sin duda, la humanidad se ha convertido en protagonista, lo cual le hace también cargar con una enorme responsabilidad, “no porque estemos por encima de las demás criaturas, sino porque, al conocerlas bien, elevamos el propio concepto de la vida”. Es cierto que “en la medida en que entendamos a los demás organismos los valoraremos más y también nos valoraremos más a nosotros mismos”. (Edward O. Wilson, Biofilia, ed. Errata naturae, Madrid 2021).

Del autor:

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