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"Segundo viaje del Cano a las Molucas", por Pedro Cuesta Escudero

'Segundo viaje del Cano a las Molucas', por Pedro Cuesta Escudero
viernes 20 de agosto de 2021, 11:17h
'Segundo viaje del Cano a las Molucas', por Pedro Cuesta Escudero

No es fácil de explicar el asombro que causó en Sevilla la hazaña de aquellos dieciocho hombres que dieron la vuelta al mundo. Todo el mundo quería ver la nave que había sobrevivido de aquella escuadra que, al mando de Magallanes, habían visto partir hacia tres años. Pero al saber que por primera vez habían rodeado la Tierra los de las principales casas de Sevilla los invitaban para saber de sus bocas sus andanzas. Los supervivientes del gran viaje, orgullosos de ser el centro de atenciones, cuentan sus aventuras con los adornos que les sugería su imaginación excitada. Hablaban de las cuatro estrellas llamadas la Cruz del Sur, que consideraban como las cuatro guardas del polo antártico. Decían que muchas veces en su navegación les parecía que el sol y la luna andaban hacia atrás, siguiendo un camino contrario al que hacen en Europa.

'Segundo viaje del Cano a las Molucas', por Pedro Cuesta Escudero
'Segundo viaje del Cano a las Molucas', por Pedro Cuesta Escudero

Señalaban a los patagones como personajes salidos de los libros de caballería. Haciendo suyos los mundos fabulosos que en las deliciosas noches les relataban los pilotos moluqueños surcando el Índico, hablaban de la isla de los pigmeos y también de aquella otra habitada solo por mujeres, a quienes el contacto del aire las fecundaba. Si parían un niño lo mataban y cuando niña la criaban; no permitían jamás que hombre alguno se acercase a la isla, porque eran amazonas y feroces. Los más ilustrados de los oyentes pensaban en las valquirias y en las Historias de los Doce Pares y de los Amadises de Gaula. Cuando uno echa la vista atrás en una vida plena de acontecimientos viene a la memoria lo fantasioso. No se habla de los malos momentos. Habiendo pasado a Italia uno de los tripulantes de la Victoria, salían las poblaciones a verlo como un ser extraordinario.

La entrevista con el Emperador

Desde Sanlúcar de Barrameda Juan Sebastián del Cano escribe al Emperador participándole su llegada. El monarca lo invita a que vaya a Valladolid acompañado de dos de sus camaradas, los que le parecieran más cuerdos y de mejor explicación. Y el mismo Emperador da las órdenes a la Casa de Contratación para que los tres invitados viajen en condiciones y con el adecuado atavío. El capitán Juan Sebastián del Cano se presenta al Emperador con el piloto Francisco Albo, el cirujano Hernando Bustamante y los indios supervivientes, con los regalos de los reyes de las Molucas y con muestras de especería. Son recibidos en la misma antesala del mismo palacio en que otrora Magallanes, Faleiro y el malayo Enrique esperaban audiencia al rey que ahora es emperador. En aquella ocasión se solicitaba permiso y medios para hacer el viaje y ahora se viene a comunicar que la idea se ha realizado y que no solamente se ha llegado a las Molucas, sino que se ha dado la vuelta al mundo. Entonces era la idea, ahora es la obra. La presencia de del Cano, barbado y magnífico y cubierto de rico atuendo, al igual que sus acompañantes, suscita admiración. Es mediodía. Las audiencias que se celebran a estas horas se reservan a los grandes personajes. Y del Cano no es un alto dignatario, pero su merecimiento es enorme por haber hecho lo que nadie había conseguido, dar la vuelta al mundo. Y traer el barco a rebosar de especias, que vienen como llovidas del cielo es esos momentos de tantas tribulaciones.

Dos heraldos traen un escudo y el emperador Carlos V lo entrega al vasco homenajeado. Del Cano, sumamente emocionado, lo recibe de hinojos. El escudo está dividido en dos cuarteles: en el superior aparece un castillo de oro en campo de gules, en el inferior, dos palos de canela, tres nueces moscadas en aspa y dos clavos de especia, representados en sobre campo dorado. Surmonta este escudo un gallardo yelmo, y por cimera un globo terráqueo con la leyenda trenzada en su torno que dice: PRIMUS CIRCUMDEDISTI ME. Se levanta el secretario Francisco de los Cobos y con voz solemne lee: Es mi merced y voluntad, como recompensa al importante servicio que habéis prestado a Nos que se os asigne como pensión vitalicia quinientos florines de oro”. Asimesmo, vos hacemos merced de la cuarta parte del quinto real que corresponde a la Corona del cargamento de la nao Victoria, que con sabia y firme mano habéis traído a nuestros puertos. Esta merced es sin menoscabo y mengua de la cuarta parte de la veintena de las especias que se han repartido entre los supervivientes y que quedó encargado de valorarlo y tasarlo el financiero D. Cristóbal de Haro, según mi real orden”. Otrosí, se le concede el privilegio de introducir en nuestros reinos cuantos fardos de especias queráis sin tener que pagar alcabalas. Y Nos os tendremos en cuenta como nuestro capitán, que desde ahora queda definitivamente confirmado dicho cargo”.

Información del Cano sobre la conducta de Magallanes

En Valladolid no todo fueron plácemes y satisfacciones para el Cano. Se le pidió que contara todo lo que sabía sobre la deserción de la nao San Antonio. Sobre este hecho se había incoado un proceso y se había tomado declaración a los cincuenta y cinco que regresaron con la nao San Antonio. Álvaro de la Mezquita por estar preso no pudo declarar. Se leyó una declaración escrita suya, que le obligaron a redactar con tormentos hasta confesar cuanto convenía a los conspiradores para su descargo y para acriminar a Magallanes. Pero no todos eran enemigos de Álvaro de la Mezquita, el capitán que Magallanes había puesto en la nao al ser destituidos Juan de Cartagena y después Antonio de Coca y las declaraciones fueron confusas y contradictorias. Lo único que se sacó en limpio es que la conducta Esteban Gómez, que hizo desertar a la nao San Antonio, no era del todo ejemplar. Y el tribunal, oídas las declaraciones y alegaciones, declaró sospechosos a ambos bandos. De resultas, los oficiales de la Casa de Contratación embargaron todos los bienes de Álvaro de la Mezquita y también Esteban Gómez, Jerónimo Guerra, Juan Chinchilla, Francisco Angulo y otros dos fueron encarcelados hasta que se aclararan los hechos. Y avisaron a todos los gobernadores del reino y al presidente del Consejo de Indias, los cuales mandaron que se tuviese a buen recaudo a Beatriz, la esposa de Magallanes, y a su familia, para que no pudieran ir a Portugal hasta que se entendiese mejor lo que había pasado. Esa afrenta los hundió por completo.

Y al no tener noticias de Magallanes, la razón queda de parte de los desertores. Jerónimo Guerra, que vino de capitán de la nave desertora, es el primero en quedar en libertad sin cargo alguno. La influencia de su pariente Cristóbal de Haro lo puso en libertad. Esteban Gómez salió también enseguida de la cárcel porque le dieron el contrato de piloto de una escuadra que tenía la misión de apresar a los corsarios que interceptaban el comercio con las Indias. Y el éxito le sonrió porque frente al cabo de San Vicente encontraron a los corsarios, que eran siete naves francesas, a las que batió y persiguió, apresando dos de ellas. Esteban Gómez es recompensado generosamente y se le concedió una escuadra para hacer descubrimientos.

La declaración del Cano fue dura, culpando a Magallanes de falta de consideración hacia los oficiales castellanos, de irreverencia hacia las órdenes del Rey, de dilapidación de la hacienda, interpretando, como una de las causas del rigor que empleó contra los capitanes que ajustició en el puerto de San Julián, el deseo de entregar el mando de las naves a los portugueses, sus parientes y amigos, como se vio en los cargos que dio a Álvaro de la Mezquita y a Duarte Barbosa. El Emperador quedó satisfecho de la declaración del Cano.

Prevalecen los méritos de nacimiento

Animado por los méritos que se le reconocían, del Cano se atrevió a otras pretensiones. Solicitó el perdón de las penas en que estaba incurso por haber vendido una nave en su juventud a ciertos mercaderes de Saboya y se le condona. No tuvieron igual éxito otras demandas con que, en un Memorial de su puño y letra, pedía se le galardonasen sus relevantes servicios, ya que había sido aclamado como un hombre que había hecho lo que otro ninguno de los nacidos. Merced a esta opinión, creyó no ser temeridad el pedir al Emperador la Capitanía mayor de cualquier Armada o armadas que se enviasen al Maluco; ora para hacer meros descubrimientos o para guardar las costas; que se le diese la Tenencia de las fortalezas que se construyesen en aquellas tierras; que se le concediese el Hábito de Santiago, como a Magallanes; y en fin, que se atendiese con alguna remuneración a sus parientes más cercanos que, siendo pobres, lo habían auxiliado mucho en sus expediciones.

Ninguna de sus peticiones fue atendida, pues era una época en que los únicos méritos que prevalecen son los de nacimiento, de suerte que un buen marino, aunque se hubiese ilustrado con el hecho más portentoso, no era lo bastante autorizado para el mando superior de la Armada. (Y aún hay quien defiende que el título de Virrey, Gobernador General y Almirante de la Mar Océano se le dio al hijo de un lanero genovés. Y sin mérito alguno, pues las capitulaciones se firmaron antes del viaje descubridor) La excusa que se le dio a Juan Sebastián del Cano para denegarle el cargo de Capitán Mayor de la Armada fue que ya estaba prevista la designación a quien le debía corresponder. Sobre la Tenencia de las fortalezas que se levantasen en el Maluco, se le dijo fríamente que se le tendría presente cuando llegase el caso. El Emperador se disculpó por no condecorarlo con el Hábito de Santiago, pues no tenía facultades ¿? de darlo, sino en capítulo de Caballeros. Y sobre la remuneración a sus parientes se le recordó que se le había asignado una pensión vitalicia de quinientos ducados anuales. Pero resulta que esa pensión fue asentada en la nueva Casa de Contratación de la especería en La Coruña, que nunca llegó a cobrar porque esa Casa nunca tuvo solvencia.

El debate sobre el negocio de las especias

Con la llegada de Juan Sebastián del Cano se aviva el negocio de las Molucas y el debate con los portugueses sobre las especias y el repartimiento de las Indias. Los señores del Consejo de Indias, presidido por fray García de Loaisa, ponen al soberano en deseos de proseguir la negociación y conquista de las Molucas “pues eran suyas y se había hallado paso por las Indias, como deseaban, y habría dello gran dinero y renta, y enriquecería sus vasallos y reinos a poca costa”. Había que retornar a las Molucas con una fuerte armada, tras reconocer el estrecho de las Once Mil Vírgenes (estrecho de Magallanes) y hacer omisión de los recelos y discordias que promovía el rey de Portugal, pues las Islas de las Especias eran de Castilla en virtud de estar situadas en su hemisferio según el meridiano acordado en Tordesillas. Se determinó que se viese todo por justicia para así tener justificación de su causa y derecho. Había que determinar con precisión de cosmógrafo el exacto trazado del meridiano antípoda de aquel que se acordó en el Tratado de Tordesillas que pasara a trescientas leguas de la última isla del archipiélago de Cabo Verde.

Miembros de la Junta nombrada por el Emperador D. Carlos para pactar con la portuguesa: los licenciados Acuña, del Consejo Real, Barrientos, entendido en rentas y alcabalas, Pedro Manuel, oidor de la Chancillería de Valladolid, Juan Rodríguez de Pisa… De las Indias no sabían otra cosa que estaban en la otra banda de la ancha mar, aunque su cometido era precisar los conceptos jurídicos. El más entendido en Geografía y Cosmografía, además de destacado bibliófilo y muy respetado era Hernando Colom, el hijo bastardo del Almirante de la Mar Océano. El doctor Sancho Salaya infundía respeto por su sabiduría. También figuran una larga lista de jueces cuya misión en la Junta era sumar votos (Ruiz de Villegas, fray Tomás Durán, Simón de Alcazaba, el doctor Rivera…) También se le da asiento en esta Junta a Juan Sebastián del Cano, el único que había estado en las Molucas. Y como secretario que había dar fe de los acuerdos Ruiz de Castalleda. Y entre los asesores más ilustres figuran: Sebastián Caboto, que había llegado a la isla del Labrador por el norte y al Rio de la Plata por el sur; Esteban Gómez, el piloto que desertó con la nao San Antonio de la escuadra de Magallanes; Nuño García, matemático de mucha fama; Diego Ribeiro, autor del famoso mapamundi. Todos los miembros de esta Junta se hospedan en Badajoz.

En la Junta portuguesa había muchos más miembros, dos fiscales por uno castellano, dos abogados por cada uno del Emperador. El presidente de esta Junta portuguesa es el licenciado Acebedo Cotiño. Las sentencias las citaban en latín, con lo que no cabía duda que las Molucas las emplazaban en el paraje que más les convenía. En la Junta portuguesa figura Diego López de Sequeira, de escasa elocuencia, pero que había sido gobernador de las Indias y tuvo a Magallanes bajo sus órdenes. Se hospedan en la villa portuguesa de Elvás. Se cruzan correos entre Elvás y Badajoz para juntarse en el puentecillo de troncos de encina del riachuelo Gaya, el justo límite de uno y otro reino. Al final se acuerda que las Juntas se celebren un día en Badajoz y otro en Elvás.

Los portugueses son muy dados a utilizar ardides como es recusar a Simón de Alcazaba, desnaturalizado de Portugal, hasta que consiguen excluirlo. Miran globos y cartas, alegando cada cual sus derechos. Que cuando el Cano topó con las Molucas ya habían estado allí naves portuguesas. El de Guetaria asegura que en Tidore no halló amigos ni vasallos del rey de Portugal, que el rajá Almanzor se declaró voluntariamente vasallo del Emperador. Todo eran voces. Que Borneo, Gilolo, Cebú, Tidore y todas las islas Molucas caían del lado castellano. Argumentos de letrados y poco de cosmógrafos. Y así se mantuvieron dos meses sin dictar resolución alguna porque las nociones geográficas eran totalmente imprecisas. Y eso que Acebedo y Sequeira ya sabían que la nao Trinidad, comandada por Gómez de Espinosa había sido apresada por Brito, el gobernador de las islas Molucas nombrado por el rey de Portugal. Los de la Junta castellana, según el derrotero presentado por el Cano, dan al Emperador sus conclusiones diciendo que las Molucas estaban a 150º de la línea de demarcación por la vía de Occidente, mientras que por la de Oriente había 210º, luego la propiedad y dominio de las Molucas pertenecía al Rey de Castilla. En realidad el meridiano antípoda del que pasa por las islas de Cabo Verde dan las Molucas a Portugal. Pero en aquel momento nadie de las Juntas lo podía demostrar. (Años después, en 1529, el Emperador Carlos vende al rey de Portugal por 350.000 ducados de oro todos su derechos a la propiedad de las islas Molucas)

Nueva expedición a las islas Molucas

El apresto de una segunda escuadra con destino a las Molucas lo concedió el Emperador a Cristóbal de Haro y también a los banqueros Fuggers. Sabedor el Cano que en La Coruña se preparaban tres naves para la nueva expedición, marcha a Portugalete donde aceleró la construcción y armamento de otras cuatro; desde allí marcha a Guetaria, su villa natal, para que le acompañen en el viaje dos hermanos como pilotos y otros parientes y amigos. El 24 de julio de 1525 parte de La Coruña para las Molucas una armada de siete naves al mando del noble D. García Jofre de Loaisa, Caballero de la orden de San Juan y Comendador de Barbales. No se sabe que nunca hubiese entendido de asuntos marinos. Loaisa, con el título de Capitán general de la Armada y el de Gobernador y Justicia mayor de las islas Molucas, toma el mando de la Santa María de la Victoria, la capitana, de 300 toneles. Juan Sebastián del Cano capitán de la Santi Spiritus, de 200 toneles, era segundo jefe, piloto mayor, guía de la armada y segundo General. La Anunciada, de 170 al mando de Pedro de Vera, jefe de guardias del Palacio Real. San Gabriel, de 130, al mando de D. Rodrigo de Acuña; Santa María del Parral, de 80, mandada por D. Jorge Manrique de Nájera; San Lesmes, de 86, por D. Francisco de Hoces; y el patache Santiago, de 50 toneles por D. Santiago de Guevara, cuñado del Cano. Esta Armada, no sólo se componía de mayor número de barcos, sino que estos eran más fuertes y de mayor porte que los de la expedición de Magallanes: iba mejor provista, artillada y pertrechada y con más mercancías de rescate. Constaba de una tripulación de 450 hombres, entre ellos dos hermanos del Cano que iban de pilotos, Andrés de Urdaneta que será célebre por encontrar la ruta de retorno. Cuatro habían tomado parte en el viaje de Magallanes: Cano, Bustamante, Hans y Roldán, uno de los prisioneros de Cabo Verde.

El 24 de julio de 1525, de madrugada, la armada de Loaisa sale del puerto de La Coruña. Se había acordado que debían dirigirse sin demora al estrecho de Magallanes, pero si acaso las tempestades les obligaba a separarse, cada nao debe de procurar arribar a la bahía de Todos los Santos y esperar allí veinte días, pasados los cuales, si los otros no llegan, reanudará el viaje, pero plantando antes en algún otero una gran cruz y al pie una olla con una carta que indique la ruta a seguir. La navegación, después de abandonar las Canarias, comenzó con mal agüero. A la Capitana a poca distancia del Cabo Blanco con mar gruesa se le rompe el palo mayor. Pero a este percance otro de mayor envergadura: apenas comenzado el arreglo, tras un fuerte aguacero, la nao capitana embiste a la Santa María del Parral destrozándole la popa y la mesana. Todos los carpinteros de la armada se multiplican para para remediar ese presagio desastroso. Cerca de Sierra Leona la escuadra avista un buque francés. Toda la escuadra se lanza en su persecución, pues el Emperador está en guerra con Francia. El buque francés acosado huye a toda vela y su captura no parece fácil, por lo que Loaisa da la contraorden. Pero no se oyen los bombardazos de retirada y el patache y la nao San Gabriel prosiguen la persecución. El patache, más rápido y ligero, obliga a rendirse al buque fugitivo, que resultó ser portugués. Cuando Guevara, el cuñado del Cano, arrumba hacia la nao capitana, llega la San Gabriel, cuyo capitán, Acuña, le intima a amainar con un disparo. Como el portugués se ha rendido a Guevara no atiende el requerimiento. Entonces Acuña amenaza con hundirlo y el cuñado de Cano sale en defensa de los rendidos. Entre Guevara y el irascible Acuña se provoca un altercado que estuvo a punto que se liaran a cañonazos. La primera grieta se abre entre la tripulación. Loaisa en castigo arresta por dos meses a Acuña en la nao capitana y a Guevara le suspende de sueldo por el mismo tiempo.

Al llegar al estrecho faltaban la Capitana y la San Gabriel. Esta última aparece y el Cano con las otras cinco naves emplea tres días buscando a la Capitana sin conseguir hallarla. Y en el río de Santa Cruz opina esperar allí a la Capitana, en contra de la opinión de los otros capitanes, los cuales creen que se hace tarde para pasar el estrecho, por lo que deciden dejar una carta debajo de una cruz en una isleta, para si llegase el general supiera que iban delante. Creyendo embocar el Estrecho cuatro naves encallan en la boca de un río, que dista algo más de cinca leguas. El apuro fue grande y todos se dieron por perdidos, pero la marea los reflotó y llegan al Cabo de las Once Mil Vírgenes el 14 de enero de 1526. Pero a medianoche se levantó tan horrorosa tormenta y la nao Santi Spiritus dirigida por el Cano choca contra la costa haciéndose pedazos. Algunos se ahogan, pero la mayoría se salva tomando tierra. La pérdida de su navío es la circunstancia más dolorosa para un marino. Las otras naves perdieron las amarras y se tuvo que arrojar al mar la artillería y lo que tenían más a mano. La marea creciente desencalla las naos que salen a la mar sin recoger a los náufragos. La alegría renace cuando ven recortarse en el horizonte las siluetas de la nao capitana, la nao San Gabriel y el pataje. El Cano con el Parral, San Lesmes y el pataje puede recoger a los infortunados que estaban en tierra y también la ropa que se había salvado de la nave perdida. Justo al finalizar el salvamento se levanta un viento recio que saca a las carabelas de aquel paraje, obligando al pataje y al batel de la nao San Gabriel a meterse en un arroyo. La Parral entra hacia el estrecho y la nao San Lesmes corre hacia fuera. La nao Capitana y las tres que tenía en su compañía garrean, llegando el buque de Loaisa cerca de tierra, donde da infinitos golpes con la quilla y hace tanta agua que la consideran perdida. Hubo de salir del Estrecho para adobar la nao Capitana, pero el General manda volver son este objeto al rio de Santa Cruz. El Cano con la carabela El Parral, cargada con los efectos del Santo Spiritus, se mete en el mismo puerto que la San Gabriel, pero la Capitana fue a acogerse a la costa del sur a distancia de tres leguas, rotos el timón y el ancla por junto a la cruz. La Lesmes, impulsada por el viento voló hacia el sur hasta el acabamiento de la tierra. Sin percatarse de ello llegó a lo que hoy conocemos como Cabo de Hornos, el final del continente americano. Pero ni Loaisa, ni Cano, ni ninguno de los restantes capitanes hicieron caso de ese descubrimiento que hacía inútil el Estrecho. A tal punto se hallaban abrumados. Ningún descubrimiento ha sido señalado con más sobria grandeza.

Mientras la Capitana se aderezaba, llegada ya la armada al río de Santa Cruz, el General mandó que la nao San Gabriel fuese a recoger su batel y a avisar al pataje del paradero del resto de la armada. Rodrigo de Acuña, su capitán, obedece de mala gana y no sin replicar. Cuando en el camino halla el pataje le dice a su capitán que vaya donde la Capitana había alijado y que recogiera los cepos y el cureñaje. Cuando el pataje, hecho su cargamento, se reúne con la armada vio que la nao San Gabriel aún no había vuelto al rio de Santa Cruz. La Anunciada, que había estado encallada en la boca del río de Santa Cruz, se encuentra con la San Gabriel y, juntas, deciden no volver a incorporarse a la escuadra e ir a las Molucas por el cabo de Buena de Esperanza.

El resto de la escuadra dobla el 5 de abril el cabo de las Once Mil Vírgenes y el 8 penetran otra vez en el Estrecho. Tras indecibles peripecias la escuadra atraviesa el estrecho de Magallanes alcanzando el cabo Deseado. La segunda travesía del Estrecho duró cuarenta y ocho días.

Juan Sebastián del Cano pone un pie en su sepultura

La escuadra penetra en el océano Pacífico, pero esta vez éste desmiente su nombre y se muestra sañudo y proceloso. Iban junto a la Capitana la Santa María del Parral, San Lesmes y el pataje Santiago. Tras una densa cerrazón las naos y el pataje desaparecen de la vista de la Capitana. El sur empieza a soplar furiosamente y la tempestad dispersa a los buques cada uno por su lado. “Nunca los vimos más” anota Urdaneta en su diario con lacónica amargura. El pataje marchaba con escasos víveres, pues al tener un pañol de muy poca cabida, iban en la Capitana. Pero Guevara arrumba al este llegando a las costas mejicanas el 25 de julio. De la nao San Lesmes, al igual que la de Santa María del Parral, nunca se supo nada más. El buque de Loaisa continúa solo su ruta. La expedición constituye un desastre total. La mortandad a bordo por causa del escorbuto es enorme, hasta treinta cadáveres son lanzados por la borda, en presencia de Loaisa y Cano.

Lo que asombra en Juan Sebastián el Cano es su pasmosa tranquilidad ante la muerte. Once días antes de morir, en plena posesión de sus facultades, otorga testamento, estando a un grado de la línea equinoccial, y a veinte y seis días del mes de julio y año del Señor de mil y quinientos veintiséis. No se sabe qué admirar más en este documento: si su memoria pasmosa o la interminable y reposada enumeración de sus previsiones. No deja cabo por atar. Todos los testigos firmantes son vascos: Martín García de Zarquizano, Andrés de Gorostiaga, Hernando de Guevara, Andrés de Urdaneta, Joanes de Zabala, Martín de Uriarte y Andrés de Aleche.

El 30 de julio, siete días antes de morir el de Guetaria, fallece Loaisa y, según lo dispuesto por el Emperador, el cargo de Capitán General de la inexistente Armada le corresponde a Juan Sebastián el Cano.

Al extinguirse el rumor de las oraciones, Alonso de Salazar, el nuevo Capitán General, hace la señal y cuatro marineros levantan el cadáver de Juan Sebastián el Cano y lo apoyan en la borda. La tabla, inclinada desliza el cadáver y al chocar en las aguas se produce un lúgubre ruido.
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