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EL INCOLORO: "Descalzo en Santander", por Jerónimo Martínez

EL INCOLORO: 'Descalzo en Santander', por Jerónimo Martínez
domingo 15 de agosto de 2021, 10:38h
EL INCOLORO: 'Descalzo en Santander', por Jerónimo Martínez
EL INCOLORO: 'Descalzo en Santander', por Jerónimo Martínez
Conocer Cantabria siempre resulta interesante por sus bellos y originales contrastes, su inmensa riqueza gastronómica y monumental y la bonhomía de sus habitantes. Quien esto escribe ha tenido oportunidad de visitar reiteradamente por razones profesionales esta hermosa tierra norteña que limita con el País Vasco y Asturias.

Dicho lo anterior resulta necesario retrotraerme en el tiempo, concretamente a principios del año 1990. En aquella época trabajaba en Radio Popular –hoy Cadena Cope- que dirigía el inolvidable director Manuel Calzado Cuesta –oriundo de Puente Genil-, quien con su experiencia comercial me ordenó hacer la maleta y viajar hasta la hermosa localidad cántabra de Torrelavega para cubrir informativamente la feria agroalimentaria en la que participaba activamente la Comunidad Autónoma de Murcia a través de la Consejería de Comercio que lideraba el lorquino Francisco Artés Calero con el también paisano Andrés Meca Soto como Director General de Comercio y Artesanía.

Preparada la logística radiofónica necesaria de la época para efectuar las conexiones en los distintos programas informativos además de la estrictamente personal en modo de transporte y alojamiento decidí viajar por mis propios medios hasta Madrid para una vez allí enlazar por vía férrea hasta el destino.

Estación del Norte de Madrid. 22.30 horas. Billete en mano accedo a uno de los vagones que conduce al pasaje que viaja hasta Santander. Localizo mi asiento y visualizo una compañía que no acaba de convencerme por su aspecto y modales. Interrogo al revisor para saber la disponibilidad de pernoctar en coche-cama. Educado el hombre me dice que la cama cuesta 14.000 pesetas. Desisto y pregunto por el coste que tiene tenderse en una litera para cubrir los casi 500 kilómetros de distancia que separan Madrid de Santander. No me queda otra. Abono la diferencia y procedo a instalarme. Me desvisto lo justo y me quito los zapatos, que se quedan al pie de la escalera de la litera. El compartimento iba completo. Cuatro personas, dos por litera.

23 horas. El Jefe de Estación da luz verde y hace sonar el silbato. Comienza el viaje y con él, el chacachá del tren. Lento, muy lento, el convoy abandona el recinto férreo para introducirse en la vía asignada para después ir tragando kilómetros y un interminable rosario de estaciones.

Avanza inexorable la noche y empiezan a asomar los rayos de sol que alumbran un nuevo día. Son las siete de la mañana. Han pasado nueve horas desde que salimos de Madrid. Nos encontramos en Reinosa. Falta una hora para llegar a Santander y el interventor despierta al pasaje para preparar la llegada puntual.

Aún en la litera vuelvo a colocarme las prendas de vestir que me quité para dormir con más comodidad. Desciendo hasta el suelo con intención de ponerme los zapatos y acudir al cercano baño para recomponer la figura. Los mocasines no están donde los dejé. Miro y remiro por doquier y no contento me dirijo a mis convecinos para preguntarles si han visto los dichosos zapatos. No saben, no contestan. Una ligera mueca del trío vecinal presagia lo peor: algún necesitado de mi mismo número –cosa difícil de creer- o más bien el gracioso de turno ha resuelto dejarme completamente descalzo.

Y así, de esta guisa llego a la ciudad cántabra. Es domingo, festivo por tanto, y por ello sin posibilidad de adquirir el calzado necesario. No queda otro remedio que enfrentarse a la dura realidad: salgo del tren, con pantalón, chaqueta, camisa y corbata, maleta en mano y descalzo por el largo andén ante la vista de todo el personal que en esa hora se encontraba en el interior de la terminal. Todavía estupefacto por lo sucedido me dirijo a un taxi para que me traslade hasta el hotel Santemar, en la zona turística de “El Sardinero”.

La salida del taxi y la entrada a la recepción queda grabada en la retina del taxista y personal de servicio en el hotel. Compruebo que también están cerradas las tiendas de zapatería y ropa por coincidir en domingo. El recepcionista, entre serio y profesional, me aconseja que disfrute de la estancia a pesar de lo sucedido, en espera de la llegada del lunes a primera hora para acudir a una cercana tienda y poder adquirir unos nuevos zapatos.

El calvario “zapatero” concluye afortunadamente el lunes a las diez de la mañana. A esa hora disponía de zapatos nuevos, desplazándome hasta el Mercado Nacional de Ganados de Torrelavega para cumplir con mi cometido laboral.

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