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AZORÍN Y LOS ARTRÓPIDOS, por José Biedma López

(Ilustración: Efímera de dos cercos. En Europa viven 50 especies de efímeras.)
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(Ilustración: Efímera de dos cercos. En Europa viven 50 especies de efímeras.)
lunes 09 de noviembre de 2020, 09:17h
AZORÍN Y LOS ARTRÓPIDOS, por José Biedma López

Los lectores de Azorín saben cuánto amaba el levantino el campo y a sus moradores. El pequeño filósofo enjaulado en un apartamiento de la Gran Capital, de cronista de Cortes, añoraba los espacios abiertos y el huerto levantino. Conocía a las pequeñas criaturas por sus nombres, a la araña de jardín de diadema y cruz plateadas, la llamaba epeira: “se mueve lentamente, con movimientos suaves y elásticos, por los sutiles hilos de su malla”. No adivinaría mi tocayo que, después de su muerte en 1967, una enorme telaraña invisible de ondas y ondillas, de satélites y puertos “web” (malla, red) cubriría en breve las tierras y los océanos de todo el mundo, telemáticamente.

A la araña casera de techo le llama teridio (Parasteadota tepidarium) y se entretiene en describir cómo le cae sobre el libro que lee en la terraza y de qué manera, descendida de su hilo invisible, se ha detenido sobre la página indecisa, amarillenta, grisácea, del tamaño de un grano de mijo. Azorín acaricia a la bestezuela de ocho ojos y ocho patas para ver cómo se repliega para fingirse muerta. ¿Para qué seguir leyendo? -se pregunta. Ningún libro podrá enseñarnos lo que la Naturaleza en una hora. Examinad árboles, tierra, agua, cielo…, y a sus pequeños habitantes. Recordad que Luciano y Machado escribieron el elogio de las mosca, ningún animal es tan fiel compañero del hombre.

Levantad la gran piedra y veréis cómo os desafían los estafilínidos negrísimos elevando sus abdómenes como obeliscos y cómo los gloméridos, esos “bichos bola”, crustáceos supervivientes de edades remotas, pliegan con geométrica precisión sus doce segmentos y esconden a la perfección sus diecisiete pares de patas. ¿Cabe concebir una vida más filosófica? Expansión y concentración, extroversión y recogimiento -como aconsejaba Baudelaire, aunque no practicara-, ese es el secreto de la vida: darse, abrirse, para cerrarse y recogerse a tiempo. Andar peregrino y volverse esfera, sabiendo cuándo y en qué medida uno se va de marcha, o se aquieta.

Luego deambula el Pequeño filósofo al estanque o a la alberca, donde se maravilla con la sociedad de los ditícidos y sus evoluciones náuticas. Esos escarabajos –como sus colegas las chinches acuáticas- dominan agua, aire y tierra: nadan, vuelan y andan. Han logrado aliar fuerza y belleza. Acorazados, no temen nada y se lanzan veloces sobre la víctima, en un abrazo la sacrifican eficazmente, y la devoran. Del admirable pueblo de las abejas destaca Azorín que las generaciones viejas, cuando han rematado las obras de sus ciudades, las dejan en poder de los jóvenes y se marchan hacia lo desconocido, acaso hacia la muerte.

No obstante, las arañas son para el autor nacido en Monóvar (Alicante) los seres más fuertes y universales del planeta. Las hallarás en todas partes, incluso en el agua: vuelan, saltan, nadan, bucean, minan, paralizan, envuelven…, envenenan. Describe la habilidad, audacia y elegancia con que una tegenaria acaba con la vida de un saltamontes de fuertes mandíbulas. No se da en las razas humanas una vitalidad tan amplia.

Cree Azorín que la tierra se ha hecho para ellos: arañas e insectos, a los que llama “artrópidos” (además de arañas e insectos, el grupo Artrópodos incluye también a crustáceos y miriápodos). Les atribuye un millón de especies. Hoy sabemos que son muchas más. De todas sus ventajas biológicas, el Pequeño filósofo destaca el orden de su vida, tan especial. Me explico. Nosotros los humanos somos primero niños, luego mocicos y al final viejos decrépitos. La escasa plenitud madura de nuestras energías coincide con el comedio de nuestra existencia. Mas cuando tenemos aún la fuerza nos falta el conocimiento, y cuando ganamos experiencia y sapiencia, entonces nos falta la fuerza, e impotentes buscamos consuelo en el recuerdo y nos amarga el espectáculo de la necia pujanza temeraria de la juventud, que nos rodea o nos aparta. Es patético o, mejor dicho, trágico.

¡En los insectos no se da esta ordenación absurda y dolorosa! Ellos son primero viejos, seniles, perezosas orugas que se retuercen sobre su alimento y cuyas espinas urticantes hacen las veces de gruñidos y quejas seniles. Luego son menos viejos, transformados en “ninfas” y, al cabo, entran por metamorfosis parcial o total en el tesoro de la juventud triunfadora. La mayoría acaban celestiales, perfumados y elegantísimos como ángeles alados, a veces sólo aptos para libar flores, para el cortejo y el amor, la cópula y la puesta. Es verdad que esta fase es muchas veces efímera, como la existencia de las llamadas así, “efímeras” (epi hemera, por un solo día), cuya vida sólo dura un par de horas o de jornadas. ¡Qué importa! ¿Quién ha demostrado que una vida más larga sea mejor que una vida más alta? Según Azorín, los insectos mueren en plena juventud, sin amargura, sin culpas, sin añoranzas abrumadoras.

Acaba la jornada de contemplación meditativa y llega el crepúsculo para el escritor y Pequeño filósofo naturalista: zumban todavía hacia el refugio de las ramas altas los escarabajos dorados (cetonios); la ambarina escolopendra se desliza hacia su guarida por entre la hierba; cantan las ranas y el autillo llama a su pareja desde el ciprés bicentenario…

Y en ese momento augusto, en la soledad y el misterio del campo, vosotros, hombres terribles, hombres sabios, ante estos seres minúsculos os sentís acaso un poco tristes, y desecháis para siempre la idea de que sois el centro de la Creación.

(Azorín. Tiempos y cosas. “Segundo curso abreviado de pequeña filosofía”, 1982)

A Azorín, esta idea antropocéntrica, soberbia, presuntuosa, vétero-testamentaria, del hombre como centro del universo, le parece tan errónea como perturbadora. Sin duda está en el origen de una inmensa responsabilidad y de una grandísima culpa. Sin embargo, algo resta de ella, en serena y misteriosa verdad, en el humanismo clásico, porque el hombre es un microcosmos, un universo en miniatura. Todas esas complejidades de los “artrópidos” se dan también en nosotros, los homínidos, participamos de ellas, aunque sólo sea porque al interesarnos por ellas las sublimamos, las concebimos, las interpretamos y, en última instancia, también luchamos por conservarlas y aprender de los pequeños habitantes del campo para mejorar nuestra suerte.

Del autor:

http://signamemento.blogia.com/

http://jose-biedma-de-ubeda.tumblr.com/
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