Quizás por ese asombroso don, la luciérnaga que cada noche iluminaba la despedida de los chicos más rezagados del barrio, decidió pasar el resto de sus días junto a una niña soñadora que siempre sonreía mientras veía cómo sus vecinos jugaban hasta que llegaba la noche en la plaza de la iglesia.
-Quiero soñar contigo- le dijo entonces la luciérnaga- y la niña, dibujando una sonrisa en sus labios, la tomó entre sus dedos y la introdujo en uno de los bolsillos de su peto, el que estaba más cerca de su corazón.
Hoy la niña quiere escribir una carta de amor, pero ella no entiende de esas cosas, pues son cosas de mayores. Se lo ha dicho a la luciérnaga, y las dos, delante del escritorio, a la luz evanescente de unas alas transparentes, han comenzado a tejer una esmerada puntilla con encaje de palabras.