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CONOCER EL FUTURO, por José Biedma López
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CONOCER EL FUTURO, por José Biedma López

jueves 01 de febrero de 2024, 08:35h
CONOCER EL FUTURO, por José Biedma López

El jesuita Fernando Castrillo, gaditano como el Carnaval, publicó en 1649 una “Magia natural o Ciencia de Filosofía Secreta (u oculta)”. En su tratado tercero trata los misterios de la Naturaleza y se pregunta si en el Paraíso Terrenal hubo un verdadero Árbol de la Vida y si la ingestión de sus frutos tenía por efecto eternizar el alma. Desmiente a Orígenes, quien creyó que ese Árbol sólo era un símbolo. Según Castrillo, el árbol fue realísimo. Tres efectos producía el Árbol de la Vida: la hacía robusta y fuerte; perpetuaba salud y juventud; y conservaba la vida humana alegre y apacible, porque quitaba al corazón las ocasiones de tristeza: enfermedad, debilidad y vejez. El Árbol de la Vida defendía de la Muerte a nuestros primeros padres en su prístino estado de inocencia.

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Castrillo se pregunta más adelante sobre el otro árbol del Paraíso, el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, y por qué se le puso ese nombre. Dicen los hebreos que este árbol regalaba razón al hombre que no la tenía. El jesuita gaditano, capellán del Duque de Medina Sidonia, refuta esta opinión afirmando que Dios creó a Adán y a Eva “en edad perfecta” y con entero uso de razón, e incluso “con el lustre de las ciencias naturales”. Recuerda que el historiador Flavio Josefo pensaba que este árbol acrecentaba el ingenio natural, ¡pero entonces no ve Castrillo razón para que Dios prohibiera a nuestros primeros padres comer sus frutos! Más ingenio, más perfección. Cree que no se llamó “Árbol de la Ciencia” en el sentido que le dio el Demonio a la palabra “ciencia”, incitando a Eva a comer de él, pues díjole que le proporcionaría conocimiento científico de lo futuro, saber por el cual gozarían de toda felicidad y se harían semejantes al mismo Dios. Y en esto mintió la Serpiente, “por prometerles una cosa naturalmente imposible”.

El Árbol de la Ciencia se llamó así –según resuelve Castrillo- porque al comer su fruto supo Adán la diferencia que habría entre la felicidad y el bien que gozó, antes de haber pecado, y conocería la infelicidad y el mal que padecería después. Pero ¿cómo podrían haber elegido el mal si no lo conocían, si no sabían distinguirlo del bien? El jesuita es sutil superando esta famosa petición de principio. Dice que Eva y Adán podrían tener “noticia especulativa de semejante materia” (el mal), pero que les faltaba práctica. O sea, que sabían del mal en teoría, sin conocer los efectos corrosivos de las malas acciones.

En su tratado sobre la Ciencia del bien y del mal (2007), Javier Echeverría recuerda que la Serpiente “el más astuto de todos los animales” se enteró por Eva de la proscripción divina y contradijo al Creador: “de ninguna manera moriréis; es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. Estos ojos que se les abrieron fueron sin duda los ojos metafísicos, los del espíritu, los del entendimiento, porque los otros, los ojos físicos, ya los tenían bien abiertos. Fue Eva la que vio que el Árbol prohibido era excelente para lograr sabiduría. Y es que no hay vida humana sin deseo de conocimiento. Eva prefirió el conocimiento a la simpleza de la sumisión. Ejerció la libertad. Sintió el deseo de saber; ¡fue la primera filósofa!

Como dijo Salustio, estos cuentos, que no sucedieron, son para siempre. De esas constancias trata el mito, de los misterios del principio y el final, del bien y del mal, de las paradojas de la libertad, ese milagro y esa carga. Dejemos a un lado el espinoso problema de por qué Dios creó a la Serpiente, es decir, por qué un ser todopoderoso y bueno diseñó el mal. O –prescindiendo de la figura del Hacedor- la cuestión de por qué en la Naturaleza hay que matar para comer…

Es evidente que el conocimiento nos perfecciona. El historiador y filósofo suizo Jacob Burckhardt (1818-1897), mentor de Nietzsche, llegó a decir que el conocimiento es lo único que puede redimirnos (redención en vez de condena, por mucho que la curiosidad pueda matar al gato). Sin embargo, el conocimiento tiene limitaciones que nacen de nuestra misma capacidad y libertad inventora. ¿Es posible prever al cien por cien lo que va a pasar?, y sobre todo, ¿es deseable conocer el porvenir?

Burckhardt lo niega rotundamente y tilda de necia nuestra impaciencia por escrutar el futuro. Imaginad –dice- a un hombre que supiese de antemano el día de su muerte y la situación en que le tocará palmarla, o a un pueblo que fuese capaz de adivinar por adelantado el siglo de su desaparición. La consecuencia sería un caos de todas las voluntades y aspiraciones, las cuales sólo se desarrollan cuando hombres y pueblos actúan “ciegos”. Un porvenir conocido de antemano es contradictorio. Un conocimiento así no sólo no es deseable, sino que es imposible. Primero, porque nuestros conocimientos están siempre contaminados de esperanzas y temores; segundo, porque desconocemos las fuerzas latentes, tanto materiales como espirituales, que pueden de pronto transformar el mundo.

Castrillo tenía razón: La Serpiente mentía. El futuro no está construido. Por decirlo poéticamente: el futuro reposa en las rodillas de los dioses. Puede saberse bien poco o nada de lo que está por hacer. No hay prospectiva segura. Toda mántica es superstición indigna, porque nos ata a un destino del que no seríamos responsables. Por eso hemos de aceptar con valentía el riesgo de vivir y la angustia de no conocer qué pasará, asumiendo el esfuerzo y la discreción de ejercer nuestra libertad para que no suceda lo peor, ya que, al menos en parte, el porvenir depende de nuestras decisiones y del trabajo de nuestras manos, de las de todos y de cada uno. Por eso es obligatorio explicarse y responder de lo que hacemos mal.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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