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SANTA INSENSATEZ, por José Biedma López

SANTA INSENSATEZ, por José Biedma López

martes 26 de septiembre de 2023, 08:20h
SANTA INSENSATEZ, por José Biedma López

La Iglesia católica celebra cada cuatro de octubre a San Francisco de Asís, modelo de santidad que falleció el 16 de julio de 1228. Su ejemplo de sencillez y fraternidad le ha hecho también admirable para espíritus inquietos de otras religiones, o de ninguna. Su apelación a la pobreza voluntaria reverdece hoy con las propuestas de simplicidad natural de Henri Thoreau, autor de Walden o Vida en los Bosques (1854), uno de los padres de la literatura usamericana, creador del concepto ético de “desobediencia civil” con su oposición a la guerra mexicano-usamericana y su rechazo de la esclavitud. Los escritos de Thoreau inspiraron a Tólstoi, a Gandhi y a los jipis con el conato de su “retorno a la naturaleza”.

SANTA INSENSATEZ, por José Biedma López

El amor de San Francisco por las otras “criaturas” señalan al de Asís como un pionero del conservacionismo ecológico, no sin razón fue nombrado por Juan Pablo II “Patrono del Medio Ambiente”. La Leyenda escrita por su seguidor San Buenaventura, “Platón de la Edad Media”, lo pinta predicando a las aves y amansando lobos. Los animales no le temían y él se hermanaba con bestias y florecillas.

Doña Emilia Pardo Bazán dedicó a San Francisco una voluminosa y muy erudita obra en la que no sólo trata de su vida y doctrina, sino también y por extenso de la gran inspiración que promovió no sólo en la vida religiosa, sino en toda la sociedad, las ciencias, las artes y muy especialmente en la poesía, hasta influir en la gran epopeya dantesca: la Divina Comedia, cima y compendio de toda la espiritualidad medieval.

Muy digno de estudio entre los poetas de la orden franciscana es Jacopone de Todi. Doña Emilia, contra la opinión de Menéndez Pelayo, no duda en atribuirle la autoría del Stabat Mater Dolorosa, poema oracional que expresa con versos rotundos e inspiradísimos los sufrimientos de la Madre ante los padecimientos atroces del Hijo en su calvario. Aunque Menéndez Pelayo consideraba anónimo el poema latino, lo llama “la mayor elegía del cristianismo” en la que viven y palpitan “todas las dulzuras y regalos que pudo inspirar, no a un hombre, no a una generación, sino a edades enteras, la devoción de la Madre del Verbo”.

Sobre el Stabat Mater se han escrito cerca de doscientas composiciones en diversas épocas y estilos: Palestrina, Pergolesi, Vivaldi, Haydn, Scarlatti, Rossini, Boccherini, Liszt, Verdi, Dvorak…, todos estos y muchos más han hecho del poema de Jacopone o lauda o motete, himno, oratorio, antífona… A lo largo de mis años de melómano, que van siendo bastantes, he coleccionado discos con el Stabat Mater, primero vinilos, luego cintas y compactos. Las interpretaciones barrocas han sido las que más me han conmovido, sin descartar desde luego la “pieza sacra” de Giuseppe Verdi, uno de sus testamentos musicales que completó en 1897 a la edad de ochenta y cuatro años.

Jacopone de Todi nació en 1236, sobre el valle del Tíber, cerca de Perugia, hijo de la noble familia Benedetti. Estudió Derecho en Bolonia y fue jurisconsulto y notario de renombre. Bien acomodado, tomó por joven esposa a Vanna, bella hija del conde de Coldimezzo. Formaban una estupenda e ilustre pareja y disfrutaban de la vida, pero un día de feria ocuparon un palco y este se desplomó con gran estrépito. Entre los palpitantes cuerpos revueltos Jacopo de Benedetti sacó en vilo el de su mujer. Al querer desajustarle el vestido a su gentil compañera para intentar que respirara, descubrió que portaba un cilicio (disciplina penitencial que era común en aquellos años de pestes, cruzadas y mortificaciones propiciatorias). De nada sirvieron sus desesperados cuidados; espiró en sus brazos y enseguida conoció que no estrechaba más que un cadáver.

Entonces Jacopo se entregó a extravagancias tales que lo tuvieron por orate. El famoso abogado e influyente ciudadano, señalado con el dedo por lo granujas en la calle, convirtieron su nombre en el despectivo Jacopone, “Jacobo el loco, el insensato”. Vendió bienes y casa, repartió a los pobres, vistió andrajos y fue objeto de mofa. Asiste a la boda de una sobrina untado de miel y emplumado, le piden explicaciones y contesta: “quiero ilustrar nuestro nombre con mi demencia”. En otra fiesta se presenta andando a cuatro pies, cinchado y aparejado como asno, entristeciendo a los espectadores que recuerdan su clara inteligencia. Un pariente le regala dos pollos y Jacopone los despluma y deposita en el mausoleo de la familia “pues, ¿cuál es tu casa sino esa que has de habitar por toda la eternidad?”

Las imposturas y boutades de Jacopone las trataríamos hoy como síntomas de síndrome postraumático. Pero en aquel paradójico siglo (contradictorio por tenebroso y luminoso a la vez, violento y manso, sórdido y místico), las locuras de Jacopone fueron también tenidas por penitencia ejemplar y desprecio del mundo, “enemigo del alma”. Las gentes sencillas se fueron congregando para oírle censurar vicios y satirizar tropelías de los poderosos, incluido un papa. Tras diez años dando la caña con sus comportamientos anómalos, se hizo “terciario”, de la Orden de los Hermanos y Hermanas de la Penitencia creada por san Francisco y que admitía clérigos y laicos, varones y mujeres, célibes y cónyuges con tal de que se deshicieran de los bienes mal ganados, pagaran deudas, perdonaran a los enemigos y cumpliesen los mandamientos. Quiso ingresar en la Orden de Menores; los frailes recelaban de su extraño proceder, pero Jacopone escribió dos poemas, uno en latín y otro en italiano vulgar que por fin le abrieron las puertas del convento franciscano. De contemptu mundi declama la vanidad del mundo y de los goces efímeros de la Tierra. En el poema escrito en romance despunta genial su rusticidad semi-plebeya, aquella pujanza y franqueza en el sentir –dice Pardo Bazán-, aquella originalidad ardiente y sin freno: “Escuchad, escuchad una nueva locura que a las mientes se me vino. Quisiera estar muerto, porque viví mal. Dejo los goces del mundo y tomo mejor camino. Quiero probar si soy o no soy hombre: negarme a mí mismo y llevar la cruz para hacer locura duradera. Diré cómo ha de ser esta locura: me confundiré y me mezclaré con hombres indoctos, que desbarren, que desbarren con santa insensatez”.

Un misticismo así trasciende toda ciencia, como dirá en sus versos Juan de la Cruz siglos más tarde, aspira a granjearse una contemplación sencilla y directa del misterio tremendo como elevación a la presencia del Creador en su creación. Al borde del quietismo lo sitúa Pardo Bazán. Japopone soslaya los razonamientos alambicados de teólogos y filósofos, sempiternos disputadores; desprecia las grandes cuestiones universitarias que debaten doctores dominicos y franciscanos en París, se olvida de la ciencia natural deficiente que apaga con frases huecas y con pomposas definiciones la sed inextinguible de verdad que abrasa a las almas mejores. Un misticismo así pone los labios en la fuente eterna: el amor, y exige que nos hagamos párvulos para poder entrar en el Reino de los Cielos.

Jacopone, por pura humildad (hoy hablaríamos de “masoquismo”), rehusó el sacerdocio y vagaba por el campo abrazando árboles y rocas. Derramaba abundantes lágrimas y, si le preguntaban por qué se lamentaba, respondía: “Lloro porque el Amor no es amado”.

Hoy desconfiamos con motivo de los “ultramundanos” que nos prometen el Paraíso en el Cielo, más allá de esta vida; y también de quienes nos anuncian el Paraíso en la Utopía, un futuro remoto más allá de todo presente (y de toda presencia libre), un Futuro que nos exige incluso el sacrificio de la realidad (porque “el futuro dura mucho tiempo”, como tituló Althusser su autobiografía). Sin embargo, en el siglo XIII ya se elevaban catedrales góticas siguiendo el modelo de San Denís con sus arcos apuntando al Cielo, sus bóvedas estrelladas y sus luminosas linternas y vidrieras. Ningún siglo representa mejor que el decimotercero (que en algunos aspectos anticipa el Renacimiento) la elevación del espíritu cristiano, tanto en lo emotivo como en lo intelectual, con sus grandes Sumas, que son en lo intelectual lo que las catedrales góticas en lo artístico, su poesía arrebatada y sus rigurosas discusiones lógicas sobre los órdenes de las ideas.

Tal vez por eso Doña Emilia Pardo Bazán (1851-1921) dedicó tantos esfuerzos y horas a estudiar, rescatar y despejar los pensares y sentires de aquellos frailes góticos, simbiosis cristiana de lo greco-romano y lo bárbaro, y por eso consideraba su extenso y doctísimo trabajo sobre San Francisco de Asís y la Europa del siglo XIII (1882) una de sus obras más logradas. Todavía hoy es prueba de la genialidad de la cultísima gallega su capacidad para recrear imaginativamente aquellos tiempos, ambientes y personajes del pasado, su extraordinario dominio de la lengua española y su prodigioso acopio de información histórica y literaria.

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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