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EL ASNO DE BURIDÁN, DECIDE, por José Biedma López

EL ASNO DE BURIDÁN, DECIDE, por José Biedma López

lunes 31 de julio de 2023, 08:36h
EL ASNO DE BURIDÁN, DECIDE, por José Biedma López

Juan Buridán (1290-1358 aprox.) fue un seguidor eminente de Guillermo de Occam, filósofo este al que resucitó el actor Sean Connery en El nombre de la rosa, película basada en la célebre novela del filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco. A Occam se le atribuye el invento de una famosa navaja utilísima, que aplican los científicos para acreditar como mejor la explicación más simple, es decir la hipótesis o teoría que supone menos entidades.

En el magisterio de Buridán, dos veces rector de la Universidad de París, eran frecuentes las comparaciones con animales como el burro y el perro. Un asno ha acabado por llevar el nombre del lógico francés, por título de un famoso tópico o dilema filosófico. La bestia de Buridán tiene que elegir entre dos balas de heno idénticas e, incapaz de decidirse a comer de una, muere de hambre. ¿Les puede pasar esto a los hombres? ¿Y a las naciones?

El apólogo del asno de Buridán es interesante porque compromete la delicada y complicada cuestión de las relaciones entre inteligencia y voluntad, entre el saber y el querer. ¿Actúa nuestra voluntad sólo en función de los cálculos de nuestro intelecto? Puede que sí y tal vez sea lo más seguro, decidir racionalmente; obligados a elegir entre votar al candidato X o al candidato Y, podemos leer los programas de sus partidos, hacer una lista con lo que entendemos que son los pros y los contras si se aplicasen, sumarlos, compararlos, y decidir en función de los males o bienes que pensamos que comportaría la aplicación de los citados programas.

¿Quién vota así? Alguno habrá, rara avis… Sin embargo, si la voluntad está completamente determinada por el cálculo, entonces no podemos hablar de voluntad libre ni de libre albedrío. Nos comportaríamos como computadoras. Además, imaginemos que los pros y los contras de ambas opciones electorales (eliminadas las demás por demasía de contras y escasez de pros) suman lo mismo, en ese caso lo racional sería abstenerse. Un hambriento que tuviese a su disposición uno y sólo uno de dos chuletones idénticos moriría por un bloqueo intelectual de su voluntad. Puede ser de hecho que un tipo o una tipa se angustien dramáticamente ante el dilema de escoger entre dos novios o amantes porque –como cantaba Machín- se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco, amarlas de distinta forma aunque con idéntica intensidad. ¡Otra cosa es que se pueda servir a dos señoras al mismo tiempo! Todas las bigamias acaban mal, al menos en nuestro mundo de universalización de derechos y libertades.

Ya que es evidente que ningún hambriento morirá como el asno de Buridán, salvo que esté loco, podríamos aceptar la conclusión de Aldous Huxley: que la inteligencia y el raciocinio no son suficientes como auxiliares de la voluntad, aunque eso no nos deba hacer caer en el voluntarismo, tan peligroso políticamente porque acaba negando la realidad, vuelto caprichoso, totalitario e irracional. Puede que la razón no sea suficiente, pero es lo mejor que tenemos para barajar nuestras vidas, aunque -como insiste Javier Echeverría- los valores no sólo se expresen en forma de ideas y cálculos.

Camilo José Cela escribió que el asno de Buridán ilustra la miseria que acecha a los indecisos. El síndrome de la parálisis en que incurren el bígamo, la bígama o el asno indeciso, ejemplifica los límites del intelectualismo ético. En el siglo XX se ha tratado de resolver la aporía mediante el llamado “decisionismo”, ya preconizado muchos siglos antes por Aristóteles: ninguna acción verdaderamente voluntaria, es decir, propiamente humana, puede prescindir de una deliberación intelectual sobre cuál de las dos acciones es mejor. Si falta la deliberación, la voluntad actúa a tontas y a locas, o instintivamente, y los instintos nos equivocan muchas veces, pero aciertan otras. El asno le hincará el diente al heno y el hambriento al chuletón, pueden que no sean muy inteligentes sus decisiones, pero aman la vida, no son estúpidos.

Y es que actuamos más por impulsos inmediatos y creencias que por convicciones o cálculos racionales. La razón práctica atiende muchas veces a lo que debería haber más que a lo que hay. La virtud de la prudencia (phrónesis) ha venido sufriendo a lo largo de la Edad Moderna un irreversible proceso de erosión, que ya detectó el aragonés Baltasar Gracián. La prudencia, el actuar con juicio y conocimiento valorando medios y fines, acabó por convertirse en simple astucia, la cual se encarga de regular en provecho propio nuestra interacción con el resto de seres humanos.

¿Cómo pueden actuar de acuerdo a estos “consejos de sagacidad” –como los llamó Kant-, que son propios de la astucia, unos padres con respecto a sus hijos? Primero, no engendrándolos (pues de hacerlo las cuentas nunca salen a favor); segundo, si incurrimos en “la torpeza” de reproducirnos, abandonándolos a otros como la cuca, o sobornándolos con regalos para que no nos roben atención, vigilancia y tiempo.

La prudencia ha devenido racionalidad estratégica como la que aplicamos en el ajedrez, en cuyo tablero la intención franca es comerse a la dama del rival y controlar su cerebro (el rey); de no ganar, queda la posibilidad de “escaquearse”, es decir salirse de “los escaques” donde se celebra la batalla. Es como romper la baraja. Esta “racionalidad instrumental”, egoísta, individualista y posesiva, más pendiente de medios que de fines, ha sido duramente analizada por las filosofías de la Escuela de Frankfurt y por otras corrientes críticas del siglo XX.

El filósofo malagueño Javier Muguerza distingue entre las “reglas de la habilidad”, los “consejos de la sagacidad” y los “mandatos de la moralidad”, según atendamos preferentemente a lo útil, lo placentero y gustoso, o a lo bueno en sí y conveniente para todos, es decir, según apuntemos a lo más digno. La ética no nos habla de poderes ni de utilidades ni de placeres, sino de dignidad. Mas, ¿cuántas veces estamos dispuestos a sacrificar la dignidad en pro del poder, lo útil o lo gustoso? Los imperativos morales no mandan hipotética ni subjetivamente como los consejos de la astucia y las reglas marrulleras del pícaro: “haz esto si te gusta o cumple los mandamientos si quieres salvarte”, sino que los mandatos éticos obligan objetivamente: “Haz lo que debes, te guste o no”, “haz lo más honrado que puedas hacer, siempre y en cada momento, te dé placer o no, incluso si implica esfuerzo y sufrimiento”.

Claro que ahora que el abuelo anima al nieto a ser honrado y a cumplir con su deber, le guste o no le plazca, este, “el enano” incansable, puede preguntarle (con esa sana obsesión que tienen los niños por saber los fundamentos de lo que decimos y las causas de lo que contamos): “Abuelo, ¿por qué perdonar las ofensas es más digno y honrado que meterle los dedos en los ojos o escupir al que nos ofende?”.

Ante una pregunta así podemos ponernos eruditos recordando a dos gigantes del pensamiento y, parafraseando a Schopenhauer, replicarle: “Predicar la moral es fácil, pero fundamentarla es difícil”; o bien reconocer con Wittgenstein que la ética no puede matematizarse ni convertirse en ciencia, pero que, no obstante, es la tendencia más noble del espíritu humano.

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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