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Macho de Eucera, abeja longicorne
Macho de Eucera, abeja longicorne

MOLOCH, SEÑOR DE LA GUERRA, por José Biedma López

lunes 01 de mayo de 2023, 09:43h
MOLOCH, SEÑOR DE LA GUERRA, por José Biedma López

Destruir siempre es más rápido y fácil que construir. Negar más fácil que afirmar. Los niños empiezan negando, diciendo no. Siguen durante la adolescencia, se oponen como arrancándose con un buril la costra de costumbres que les sobra para dar figura a una personalidad incierta y, para más dificultad, también dinámica. Pero el entendimiento humano maduro también tiene razones para decir No. ¡Y no! No hay razones que justifiquen ya la guerra.

MOLOCH, Copia deLjesuita Athanasius Kircher, Roma 1652.
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MOLOCH, Copia deLjesuita Athanasius Kircher, Roma 1652.

Y mucho menos razones filosóficas. Kant se dio cuenta de que el conflicto, “la insociable sociabilidad” del humano, incluso su vanidad codicia eran poderosos incentivos para que la humanidad se desarrollara y agrupara en unidades cada vez más grandes y civilizadas. Sin duda es una paradoja y una contradicción eso de “la solidaria insolidaridad” de los hombres. Pero así de contradictorios somos; estamos dispuestos a vivir juntos, pero no revueltos como las abejas. Y necesitamos un poder superior que nos anime a cumplir las leyes:

“El hombre es un animal que, cuando vive entre sus congéneres, necesita de un señor. Porque no cabe duda que abusa de su libertad con respecto a sus iguales (…) Necesita de un señor, que le quebrante su propia voluntad y le obligue a obedecer a una voluntad valedera para todos” (Idea de una Historia Universal en sentido cosmopolita, Sexto principio, 1784)

Así, la pelea entre clanes primitivos se resolvió con la formación de la tribu. Las escabechinas entre tribus fueron superadas por su unión en poleis (ciudades). Atenas aún recordaba el origen tribal de su población; un ateniense mantenía su inserción en una de las cuatro tribus; la tribu (φυλή) seguía siendo importante a efectos de distribución militar y formación de tribunales. Las ciudades declinaron cuando fueron sujetas al poder de los grandes Imperios: el de Alejandro Magno, luego el de Roma… España tuvo el suyo, que fue el primer imperio con ambiciones globales; en el de Felipe II no se ponía el sol.

Kant fue un filósofo genial y se percató de que era la misma insociabilidad de los hombres la que obligó a estos a entrar en comunidad; es el miedo a que nos injurien lo que nos hace en general prudentes y amigos de la justicia. Comprendió que los Estados modernos se encontraban en la misma “desembarazada libertad” que obligó a los individuos primitivos a entrar en una situación civil legal. Avanzó que ello obligaría a los Estados a un rearme incesante, provocaría devastaciones enormes, agotamiento de recursos, secretismo…, hasta que la razón les inspirase sin necesidad de tan tristes experiencias a escapar del estado sin ley de los salvajes y entrar en una Unión de naciones, en la que aún el Estado más pequeño pudiese esperar su seguridad de esa gran “Federación de naciones”, de su “potencia unida” y de su decisión según leyes de la voluntad cosmopolita.

Eso pensaba, escribía y publicaba en 1784 el alemán. Y en ello estamos todavía, después de un siglo XX de desastres genocidas y amenazas de destrucción mundial del género humano. Kant no se hacía ilusiones, pues sabía que el hombre y los Estados (“dioses en la tierra” como dijo de ellos Hegel) sólo someten a leyes su “brutal libertad” cuando se asustan ante un poder superior, es decir, sólo renuncian a la arbitrariedad de desenvolver violentamente sus instintos –o los de sus dirigentes- si a cambio obtienen tranquilidad y seguridad.

Así pues, todas las guerras fueron, hasta los tiempos de Kant, otros intentos (al menos en “La Intención Secreta de la Naturaleza”) de formar nuevos cuerpos cada vez más ecuménicos o cosmopolitas. Y lo mismo que los átomos forman agrupaciones estables que se mantienen a sí mismas, Kant suponía que la Naturaleza conducía a nuestra especie, a través de las tragedias y horrores de las guerras, desde la animalidad más baja hasta el nivel máximo de Humanidad, hacia una Comunidad Internacional que permitiese el desarrollo armónico de todas nuestras facultades. Profetizaba el filósofo que antes de que la Humanidad diese ese último paso pacificador, es decir antes de que alcanzase la “paz perpetua” padecería “los peores males bajo la apariencia engañosa de nuestro bienestar”:

“El arte y la ciencia nos han hecho cultos en alto grado. Somos civilizados hasta el exceso, en toda clase de maneras y decoros sociales. Pero para que nos podamos considerar como moralizados falta mucho todavía (…) En tanto que los Estados sigan gastando todas sus energías en vanas y violentas ansias expansivas, constriñendo sin cesar el lento esfuerzo de la formación interior de la manera de pensar de sus ciudadanos, privándoles de todo apoyo en este sentido, nada hay que esperar en lo moral; porque es necesaria una larga preparación interior de cada comunidad para la educación de sus ciudadanos; pero todo lo bueno que no está empapado de un sentir moralmente bueno no es más que pura hojarasca y lentejuela miserable” (Ibidem, “Séptimo principio”).

Kant sabía que el mismo desarrollo tecnológico de la guerra disolvería cualquier sentido épico o heroico de la misma. Serían las poblaciones civiles las que lo pasarían peor y el esfuerzo económico para emprender guerras y mantenerlas las haría cada vez más ruinosas e inútiles, incluso desde la perspectiva del progreso económico. Su resultado sería cada vez más imprevisible aun para la potencia superior. Baste recordar el resultado de la guerra de Vietnam, el reciente desastre de Irak o de Libia, o mirar el actual de Ucrania, Sudán, etc.

En Londres –recordaba Baroja con duro sarcasmo- no hay ningún monumento que explique ni que conmemore el hermoso sistema con que los ingleses exterminaron a todos los habitantes de la Tasmania, sin dejar uno. En cambio, los franceses escribieron en su arco del Triunfo como glorias gabachas las ciudades españolas, italianas, alemanas, austríacas y rusas que sus ejércitos napoleónicos saquearon y arrasaron. Resulta increíble que el capricho de un ambicioso y sus adláteres siga provocando el entusiasmo de las multitudes, en lugar de su repudio y vergüenza. Hordas uniformadas contra hordas serán siempre las guerras. El peor la hace mejor. Y sorprende la fuerza de sugestión de los Gobiernos, que llegan a inculcar en sus ciudadanos la idea de que el individuo no es nada y que el Estado, la Nación, lo es todo.

A Baroja esta idea le traía a la imaginación el sistema de constitución política de las abejas. Esos himenópteros parientes de las avispas y de las hormigas suelen ser, como estas, símbolo de laboriosidad, pero quien conoce el orden inflexible de hormigueros y colmenas sabe -como el escritor donostiarra- que su disciplina es tan terrible como cruel. Un Estado prepotente que dispone a su antojo de las vidas de sus ciudadanos es como un Moloch diabólico que ordena sacrificios, violaciones y matanzas; un ídolo en cuyo honor se queman niños vivos.

Frente a la utopía comunitarista de Platón (un “sueño de la razón”, como Sócrates dice en Politeía, y son sueños que producen monstruos), Aristóteles renuncia a reducir a los humanos a las leyes de los insectos, porque lo interesante de los humanos es la individualidad diversa y creadora. No se puede ser persona sin ser dueño de sí, lo que sin duda requiere una cierta autonomía de medios propios y libertades públicas.

Del autor:

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