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UN SABER PROBLEMÁTICO, por José Biedma López

 Acebo silvestre (Las Acebeas, Siles)
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Acebo silvestre (Las Acebeas, Siles)
UN SABER PROBLEMÁTICO, por José Biedma López

Lo largamos fácil, nos juzgamos y juzgamos a los demás sin darnos siquiera cuenta, pero el estatuto del juicio moral no está claro. Ha sido discutido y analizado por los filósofos desde hace milenios, y saben, eso sí, que “la ciencia del bien y del mal” es problemática, nada exacta. ¿Por qué es mejor perdonar que vengarse? Dos más dos son siempre cuatro, pero el homicidio, con ser un mal, no siempre es lo peor, de hecho, puede estar justificado por accidente inevitable o legítima defensa.

Se ha dicho que los juicios morales no admiten ni explicación ni demostración lógica, que sólo expresan sentimientos o implementan convenciones (¡ojo que lo convencional no tiene por qué ser arbitrario!), que sólo se pueden justificar ellos mismos, no sólo los actos a que refieren, en base a preceptos generales, sean estos la ley de Dios, las constituciones que pactamos, los contratos que firmamos, los “derechos del hombre” o el código de la circulación. El caso es que donde hay vida propiamente humana vivir es convivir, y la convivencia, para no derivar en guerra civil, exige reglas. Dura lex, sed lex! Puede que la ley no guste a todos, pero siempre será mejor vivir bajo su paraguas que a la intemperie.

Los emotivistas, desde su tradición escocesa (Hutcheson, Hume) han argüido que los juicios morales se basan en emociones y sentimientos: simpatía, benevolencia, compasión, asco… Si me hago vegano es porque experimento un sentimiento de disgusto comiendo carne, pero otros, sin embargo, sienten de manera diferente que “de la comida del grillo, poquillo”. Por lo tanto, será difícil alcanzar un acuerdo universal sobre lo correcto y lo debido si atendemos a la ingente –y a veces inhumana- diversidad de las emociones y los sentimientos. Entre otras razones porque no es raro que disfrutemos, esto es, experimentemos un sentimiento positivo, viendo caer o sufrir a otros.

Si los emotivistas tienen razón (valga la paradoja), sería sobre todo el miedo lo que nos haría prudentes moralmente, o la vergüenza lo que nos impediría comportarnos como sinvergüenzas. Pero es a todas luces imposible excluir la racionalidad de la vida moral como si la razón práctica no existiese, como si las razones no tuvieran ninguna fuerza obligatoria (ilocutiva o perlocutiva) o no nos indujeran a movernos y actuar de un modo u otro. Más que una razón lógica estática, lo que media en la moral es la dialéctica y la retórica en sus dimensiones dinámicas: discurso infinito, negociación, “conversación interminable” (esto dijo una vez Marina que es el amor) cuando quienes conversan apuntan al mutuo entendimiento y a lo razonable, sin mediar coacción, para conseguir una alegría o un bienestar compartidos. De ahí la obligación socrática de dar razón de lo que hacemos. Es decir, de justificar nuestro comportamiento.

Si es mejor tener alma grande (ser magnánimo) que tener alma de pulga (ser un pusilánime), entonces es mejor el perdón que la venganza, porque son las almas grandes las que perdonan. Sin embargo, es dudoso que el perdón (el super-don, le llaman) pueda considerarse un imperativo incondicionado y que deban siempre perdonarse las ofensas sufridas. Contra el hiperbólico mandamiento del “amor a los enemigos”, podríamos argumentar que un alma grande, precisamente porque lo perdona todo, ofrece un blanco de tiro fácil. El magnánimo, por decirlo así, tiene más chicha que comer que el pusilánime, más sangre para el vampiro. ¡Hazte de miel, y te comerán las moscas!

Nuestras creencias e ideas, sobre todo las morales, por abstractas o extravagantes que sean, provocan siempre consecuencias prácticas. Si uno adopta el evangelio pesimista y misántropo del maquiavelismo o piensa con Hobbes que el hombre es peor que un lobo para el hombre, se veda el derecho a protestar cuando sus hermanos o primos le obsequien con feroces dentelladas, ya que él mismo está dispuesto a propinarlas.

No obstante, si uno adopta el buenismo (“to er mundo es güeno”) pensando que no existen vampiros (económicos o sentimentales) y que todos sus semejantes son almas caritativas y empáticas que sólo actúan mal por algún trauma infantil que aún sangra o por desfavorecimiento social, uno no se salvará del sablazo del señorito o se echará confiado en los brazos de quien no lo merece. Y ya se sabe que la confianza mata al hombre.

Como se ve, la Ética (formación del carácter, êthos) reflexiona sobre la moral (mos, moris, en latín “costumbre”) mediante una casuística compleja, porque no hay mal que por bien no venga ni bien que no esconda males en su seno (o daños colaterales). “Hasta de estar a gusto nos cansamos” como decía mi abuela, que en paz descanse. Ya vio Aristóteles que no es posible teorizar sobre las costumbres sin involucrarse de algún modo en ellas, la ética nos compromete, porque lo que importa aquí no es lo que pensamos o teorizamos, sino que lo decisivo es lo que hacemos (“por sus obras los conoceréis”). Pero no sólo hemos de tener en cuenta los hechos, sino también los motivos, las circunstancias y sobre todo las intenciones. No obstante, el corazón del hombre tiene sus entretelas, y no es imposible que una misma acción envuelva dobles y triples intenciones. Por eso decía el luterano, esta vez con razón, que “el infierno está empedrado de buenas intenciones”. Y es que solemos engañarnos diabólicamente a propósito de cuáles sean nuestros propósitos verdaderos.

Como no hay algoritmos ni recetas para el animal que aspira a ser mejor de lo que es, única ambición que dignifica lo humano, o, por lo menos para el animal que aspira a no ser peor que una bestia, estará bien pensar en cada ocasión lo que hacemos, atendiendo a la fuerza de lo razonable, antes que a la razón de la fuerza, apuntando al bien común, a lo más conveniente para la mayoría, a lo apropiado y a lo justo (fin de fines), como aquellos honderos baleares, que entrenaban disparando a la luna y mejoraban con ello su puntería, sin alcanzar el satélite jamás. Porque el bien absoluto no está escrito en las estrellas ni en las constituciones, tampoco la felicidad, y de la Idea de lo perfecto sólo nos cabe un vislumbre, en este mundo imperfecto donde el mal y el bien se mezclan sin fácil remedio.

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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