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DIVIÉRTETE Y MUERE, por José Biedma López

DIVIÉRTETE Y MUERE, por José Biedma López
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DIVIÉRTETE Y MUERE, por José Biedma López
En su último libro de aforismos (no sé si tercero o cuarto de su colección Las Siete Bestias, porque tengo acorraladas en mi biblioteca sus tres fieras: Dolor, Ignorancia, Ambición), Emilio López Medina, quien publicó también en 2020 una novela: Así reía Saturnino, se ocupa de La Diversión (Thémata, 2021) para la corrección del espíritu de nuestra frívola edad, pero, conociéndolo como tengo la suerte de conocerle, supongo que también nos ha dejado esta excelente colección de aforismos y epigramas para mayor diversión creativa.

La palabra “diversión” parece indicar un abandonar eventualmente el curso laborioso de la vida, su versión seria, su obligatoria rutina, algo muy conveniente porque, como decía Séneca, “de vez en cuando da alegría enloquecer”. Sin embargo, en nuestra época muchos jóvenes –y no tan jóvenes- no buscan más “versión” de sí mismos que la feriada o fiestera. Se instalan en la juerga continua, si pueden.

Recuerdo cuando íbamos a la escuela en sábado y muchas tiendas y talleres abrían en domingo si hacía falta, porque hacía falta, había necesidad y aspiraciones. Se tenía fe y se ponía ilusión en el crecimiento de la propia industria. En aquellos tiempos se tenían hijos a mansalva y con valerosa determinación. Se decía que los hijos traían un pan bajo el brazo, porque, antes de lucir bigote o tetas, echaban una mano en casa, en el campo, en el negocio… ¡Eran tiempos en que ningún hijo se atrevía a juzgar o a reñir a sus padres! Los universitarios esperaban al sábado, la “fiebre del sábado noche”, para irse de fiesta. Ahora la fiesta empieza en jueves.

El trabajo es –decía Hegel- avidez contenida. Las generaciones anteriores fueron las que contuvieron su avidez, la de ahora es intensamente ávida de placeres y ferozmente consumista. Hace medio siglo se deseaba intensamente lo que no se tenía: radio, lavadora, televisor, enciclopedia, utilitario…, se era feliz con un seiscientos y una semana de vacación en el mar o la montaña. Se difería el deseo, este crecía, y cuando se satisfacía, la alegría era superior. Para divertirse viendo una película había que esperar una semana. La satisfacción inmediata, como la inmediatez virtual de la comunicación por wasap generan paradójicamente insatisfacción y malentendidos. Hastío, ya presentido como esplín por Poe, Baudelaire y otros poetas y profetas malditos. Tenemos una generación que, si no se disloca, se deprime rápido y hastía. ¿Exagero?

Los situacionistas como Guy Debord lo previeron: triunfo absoluto y totalitario de la sociedad del espectáculo. Ahora, todo es espectacular, hasta los accidentes de tráfico. La sociedad del entretenimiento divide a los humanos en segmentos de audiencia, en públicos divertidos y agentes divertidores. Estos últimos, estrellas fugaces, son los que más cobran por entretener. Los que no sirven para divertir aceptan un trabajo precario a fin de ser divertidos los fines de semana y fiestas de guardar. Pero el entretenimiento se consume diaria y masivamente a través de plataformas de streaming y tele-emisión incesante. La oferta marea, uno pierde más tiempo decidiendo qué ver, que viendo. Aunque tal vez ya ni veamos, sólo miramos; canaleamos relatos fragmentados y, por tanto, carentes de sentido.

Ha tenido que caernos encima una pandemia para que nos demos cuenta de lo que valen los oficios útiles del transportista, el repartidor, el cartero, el enfermero, el maestro, el médico, el agricultor, el fontanero, el peluquero, y hasta el enterrador…, lo que sirven y valen en comparación con el mequetrefe que da finas patadas al balón, la famosa que vende su intimidad en los reality-shows y los cantamañanas de bastos (sic) y ruidosos desconciertos multitudinarios.

La idiocia fiestera, la imbecilidad lúdica y el infantilismo beodo se han hecho estructurales. Su caricatura es la borrachera que acaba con el tonto reventado en balconing. Descalificado el amor romántico, por cursi y machista, pedimos a nuestros ídolos carismáticos y líderes políticos que al menos nos abran por unas horas los corrales de la diversión: los botellódromos. La salud tiene su importancia, desde luego, pero ¿para qué me sirve si no puedo divertirme?; el dinero resulta imprescindible porque no se reconoce más diversión que la que puede comprarse, por eso Los Ronaldos cantaban: “¡Adios papá, adiós papá, consíguenos un poco de dinero más!”. Incluso la aventura se consume domesticada, con arnés de deporte de riesgo.

Tal vez exagere Emilio cuando nos dice que la filosofía asumida por nuestra sociedad es retroceder al máximo de bestialidad sin romper el orden público. Y es que los humanos propenden mucho más a la idiotez con la barriga llena. Quien ha sido maleducado por la tele durante décadas no puede entender nada de la vida -afirma el autor galduriense. La clave es el infantilismo. Vivimos en un siglo pueril par excelence que, bajo ropaje de progresismo, retrocede al animismo y a la magia. No hay nada más que ver la proliferación de canales con cartománticas y brujos.

Ser el animal es lo mejor y, de ahí, al embrutecimiento. Como si fueran dibujos animados, las mascotas son besuqueadas, adquieren derechos (aunque no obligaciones) y ostentan nombres propios, mientras desconocemos el de la tía o el del viejito que malvive solitario en el piso de al lado. El antihumanismo posmoderno hace del hombre un lobo para el lobo, ¡pobre lobo!, animal tan injustamente perseguido, maltratado o extinguido por “la plaga humana”. En lugar del Ángel de la guarda, un horrible dinosaurio vela los sueños de nuestras escasas criaturas, condenadas a ser tan detestables, por humanas. Paradójicamente, Hobbes y Rousseau han triunfado, o malos por naturaleza o buenos por naturaleza, parece como si no hubiera nada que hacer con lo que somos.

El urbanita dice que ama la Naturaleza, pero el dominguero arrastra a ella todos sus ruidos, vicios y cachivaches. El animalista es tan inocente e infantil que cree que los pájaros cantan porque están contentos. Animales son las mascotas esclavas, pero también las pulgas, las garrapatas y esa comadreja feroz que degüella a todas las aves de un palomar por el gusto de su sangre caliente. Los animales no son ni buenos ni malos, sino eficaces supervivientes; inmejorable ladrona es la gata cuando está criando. No hay que reprochárselo, pero tampoco ensalzar al perro porque mueva el rabo por el plato. La necesidad carece de ley. Ni la naturaleza es edificante ni la vida justa. Muchos ven el colmo de la sabiduría como sagrado misterio en la mirada de su gato. Emilio ve idiotez, la de ese “desajuste que les impide percibir el más acá y el más allá de las cosas”. Y señala la paradoja de que antes lo civilizado era generar artificio y ahora es generar naturaleza, eso sí, una naturaleza bufonesca y castrada.

El libro de Emilio dedica jugosos aforismos a esa guerra divertida y relativamente inocua que es el deporte, o sea la religión deportiva. Y a los viajes como escapatoria del aburrimiento, como huida, holgazanería y ebriedad, evasión y vértigo prestigioso, obligatorio para el normópata dominante. El intelectual confinado por vocación mira con indiferencia ese afán viajero, esa renovada necesidad de sacar los pies del plato: “Si yo tengo a Gracián, a Cervantes, a Schopenhauer, a Nietzsche, a Thomas Mann en mi casa, ¿para qué necesito ir a Nueva York o a los Mares del Sur?”. Evidentemente, el aspirante a sabio puede hoy buscar cómodamente información, concentrarse y dedicarse plácidamente a la reflexión, mientras otros se dispersan y divierten hasta la autodestrucción gracias a drogas de diseño.

Nuestro sabio jiennense se aproxima en este libro a Epicuro al apostar por la Filosofía como gran artefacto para el estudio del hombre, bien entendido que la Filosofía no trata tanto sobre la forma de hacernos felices –misión imposible-, cuanto de lo que es anterior y más propio: de las causas de la infelicidad o, dicho en tono rústico y jocoso: “el filósofo busca, más bien, la mosca cojonera de la felicidad de los hombres”. Para espantarla, claro. Esa obligación de divertirnos a cualquier precio es tábano sandío. ¿De qué nos sirve tanta diversión si perdemos el alma?

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897

https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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