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Iluminación de El Libro del corazón de amor prendido (1460-1467) de René d'Anjou, rey de Nápoles. Poema caballeresco.
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Iluminación de El Libro del corazón de amor prendido (1460-1467) de René d'Anjou, rey de Nápoles. Poema caballeresco.

EL GORE DE BEATRIZ BERNAL, por José Biedma López

EL GORE DE BEATRIZ BERNAL, por José Biedma López
“Hubo una ínsula, llamada de las Maravillas, de la cual era señora una doncella muy gran sabidora de las artes. Fue tanto el su saber, que jamás quiso tomar marido, porque nadie tuviese mando ni señorío sobre ella”.
 Portada original del Cristalián de España de Beatriz Bernal (Valladolid, 1545)
Portada original del Cristalián de España de Beatriz Bernal (Valladolid, 1545)

Quien escribió esto fue una señora de Valladolid en un libro de caballerías titulado Historia de los invictos y magnánimos caballeros don Cristalián de España, príncipe de Trapisonda, y del infante Luzescanio su hermano (para abreviar: Cristalián). La obra fue publicada por primera vez en 1545, en la ciudad del Pisuerga y por una mujer que no quiso dar su nombre. Sin embargo, unos años después su hija Juana de Gatos reimprimió el “román de aventuras” autentificando que su verdadera autora era Beatriz Bernal, su madre.

No se menciona el Cristalián entre los libros de caballerías que arden en el Quijote, donde se le da al género, que ya estaba en decadencia, la puntilla o golpe de gracia. Beatriz fue mujer del bachiller Torres de Gatos, con el que casó en segundas nupcias. En el proemio de la primera edición se presenta como correctora y no como autora, tópico de los libros de caballerías. Resultó que un Viernes Santo, haciendo las estaciones de penitencia con otras dueñas, se topó en una iglesia con un antiguo sepulcro en el que yacía un cadáver embalsamado y a sus pies un libro voluminoso, curiosa por demás como todas las hijas de Eva, quiso conocer sus secretos. Descubrió que estaba escrito en un castellano antiquísimo y, ni corta ni perezosa, lo corrigió y trasladó al español que hablaba.

Empieza Beatriz filosofando en su introducción sobre los bienes que nos hacen felices, ora naturales ora de fortuna. Los primeros los tenemos en propiedad; los segundos, “por arbitraria voluntad”. Los naturales nos atraen a algún género de excelencia, a bien vivir y servir a Dios, a ser bien considerados, conservar a los amigos y tener paz con los enemigos, a ser llanos y sinceros con muchos, y afables con todos. Los bienes de fortuna son espirituales o temporales, unos dan fama y gloriosa memoria; otros, inconstantes, no los da Fortuna a quien los merece, sino a quien se le antoja: rentas, haciendas, títulos, señoríos y estados. Quien sea digno de ellos se hallará capaz de felicidad y será considerado dichoso y bienaventurado, y de este hilo podrá sacar el ovillo de una gloria más duradera.

Beatriz Bernal halaga a continuación al emperador Felipe considerándole ejemplo memorable, así como a sus ascendientes, “los valerosos reyes de vuestra genealogía”, espejos de buen comportamiento, “inmortales dechados de quien sacar perpetua labor”. Son tantos los merecimientos del “serenísimo príncipe” Felipe, que si en nuestra época –es decir en el siglo XVI- se compusieran la Iliada, las obras de Ovidio o la Farsalia de Lucano, a él tendrían que ir ofrecidas y enderezadas. La alusión a estas obras clásicas prueban que la autora era mujer leída y cultivada en un siglo en que las mujeres tenían difícil su ilustración.

Afecta Beatriz modestia presentando su “misérrima obra” y ruega al emperador que no se maraville porque una persona “de frágil sexo” tenga la osadía de dedicársela (captatio benevolentia). Se exime de culpa por tres razones: que puede desestimarla y echarla al fuego, que siéndole favorable puede dejarla navegar para quien quiera leerla, y porque los insignes príncipes han de ser aficionados a leer aventuras y extremados hechos de armas, porque los habitúa a altos pensamientos.

Extremosa sí que es la historia de don Cristalián, porque está repleta de episodios truculentos y espeluznantes…, como una estética gore, avant la letre. Así, en el Prado del Dolor, sembrado de hierba negra y espigas coloradas, nuestro caballero contempla a cien cuchilleros “que no tenían otro oficio sino degollar doncellas” con cuya sangre teñían el río. No contentos con ello, les sacaban los corazones de los que hacían harina en los molinos. Cuando Cristalián acaba con el jayán que ordena esta orgía de violencia y sangre, las doncellas se convierten en cuervos negros que se lanzan sobre sus agresores.

El ambiente tardo-medieval servía por entonces de espectáculo y de entretenimiento a hombres y mujeres del Renacimiento. Por supuesto, la Edad Media fue una época brutal, de violencias y pasiones desmedidas, en la que la tortura, la decapitación y el descuartizamiento público estaban a la orden del día. Ahora su legendario y romántico recuerdo es escenario para una estética del horror y de lo siniestro, de la muerte como entretenimiento vital, asociada a la nigromancia. La fantasía de Beatriz Bernal –y del lector- vuela desenfrenada por este paisaje sobrenatural, mágico y pintoresco.

En su estudio sobre “Los motivos de suplicio en el Cristalián…”, Mª Carmen Marín Pina (universidad de Zaragoza) explica como en la Edad Media muchos crímenes, considerando tales la homosexualidad y el adulterio, pero también el maltrato y la violación de mujeres, se pagaban con la decapitación, que pusieron de moda los turcos. En el Cristalián, la entrega de la cabeza del enemigo cuenta como requisito para obtener la mano de la amada. Las cabezas cortadas se exhiben en estacas, en picas, en las torres de los castillos, a las puertas de los palacios y pintadas en escudos (los celtas llevaban las cabezas de los vencidos como trofeos en los arzones de sus caballos). Lucen como escarmiento y ejemplaridad formando parte de una pedagogía del miedo todavía vigente en el siglo XVI.

En esta literatura, el cuerpo humano en general es escenario de vejaciones y atrocidades. Sadismo y hechicería, pues nuestra autora inserta los suplicios en un contexto maravilloso. En los Hondos Valles dominan siete hadas, crueles artífices de terribles encantamientos. Por mandato de la Doncella del Gavilán, Cristalián manda al infierno a una de ellas metamorfoseada en árbol, al cortar una de sus ramas, de donde sale un torrente de sangre. La sangre simboliza la violencia en estado puro. Suele ser una mujer vengativa y cruel la que planea el suplicio, en ciertos casos el motivo son los celos. Hace así bueno el aforismo de Nietzsche según el cual, puestas a ser malas, las mujeres son “mejores”.

Ni siquiera la sabia Membrina, la dómina de la Ínsula de las Maravillas está libre de que le corten la cabeza en un mundo que parece regido por la Reina de corazones del país de Alicia. ¡Menos mal que la decapitación ha sido simulada por la propia Membrina!, que así finge su muerte para probar la fidelidad de los caballeros de la corte de Lindelel. Deambulan por la novela caballeros sin cabeza y cabezas parlantes. A Beatriz Bernal no le tiembla la pluma y recurre a la decapitación como castigo, venganza, juego, enigma o misterio.

Pero la decapitación no es suficiente, porque el dolor dura poco, por eso la autora vallisoletana imagina suplicios más duraderos. En el Castillo Bramador de la Montaña Vedada, Cristalián presencia terribles suplicios de mujeres antes de lograr el desencantamiento y liberación de su madre, la princesa bizantina Cristalina. Se recurre a otras formas de suplicio con hierro como el alanceamiento o el asaetamiento que se recrean gráficamente. Una forma menor de tortura es colgar o arrastrar de la melena (también Absalón fue alanceado cuando su hermosa cabellera quedó enredada en un roble). En el Clarisel de las Flores, unos perversos caballeros cuelgan en un árbol de los pelos al enano Membrudín para dejarlo morir de hambre o al albur de las fieras. El desangramiento y el vampirismo también aparece en los Hondos Valles. Para sanar a una de las maléficas hadas, su hermana le prescribe la sangre de los mejores amantes. No faltan alardes sórdidos y detalles morbosos. El hada vampírica ha de beber durante treinta días la sangre caliente “y al fin de estos días los amantes han de morir y con la muerte d’estos la fada ha de haber entera salud”. En la Montaña Despoblada, la maga Drumelia martiriza sin piedad a los parientes de Luzescanio, hermano de Cristalián. La escenografía de la tortura es siniestra, digna de un rito satánico: amarrados a cuatro columnas, dos mujeres y dos hombres ancianos esperan en camisa ser devorados por cuatro perros, que “les despedazaron las carnes por muchos lugares”. Al dolor físico se une el psicológico, el moral: padres que presencian la muerte de sus vástagos, lenta por ponzoña o rápida por decapitación, todo un espectáculo de mise en abîme, un retablo de horrores que ni siquiera requieren justificación racional.

Los suplicios que pinta la literatura caballeresca en general, y el Cristalián en particular, recuerdan los de los martirologios, que eran lectura asidua a finales de la Edad Media y principio de la moderna. Las vidas de santos (hagiografías) era lectura devota recomendada sobre todo a las damas. Según Mª Carmen Marín Pina, las atrocidades imaginadas por Bernal adelantan la violencia mostrada años después por María de Zayas en sus novelas cortesanas. Por venganza, castigo o placer, el ser humano ejecuta o padece crueles agresiones. Y el lector disfruta con ellas. Lo macabro provoca en los lectores –dice Marín Pina- un paradójico sentimiento de repulsa y atracción. El arte satisface así la curiosidad y el gusto por contemplar el alcance de la depravación humana en el cuerpo ajeno, con la tranquilidad última de saberse a salvo. La literatura desahoga los peores instintos de forma inocua, aunque siempre encontraremos descerebrados y psicópatas que los adopten como modelo a imitar. Lo estamos viendo con los videojuegos violentos.

Monserrat Piera, en su artículo “Minerva y la reformulación de la masculinidad en Cristalián de España de Beatriz Bernal” (Tirant, 13, 2010), desde una perspectiva de género y feminista, celebra que el libro de la vallisoletana se distancie de los modelos artúricos vigentes ofreciendo al lector un mundo caballeresco sin géneros, que vulnera y trasciende la perspectiva “masculinista” y patriarcal. Lo prueba el hecho de que aparezcan en comparación con otras obras similares pocas batallas y el número elevadísimo de personajes femeninos, así como su protagonismo; particularmente, el de Minerva, una doncella guerrera (Virgo bellatrix), capaz de luchar y actuar como varón sin renunciar a su femineidad. Se tra-viste ora de caballero ora de doncella y se llama “Minerva”, nombre de la diosa protectora de las artes y del telar, del comercio y la artesanía, o sea, de las actividades civilizatorias, a la que Ovidio llamó la “diosa de las mil labores”.

La doncella Minerva no se mueve buscando a su amado ni pelea para vengar su honor, sino que busca aventuras y justicia, es decir, se comporta como un verdadero caballero andante. Tras batirse con ella, dice Cristalián: “Mi señora, hacéis ventajas a todos los caballeros del mundo, así en bondad de armas, como en todo lo demás”. La Minerva de Beatriz Bernal no sigue a las tropas como las “soldadeiras” galaico-portuguesas ni se mutila los pechos como las amazonas, ni es una rústica serranilla con carácter, como las del Libro del Buen Amor de Juan Ruiz, sino que se convierte en amiga, confidente y compañera del héroe y en caudillo de las tropas cristianas que combaten a los infieles.

La novela de Beatriz Bernal, a pesar de sus más de trescientas páginas, alcanzó bastante éxito comercial, incluso mereció su traducción y reedición en italiano. Aunque es la única mujer, que sepamos, que escribió una novela de caballerías en el siglo XVI con el propósito de que fuese leída y editada, tal vez no fuera la única.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

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