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¡CUÁNTO COCHE! por José Biedma López

¡CUÁNTO COCHE! por José Biedma López
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miércoles 26 de febrero de 2020, 17:53h
¡CUÁNTO COCHE! por José Biedma López

Eso exclamaba mi suegra cada vez que salía de casa, y eso que entonces –¡que Dios la tenga en su gloria sin automóviles ni móviles!- no zumbaban tantos como ahora. Dicen que el rey de Atenas Erichtonio inventó el coche porque el pobre nació cojo de ambos pies. Los sabios Aecio y Avicena sostuvieron que andar en coche es ejercicio acomodado para enfermos y convalecientes. El humanista murciano Cascales afirma que sólo es lícito andar en coche a viejos, indispuestos, reyes, caballeros pleiteantes y personas graves eclesiásticas. Y exclama: “¡Oh coches, coches!, ¡cuánto daño hacéis en nuestro reino!... Pesarme ha que el tiempo me haga verdadero adivino!”.

Y el tiempo lo hizo verdadero agorero, pues eso dejó escrito contra el coche a principios del XVII y la cosa ha ido a peor. Por supuesto, los coches de que habla eran de tracción animal, pero tanto aquellos como estos de motor de explosión, que invaden el paisaje a la vez que lo cortan, lo descomponen, lo sangran y hasta lo hacen desaparecer, son igual que aquellos, no sólo útiles instrumentos de locomoción, sino también y sobre todo símbolos de mandona vanidad.

Egipcios y griegos combatían en coches de caballos. Homero llena su Ilíada de escaramuzas desde coches que contenían a cochero y guerrero. También se organizaban certámenes de coches en las Olimpiadas, como palestra de Marte, dios de la guerra cuyos caballos de arrastre llevan los apropiados nombres de Pavor y Terror. Sin embargo, los romanos despreciaron la guerra en coche, y convirtieron a este en una verdadera señal de autoridad, pompa y grandeza. Usaban coches abiertos con sillas de plata para que sus personajes fuesen vistos y admirados por el pueblo; otros, acortinados con camas pensiles o columpios. Le gustó tanto a Marco Antonio la actriz Citeris que, tras su victoria, la hizo entrar en Roma en una carroza tirada por leones. Y del vicioso emperador Eliogábalo se cuenta que iba públicamente en coche tirado por mujeres desnudas. Ni que decir tiene que todos los dioses marchan encochados: Venus en uno tirado por cisnes; la diosa marina Leucotoe en otro tirado por delfines; el de la diosa de la venganza Némesis corre tirado por grifos…

La Internacional Publicitaria nos ha convencido de que nuestro automóvil define nuestro estatus social. Si no tienes coche, no eres nadie. En la Edad Media se andaba a pie, a caballo, sobre palafrén o carreta. Dicen que Alberto Magno, maestro de Santo Tomás, se recorrió de peatón media Europa. El fantástico paladín Amadís de Gaula estaba maldito y sus caballos se le morían cada diez días, una maldición terrible para un hidalgo medieval. “Un hombre a caballo es el más glorioso espectáculo del mundo”, afirma Cascales.

Cuentan que el primer coche tirado por equinos se vio en España hacia la mitad del siglo XVI y que lo trajo un criado del emperador Carlos, su tocayo Carlos Pubest. Antes, el príncipe don Juan aún visitaba a Nuestra Señora de Regla en Andalucía montado en una carreta de bueyes. Pero a los pocos años fue necesario prohibir los coches, “tan introducido se hallaba ya este vicio infernal que tanto daño ha causado a Castilla” (reza la pragmática). Las Cortes de Madrid de 1573, 1576 prohíben los coches y literas alegando que los hombres se afeminan con su uso porque abandonan el manejo de caballerías. En las de 1578 se estableció que sólo se pudieran usar coches propios de cuatro caballos. En 1600 se prohibieron los de seis, si no se andaba en coche más de cinco leguas. En el barroco hacía falta permiso real para pasear en coche, pero la pandemia del coche continuó. La desmedida afición, particularmente de las mujeres, a ir sobre ruedas llegó a los mayores excesos en el primer tercio del siglo XVII. Los coches cerrados llegaron a ser considerados un medio de deshonestidad y corrupción, cubículos de pecadores y cuchitriles de adúlteros. Juan de Pineda escribe que el rey hizo muy bien en prohibir los coches “porque las mujeres encochadas no diesen que juzgar de soncochadas”. Los cocheros acabaron cobrando fama de alcahuetes. ¡Nada nuevo bajo el sol!

Los Media piden que nos alegremos porque ha descendido en algo el número de los miles que mueren o se invalidan cada año en nuestras carreteras. Miles de familias destrozadas. Ballard escribió una novela famosa, Crash, sobre la sinforofilia, una perversa excitación sexual causada por los accidentes de autos; la peli homónima causó notable polémica. Por bien que lo vayas a conducir, cada vez que te echas a la carretera con tu automóvil tiras un dado, y puede que te salga en él la jeta motorizada de un imbécil. ¡La culpa del cáncer será del tabaco, y no de la mierda que cagan los autos! Por lo visto, el Progreso (ídolo moderno que sustituye a la divina Providencia) consiste en que se fabriquen, vendan y se destrocen cada vez más coches, cada vez más veloces para desfilar de atasco en atasco.

Marx se equivocó, la “explotación del hombre por el hombre” no sería sustituida por un edén comunista, sino por un régimen de explotación del hombre por el coche. A finales de los setenta ya nos advertían los profetas y vates de la Comuna Zamorana, en su Comunicado urgente contra el Despilfarro, no sólo de cómo el Estado progresaría en estupidez y cómo la parte más espantable del automóvil no sería únicamente la peste y el ruido del Progreso, sino la cara del conductor: “llena de aquella seriedad desconsoladora del que cree que está yendo a alguna parte”.

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