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BIODIVERSIDAD URBANÍCOLA, por José Biedma López, PhD
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BIODIVERSIDAD URBANÍCOLA, por José Biedma López, PhD

martes 28 de enero de 2025, 09:12h
BIODIVERSIDAD URBANÍCOLA, por José Biedma López, PhD

Muchos piensan que el campo es “naturaleza” y, por lo tanto, cosa buena, mientras que la ciudad con sus ruidos y problemas de tráfico y aparcamiento es en sí misma artificiosa y mala. ¿No llamamos “naturales” a esos parques en los que reubicamos nuestros ruidosos motores y hábitos consumidores los findes? Creer que fuera de las ciudades hay algo distinto a lo que la intención humana y las costumbres de las sociedades antiguas y modernas han prefigurado no es más que un prejuicio tan extendido todavía a finales del siglo pasado que contaba con sus acreditados teóricos en libros reconocidos como verdadera ciencia.

El psiquiatra y psico-sociólogo alemán Alexander Mitscherlich, por ejemplo, publicó en 1965 un ensayo con el expresivo título La inhospitalidad de las ciudades. La gran ciudad era considerada enemiga de la naturaleza porque se comía el campo, extendiendo su costra de cemento armado y cristal de rascacielos (esos exponentes babélicos de la soberbia humana) por las “amenas e idílicas campiñas” (oígase aquí de fondo la Opus 8 de Vivaldi o la Pastoral de Beethoven).

Las organizaciones conservacionistas asumían esta actitud como herederas del romanticismo que idealizaba la vida campestre y repudiaba los polígonos industriales con sus “obscuras chimeneas de la muerte” (Blake, Machado). El movimiento ecologista escogía el verde prado en lugar del verde oliva de cazadores y guardas forestales. Pero resulta, contra lo que cabría pensar, que ¡hoy lo que anda casi muerto es el campo y son las ciudades las que reúnen más bichos y mayor diversidad de plantas y hongos! ¿Cómo ha sucedido esto? ¿Qué consecuencias tuvo aquel prejuicio según el cual el campo es inmune a la destrucción de la biodiversidad y es la ciudad la que mata especies?

Creyendo que el campo era naturaleza de la buena se optó por la densificación de la construcción urbana para que la ciudad no ganara espacio al campo, se trataba de reducir a toda costa la ocupación del suelo rural, construyendo todos los espacios de la megalópolis para así no invadir “la naturaleza” de las afueras. La ciencia ha venido a echar por tierra este prejuicio porque “las afueras” de la ciudad ya no son lo que fueron. En una palabra, el campo se ha industrializado. Sobreviven económicamente y son rentables (sin costes de oportunidad) los monocultivos intensivos, mecanizados y en grandes extensiones. Puede que el campo fuese más sano en tiempos remotos, los de Vivaldi o Beethoven, cuando no se había hecho todavía un uso industrial de la tierra afectándola con venenos y fetilizantes, cuando los pájaros cantaban hartos de insectos y los prados y barbechos ostentaban en primavera flores variopintas… Sin embargo, hoy, y desde hace tiempo, constatamos que las ciudades son más ricas en especies vivas que los campos y, cuanto más grandes son, más especies albergan.

Ciudades como Berlín o Madrid podrían ser consideradas reservas naturales y muchas urbes se han convertido en zonas de retiro importante para especies en peligro de extinción. Las torcaces anidan con descaro en los jardines de los pueblos y no sólo vuelan más mariposas en los parques urbanos, sino que además presentan mayor diversidad. Téngase en cuenta que nueve de cada diez mariposas son falenas o polillas de hábitos nocturnos como muchos de los artrópodos que sobreviven en nuestras casas, jardines, alcorques de las aceras, sótanos, desvanes, tejados, alcantarillas… Por increíble que parezca, la fauna y la flora de las ciudades ha llegado a ser más “natural” que la de las plantaciones y bosques comerciales. Esto es prueba de la versatilidad y flexible adaptabilidad con que la Naturaleza responde a las condiciones cambiantes y a los desafíos que le imponemos, que siempre lo son, porque el ecosistema se parece más al río de Heráclito que a la esfera estática de Parménides, y la naturaleza, como dijo el Príncipe de Éfeso, gusta ocultarse.

El caso es que la biodiversidad depende fundamentalmente de la diversidad de estructuras que los monocultivos y la agricultura industrial destruyen, por eso tiene la ciudad más variedad de especies que el campo. Los biotipos uniformes y sin variedad de sembrados son pobres en especies; mientras que los espacios rurales con diversidad, en los que conviven próximos cereales, frutales, barbechos, bosques, sotos, huertas, descampados, rastrojos, yermos, etc. son más ricos. Donde sólo crece colza o maíz, naranjos u olivos, lo que puede darse trágicamente son plagas. Las ofertas masivas de un solo producto invitan al consumo masivo. La economía y la ecología tienen ciertamente muchas similitudes… Cuando la base alimenticia es tan abundante que el escarabajo o la polilla de turno pueden reproducirse en masa, los venenos resultan imprescindibles y el uso que hemos hecho de ellos para preservar la producción homogénea acaban con el resto de la entomofauna, incluida la beneficiosa. Tal ha sucedido por ejemplo en el olivar con las hormigas rojas o las crisopas, eficaces en la lucha contra sus plagas. Todo es cuestión de equilibrio y el monocultivo superproductivo lo rompe necesariamente.

La gran ciudad, ¿es el final de la naturaleza o más bien la salvación de la biodiversidad que nos queda? Esto es lo que se pregunta el reconocido biólogo Joseph H. Reichholf en su libro sobre La desaparición de las mariposas (2021). ¿Por qué hay hoy mayor biodiversidad en las ciudades que en el campo? Una de las razones es que las ciudades son más cálidas que sus alrededores, dos o tres grados más que los espacios abiertos de las afueras. El calor beneficia a los insectos, por eso vemos en verano muchas más mariposas en el Mediterráneo que en los Alpes y más si nos desplazamos hacia el Ecuador. En la zona intertropical vive el mayor número de especies de insectos. Las grandes ciudades son el lugar ideal para estudiar los efectos del calentamiento global previsto en dos o más grados.

La gran razón de la superior biodiversidad en las urbes que en el campo es la sobrefertilización y envenenamiento de las superficies cultivadas e incluso de las colindantes. Además, una buena parte de las sustancias fertilizantes producidas por el tráfico, la combustión y los sistemas de calefacción se traslada a los campos y se mezcla con los contaminantes atmosféricos que también se liberan allí. Pero, por sorprendente que parezca, se ha constatado que la zona urbana está expuesta a una cantidad menor de contaminantes que las zonas de cultivo industrial. Sólo los grandes bosques se desenvuelven mejor que las grandes ciudades. Es la agricultura industrial la que está llevando a cabo el mayor programa de matanza de la historia, en comparación con ella, la quema de rastrojos, linderos y terraplenes, que se practicaba era una intervención casi inofensiva. Pero esa misma producción industrial de alimentos y bio-carburantes hace posible su baratura, su consumo masivo y su despilfarro indudable, pues parte importante de esa misma producción acaba en la basura.

Además, en las ciudades no se caza a los animales y se dejan crecer plantas en los solares baldíos. En Viena y otras grandes ciudades, jabalíes y zorros forman ya parte de sus inquilinos. El otro día un colega me envió una foto de un lince paseándose por el balneario de Marmolejo (Jaén). En las metrópolis de Escandinavia, Norteamérica y en la Europa del Este también hay animales grandes como alces, osos e incluso lobos (menos peligrosos que los perros asilvestrados que resultan del abandono). Tengamos en cuenta que el 90 % de los bosques en el Viejo Continente son plantaciones, bien alejados de lo que es un bosque natural y hay muchas especies a las que no se deja crecer allí. Incluso los bordes de caminos y carreteras se siegan en los bosques públicos reduciendo o destruyendo con ello la biodiversidad. Se eliminan majanos y mugas, últimas islas para la supervivencia de lagartos, culebras…

La destrucción de la biodiversidad no tiene solución si no se prioriza su valor recreativo y su belleza sobre la utilidad y el rendimiento económico de la monotonía superproductiva (superproducción que resulta contraproducente si crece por encima de la demanda y hunde precios). Además del estético y científico, está el valor de reserva genética de la biodiversidad. No sabemos si esa plantita en peligro de extinción servirá algún día para curar o prevenir una enfermedad, pero sí sabemos cuánto de esta superproducción que garantiza la agricultura industrial acaba en residuo. A nadie le importa la cantidad de anfibios, de insectos, de mariposas que se destruyen en la agricultura y silvicultura año tras año, mientras que la destrucción de plantas y matanza de animales sin motivo razonable está mal vista por la población de las grandes ciudades.

Es el campo el que hemos vuelto inhóspito y no por falta de fertilidad, sino todo lo contrario. Paradójicamente, la fertilización artificial favorece el crecimiento de pocas especies, mientras la biodiversidad está relacionada con la escasez. Cuanto más se fertiliza el suelo menos especies medran en él, las que toman la delantera a expensas de otras. Se conocen los efectos asfixiantes de la eutrofización en cursos de agua y ríos, que acaban con los peces, pues el supercrecimiento de las algas de la superficie disminuye la cantidad necesaria de oxígeno en el agua. Además, el exceso de vegetación vuelve el microclima del suelo más frío y húmedo dificultando la vida de muchos insectos, limitando con ello la existencia de pájaros cantores, pues los insectos necesitan calor y luz del sol para prosperar y servir de alimento a las aves insectívoras. Debido a la sobrefertilización a que han sido expuestos nuestros campos durante décadas sus suelos se han vuelto más húmedos y fríos que en siglo XIX. También muchos bosques fueron fertilizados por vía aérea.

Son las grandes zonas desprovistas de diversidad estructural (como el mar de olivos de Jaén, el enorme maizal de Baviera o las grandes extensiones de colza de Argentina) y no las grandes ciudades las que están acabando con los insectos (no sólo con abejas y mariposas). La densificación urbana, por su parte, tampoco es buena, reduce la biodiversidad y además encarece el precio del espacio edificable, antes sería preferible extender el terreno edificable allí donde impera el monocultivo intensivo. Bajo el prejuicio de que el campo es bueno y la ciudad mala, se construye en espacios de propiedad pública para que la ciudad no invada el campo. Craso error. El efecto es ecológicamente contraproducente porque en esos espacios urbanos, en esas islas de vegetación rodeadas de hormigón y acero, es precisamente donde se ha refugiado la vida huyendo del campo, donde ahora vuelve a campear el latifundio y desaparece el minifundio por falta de rentabilidad. El hecho es que en un aparcamiento bien diseñado de un supermercado de las afueras de una población pueden vivir muchos más animales y plantas que en un terreno de extensión similar destinado al cultivo intensivo de una sola especie. A veces, hasta las medidas de conservación y protección de la naturaleza han causado más pérdidas de especies naturales que la urbanización, como la prohibición de cortar la hiedra que ahoga un quejigal, por referir a un caso cercano. Hay un ecologismo “de secano” que por mal informado y por no comprender la complejidad de la dinámica biológica causa más pérdidas de especies naturales que la urbanización.

Entre la eutrofización (por exceso de nutrientes nitrogenados) y la oligotrofia (escasez de nutrientes) hemos de buscar un término medio (mesotrofia), un equilibrio dinámico y, por usar una palabra mágica, “sostenible”. Da que pensar el hecho de que la calidad del agua esté relacionada con el contenido de nutrientes. Es de mejor calidad para el consumo humano cuando es perfectamente estéril y ya no vive nada en ella. En Alemania trataron todas las aguas residuales de las ciudades, eliminaron la contaminación porque muchos lagos y ríos ya no eran aptos para el baño y los peces morían. Se construyeron depuradoras costosísimas de alta eficiencia para el tratamiento de efluentes. ¡Gran logro, sin duda! Pero con consecuencias curiosas: ¡los lagos se volvieron demasiado limpios! Y la actividad pesquera disminuyó en ellos drásticamente.

Durante siglos, el cazador sensato, no el escopetero que mata golondrinas, ha sido parte del trípode ecológico, allí donde falta, el exceso de jabalíes o de conejos también desequilibra y limita la biodiversidad, aparte de echar a perder las huertas que nos alimentan, igual que la escasez de rapaces produce una plaga de estorninos. Antes de tomar decisiones que pueden provocar lamentables efectos futuros, conviene oír a todas las partes y estar al día en cuanto a las eco-ciencias, suspendiendo el juicio (condición que hace posible el diálogo) antes de oír a las partes, sobre todo si nuestro criterio está contaminado por dogmas ideológicos o prejuicios caducos.

Afortunadamente, detectamos errores y todavía no es tarde para aprender de ellos, hoy se impone la cubierta vegetal en el olivar a cambio del mantenimiento de las subvenciones, imprescindibles en el olivar tradicional no intensivo. No es razonable aumentar la producción a cualquier precio. La recuperación de la cubierta vegetal hará posible el aumento de la entomofauna. Ojalá vuelvan allí a volar muchas mariposas y podamos de nuevo oír el maravilloso trino de los pájaros cantores.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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