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LA LUZ ABANDONADA DE MIGUEL FLORIÁN, por José Biedma López

LA LUZ ABANDONADA DE MIGUEL FLORIÁN, por José Biedma López

viernes 19 de enero de 2024, 09:01h
LA LUZ ABANDONADA DE MIGUEL FLORIÁN, por José Biedma López

¿Podemos pedir a las palabras la precisión del mar, la inocencia del agua o el rumor de la noche? El poeta ambiciona conseguir algo así. Confía en la Palabra, a la que atribuye ese poder especular y germinal: “Caí a la oscuridad de las palabras / por si pudieran darme su simiente” –deja escrito Miguel Florián en su “Plegaria”. “Redondo y luminoso es el destino / de todo cuanto alcanza su palabra” (canta en “Espejos”). ¿Son nuestras las palabras o nosotros les pertenecemos?

Es un hecho que la Palabra misma nos constituye personalmente en el cuento de nuestra vida y el relato de nuestra biografía. “En principio fue el Logos”, revela San Juan en su Evangelio de la Luz. Y la Palabra misma anhela la certitud del mar, el vuelo de la gaviota o el resplandor del vino en los labios deseados. ¡Qué sería de las cosas sin las palabras que las nombran! ¿Qué sería de nosotros sin la forma verbal de sentires y pensamientos? Islas incomunicadas seríamos, condenadas al mero contacto brutal de almas solitarias. “Desde cada palabra, otra palabra / se afana por nacer…“. Pero las palabras no alcanzan del todo, a duras penas dan para rellenar las grietas de nuestras atribuladas existencias.

La sevillana Editorial Alegoría ha publicado con esmero un nutrido y elegante volumen con los versos de Miguel Florián (nacido en 1953 en Ocaña, Toledo): Cuerpo nombrado (Nueva antología poética 1992-2023). Miguel es un poeta muy galardonado, ha sido finalista en varias ediciones del Premio Nacional de Poesía. Entre tanto versificador quejumbroso y nihilista -alguno hay de excelente “quejío”, como Manuel Lombardo Duro- Florián luce una nota de distinción con su estoica celebración de la efímera, carnal y terrenal condición humana. Para Miguel, tener un cuerpo ya es mucho, incluso más que poder escapar de él como sueñan y ruegan platónicos y místicos. Sus versos celebran el enigma de la carne, aún el misterio de sus cenizas, su temblor, su sangre, su arder apresurado en la caída.

Me aburren esos poetas que admiran a la vez que lamentan su sentir ensimismado en el estanque de Narciso para describirse melancólicos negadores, sabiéndose torpes nadadores en el proceloso mar de la experiencia mundana. ¡No es el caso de Miguel Florián!, que se complace en acunar hijos y conversar con la grama, en descifrar los murmullos de la raíz, y en cantar la lluvia o dibujar con precisión la silueta del pájaro, análoga a la del día. Mira el verde resplandor de las libélulas en el quebrado espejo del estanque y al severo insecto que bulle invisible y vuelto a lo indecible, atiende al cordel de luz de la abeja. El poeta oye el susurro en la horajasca, el grito del mirlo, admira la perfección del mar “que todo lo crea, que todo lo destruye”, “que es olvido, contra la crueldad del tiempo”. ¡Y se vuelve hacia el misterioso saber y querer gustar de la mujer!... “La belleza se adentra en la materia / y se pierde en la calle en cuerpo de mujer. / Y nos derrumba”.

Lluvia y aguacero refrescan algunos de sus poemas; la lluvia, que deslíe la conciencia. Son sus versos de conocimiento simbólico, saber de lo limítrofe, de aquello que nos alimenta, emociona y cobija en la frontera misma del Ser, allí donde vida y muerte se confunden en la floresta vegetal de árboles, hierbas aromáticas, raíces hondas y metales del reino de lo obscuro; conocimiento sensual, carnal, en que se cruzan sensaciones en sinestesias deslumbrantes: por eso el aceite de la hogaza que come el niño tiene “un sabor a madre antigua” y los cabellos “saben a tierra, a charcos, a penumbra”. No extraña que uno de sus libros lleve el nombre del gigante Anteo, ese que sólo puede sobrevivir invulnerable si mantiene contacto con su madre Gaia: la Tierra. Halla siempre motivo nuestro poeta para la exaltación del cuerpo, incluso en la heredad de su sueño, cuando celebra su sombra. El sueño que abre esa memoria que no nos pertenece. Y para vivir contento, Miguel necesita poco: “nada más la rutina / de un poco de café cada mañana // La tibia certidumbre de la luz / encendiendo los labios, / y el rumor cotidiano de tus pasos”. Habla con la boca apretada a la Tierra y se muestra más que estoico cuando reconoce que se habitúa a vivir erróneamente y que se inclina sumiso sobre el légamo.

Sin embargo, por muy hermoso que resulte reconocerse en la piedra, en la lava de la sangre, en la escarcha del musgo, en el amarillo áureo de la luna, el poeta no tiene otra opción que reconocer también “la infamia de la carne” y “la avaricia mineral de los huesos”, es decir esa “envie de boue”, esa ansia de cieno que hace naufragar la palabra en el Silencio y los claros de bosque de la memoria en la salvaje oscurana del Olvido, mientras “lúbricos los ángeles entonan su canción sobre los muertos”. “Se aproximan los cuerpos / y generan más cuerpos. En verdad / parece sin sentido esta abundancia”…

Tal vez la muerte sea una caída al germen inicial, una vuelta a la raíz: “Ansiamos raíces, nosotros / los aéreos”. La Piedad (Pietà) figura esa Madre que nos recoge en la muerte devolviéndonos a la savia primigenia, a lo innombrable. Como los grandes misterios cristianos, también la mitología pagana cobra presencia notable en la poesía de Florián: Lázaro, la Samaritana, Jesús escribiendo en la arena, el Crucificado, Perséfone, Calipso, Ulises… De la remota y legendaria Mesopotamia, el héroe Gilgamesh.

Si hay sin duda un azar que no nos pertenece, hay otro que sí y que nos consiente glorificar y encarecer el valor de ciertos instantes de plenitud, ese sentirse siendo tan característico de nuestra condición consciente, ese “Estar aquí, ser cosa entre las cosas. / Saberse, entre los límites de la piel / y de la luz, un mar sin intersticios. / Pasear bajo el álamo, acariciar / su tronco, sentir temblar sus ramas. / Es tan sencillo hacerlo, tan oscuro / y sellado. Instalarse un instante /sobre la voz y combinar los nombres. / Quedar aquí, sobre la tierra. Mudo. // Ser nada más partícula que nombra / lo caduco, lo que brilla y se pierde”. Esos instantes de plenitud parecen hacer del tiempo eternidad y resultan dulces, incluso sin dios, sin miedo y sin esperanza. No obstante, imagina Florián que Dios y el hombre se miran desde los dos lados de un cristal en el azogue de los espejos.

Florián ha ejercido como profesor de Filosofía y el eco de Platón o de Spinoza resuena sublimado en su palabra. Tiene razón Martínez Cuadrado cuando le reconoce una “cosmovisión o conciencia poética” que aduna su dilatada obra. Hace profesión de fe de “estamundamismo” (en este mundo están todos los mundos): “No preciso otro mundo sino este / que ya me has otorgado. Y sus afanes, / y poderlo decir. No me des paraísos / que el corazón no sepa contener”. Y eso, aunque la carne se esconda en su tristeza y no podamos, aunque lo deseemos, acercarnos a la piel secreta de otra alma, esa orilla “en donde el mundo parece naufragar”. Y es que, como la fruta, también la amada es secreta y luminosa, “cerrada, lenta y honda”. “Volvería a nacer –canta Florián- sólo por apresar / el fulgor encendido de aquel cuerpo”. En la tibieza de la piel femenina cree encontrar Florián “un recodo, el espacio secreto de otra carne, / un seno, el cuenco intacto en donde recogerme”… Ese era el apetito ultramundano de Unamuno: Gloria que consistiera en poder revivir a placer los buenos momentos pasados.

El bien nutrido florilegio se introduce con una “Semblanza de Miguel Florián” escrita por Carlos Rodríguez Estacio, en la cual refiere al contacto permanente y afectuoso del poeta con el niño que se fue, “la luz inicial que todavía centellea en las pupilas del niño”. Los versos de Florián ensayan la redención de la finitud, vislumbran las verdades últimas de la carne y declaran la hermandad secreta de todas las cosas, la ósmosis de todos los seres en la inocente “adermia” (ausencia de piel) del niño.

El “Estudio preliminar” de Francisco Mnez. Cuadrado enriquece el sentido de los versos del poeta aludiendo a su momento y contexto. Afirma que toda la poesía de Florián está transida del mismo anhelo, el de remontarse mediante reminiscencia (anamnesis) desde sus especulares reflejos, a aquella luz abandonada de la que todos los seres proceden, “donde la llama es una con el hielo”, recuperando mediante la palabra poética (¿el lenguaje de los ángeles del patriarca Enoch?) aquel mundo pristino, anterior al pensamiento y la palabra, aquella luz inicial que, en nuestro crecer hacia la sombra, fue, tal vez culpablemente, Luz abandonada.

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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