El símbolo del Segundo nacimiento o del alumbramiento como acceso a la espiritualidad lo recogió también el cristianismo de rituales anteriores. San Pablo habla del hijo espiritual renacido en la fe. Sin embargo, antes que él, Sócrates pretendía desempeñar el oficio de comadrona, ayudando a dar a luz al verdadero hombre (su madre había sido partera). Mircea Eliade, el gran estudioso de las religiones, define así un elemento común a todas ellas: El acceso a la vida espiritual comporta siempre la muerte para la condición profana, seguida de un nuevo renacimiento. Con ocasión de la gestación de un jefe o de un mesías, se rehace simbólicamente el misterio de la creación. El retorno al origen se concibe como una posibilidad de renovación y regeneración de la existencia individual.
Orígenes, padre de la catequesis cristiana, preconizaba una exégesis alegórica de los evangelios, mejor que una lectura groseramente literal, aunque insistía en la realidad histórica de la vida de Jesús. Curiosamente criticó y rechazó la historicidad del episodio de los mercaderes expulsados a latigazos del templo por Cristo (el Ungido). En cualquier caso, los comerciantes se han vengado de los azotes, al convertir sus mercados en verdaderos templos, a los que las familias acuden para arrastrar carritos en días señalados.
Pero el verdadero sentido de las grandes fábulas se halla “más allá de la historia”, aunque el relato de ciertos eventos le puedan servir de trampolín. El misterio de la Encarnación, de la humanización de Dios, no puede reducirse a un hecho temporal. Los doce días que separan Nochebuena de la Epifanía denotan la esperanza de que en ese momento mítico, en que el mundo es aniquilado y creado, sea posible la abolición del tiempo. El Hijo de Dios nace para redimir no sólo al hombre, sino también a la Naturaleza. El tiempo litúrgico es la recuperación periódica de ese misterio tremendo. Su ritmo es circular como el de las estaciones, no lineal como el de la historia. La Encarnación divina restablece el mundo en su gloria primera, le devuelve la gracia de la inocencia anterior al pecado. Al menos en un sentido mnémico, permite el retorno de los muertos a la vida y mantiene la esperanza de los creyentes en la resurrección de la carne. En muchas religiones, los muertos vuelven junto a sus familias en los alrededores de Año Nuevo, en ese instante paradójico que suspende el tiempo y rompe toda frontera entre vivos y muertos porque los hace contemporaneos.
Las religiones son conglomerados heredados, sus ritos y relatos refieren simbólica y emocionalmente a grandes enigmas: el principio y el final (alfa y omega), el origen del mal y del bien, el destino de las almas, el sentido de la vida… Es muy improbable que Jesús naciera en el solsticio de invierno. Pero podemos imaginar el miedo de nuestros antepasados cuando los días se acortaban y la obscuridad de la noche extendía su manto cada vez más espeso. La esperanza renacía cuando el sol se curaba de su letargo. Debemos felicitarnos de que la Iglesia hiciera coincidir la exaltación del Niño con el hecho astronómico del crecimiento de la luz. Se non è vero, è ben trovato: si no es verdad, ¡vale el invento! No se trata de la supervivencia de una mentalidad arcaica, porque ciertos aspectos y funciones del pensamiento simbólico son constitutivos del ser humano. Nos formamos en el relato, no en el saber tecno-científico.
La renovación por excelencia se opera en el Año Nuevo que inaugura un nuevo ciclo. El rito reitera la cosmogonía, el origen del mundo. Cada Año Nuevo recomienza la creación. La idea de que el Cosmos amenaza ruina si no se lo recrea anualmente inspira la fiesta anual de muchísimos pueblos y culturas de todo el mundo. Los Karok, Hupa y Yurok son tribus californianas que santifican el mundo en sus rituales de Año Nuevo con la presencia simbólica de “los Inmortales” en una ceremonia de restauración cósmica. El Portal de Belén es el análogo del ritual de la “Cabaña de la Nueva Vida” de los Cheynee, que se articula con la Danza del Sol, o las ceremonias de la “Gran Casa” de los Lenape. En todos los casos se trata de un ritual cosmogónico, de renovación, rejuvenecimiento y recuperación de la plenitud inicial. La Cabaña Sagrada representa el universo. Los Dakota afirman que el Año es un círculo alrededor de la choza iniciática (su Portal de Belén).
En estos rituales que se celebran en todas las geografías con matices etnográficos distintos se muestra otra idea: la de la perfección de los comienzos, expresión de una experiencia religiosa íntima y profunda que remite a una inocencia perdida en un Paraíso olvidado, pero recuperable. Todos los niños del mundo viven en un tiempo mítico, paradisíaco. El Niño Jesús representa también la beatitud de los comienzos. El símbolo ofrece a la imaginación lo mismo que pitagóricos y estoicos pensaron como eterno retorno, un mito restaurado por Nietzsche.
Debemos a Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) una erudita y clara explicación del marco histórico y teológico del nacimiento de Jesús, que interpreta como la entrada del Logos, de la Razón creadora, en el mundo, hecha hombre. Nos recuerda que en Belén se usaban grutas como establos. Justino mártir (+ 165) y Orígenes (+ c. 254) creían que Jesús había nacido en una cueva, útero y hogar ancestral. Puede pensarse el pesebre como altar disimulado, pero es también donde los animales encuentran su alimento y el hombre –interpreta San Agustín- su pan para hacerse persona. Dos seres vivientes, a parte de la madre y el padre, acompañan al Niño-Dios, un buey y un asno, judíos y gentiles, es decir, toda la humanidad desprovista de entendimiento pero que ante la presencia humilde del recién nacido, lo alcanza. Los primeros testigos del parto son pastores que velan, almas sencillas, no urbanitas sofisticados. Cuando don Quijote renuncia a las faenas de caballero andante, le sugiere a Sancho la oportunidad, por un año, de hacerse pastor. Temen los pastores ante el misterio y los ángeles les serenan, cantan y ponen en relación la gloria de Dios con la paz en la Tierra: «Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.».
Ningún relato bíblico ha estimulado tanto la fantasía como el de los Reyes Magos venidos de Oriente. “Magos” llamaban los griegos a la casta sacerdotal persa. Aristóteles menciona el trabajo filosófico y científico de los magoi. Pero también se llamaba “magos” a aquellos a los que se atribuía poderes sobrenaturales, tal vez de origen diabólico, como a los brujos. El astrónomo vienés Konradin Ferrari d’Occhieppo demostró que en la ciudad de Babilonia, centro de la astronomía científica en épocas remotas, aunque ya en declive en la época de Jesús, continuaba existiendo todavía un pequeño grupo de astrónomos ya en vías de extinción. “La conjunción astral de los planetas Júpiter y Saturno en el signo zodiacal de Piscis, que tuvo lugar en los años 7-6 a. C. —considerado hoy como el verdadero período del nacimiento de Jesús— habría sido calculada por los astrónomos babilonios y les habría indicado la tierra de Judá y un recién nacido ‘rey de los judíos’”, escribió Ratzinger en “La infancia de Jesús”. Los magos del evangelista Mateo no eran sólo astrónomos, eran sabios, representan para Bonifacio VI el dinamismo inherente a las religiones de ir más allá de sí mismas, en busca de la verdad y del bien, guiadas por el vislumbre de una estrella trascendental.
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