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EN CONVERSACIONES, por José Biedma López

EN CONVERSACIONES, por José Biedma López

domingo 17 de diciembre de 2023, 10:05h
EN CONVERSACIONES, por José Biedma López

Cuando llega la Navidad recuerdo la fábula de los erizos. Durante la estación inclemente estos mamíferos espinosos sienten frío y se agrupan para combatirlo, pero se pinchan, entonces se separan y pasan frío; se vuelven a arrimar…, hasta que encuentran “la distancia justa”. Es lo que suelo desear a mis amigos en los crismas (sí, me gusta el viejo estilo de puño y letra con estilográfica china): que encuentren fácil “la distancia justa” en sus reuniones familiares para conjurar las puyas a la vez que el frío, en la medida de lo posible. De todos modos, sufrirán alguna impertinencia, no siempre por parte del “cuñado” o la cuñada de turno. Y es que al dialogar nos damos dolorosamente cuenta de que nuestras opiniones, también aquella que tenemos sobre nosotros mismos, no son compartidas por el prójimo.

EN CONVERSACIONES, por José Biedma López

En las pascuas de solar renacimiento se juntan familias, compañeros y amigos. La soledad entristece y enloquece: comemos, bebemos, cantamos, e incluso puede que cultivemos un arte singular puramente humano, humanista y humanizador: el de la conversación. Tal vez el verdadero amor sea eso, una conversación sine die, aunque busque en los cuerpos su abecedario. Puede que la auténtica amistad tenga más que ver con el sereno intercambio de pareceres y humores, con la plática compartida y apaciguada, que con la reproducción y el sexo, aunque estos sean su aliciente y motivo biológico.

El filósofo, sociólogo y criminólogo Gabriel Tarde (1843-1904) puso de manifiesto la inmensa importancia social de la conversación. Las opiniones del otro corrigen los desvaríos y errores propios, la perspectiva ajena nos contradice irremediablemente, por eso tal vez dijo Sartre aquello de que “el infierno son los otros”. La conversación es la verdadera fábrica del poder y el único freno para los gobiernos, porque su finalidad sólo puede ser social, de manera que fortalece en los mejores casos las ilusiones saludables, las nobles mentiras y convenciones útiles, mediante la mutua compenetración de las almas. Tarde definió la conversación como “flor estética de las civilizaciones”, entendiendo por conversación sobre todo el diálogo inútil, libre de interés, directo e inmediato. Es el “hablar por hablar”, por placer, por juego o por cortesía. Nada que ver con la interrogación policial, el test pericial, la negociación comercial, el mitin, la arenga militar o el congreso científico. La conversación no excluye el flirteo ni las pláticas llanas o vulgares de los analfabetos, sean totales o funcionales… Los gobiernos totalitarios prohíben las reuniones para evitar sus conversaciones en que se fraguan reputaciones y prestigios.

La conversación es señal de la atención espontánea que mujeres y varones se prestan recíprocamente y mediante la cual se cohesionan con más profundidad que en ninguna otra relación social. Es por eso la conversación el agente más poderoso de la imitación y de la propaganda de sentimientos y actitudes, de ideas y de modos de acción. Los sectarios lo saben. En la tertulia educada no sólo importan las palabras, también es significativo el timbre de voz, la mirada, el vuelo de las manos, los silencios y gestos. El buen conversador “encanta”, en el sentido mágico de esta palabra. Este encanto puede perderse en las conversaciones telefónicas, tan proclives a la maldición del malentendido. A medida que avanza una civilización, se marcha, “se jollama”, se viaja y se habla más deprisa. A mi madre le encanta ver cómo los turcos en sus teleseries se toman su tiempo para enrollarse en una mesa, sentados y sin prisa con una taza de café o de té a mano. Nostalgia, de aquellos tiempos en que uno iba a una tienda no sólo a comprar, sino también a enterarse de lo que pasaba en su esfera local, aquellos tiempos en que se comadreaba en portales y portalillos con ritmos pausados que hemos perdido, esas virtudes de la parsimonia y de la espera tan olvidadas.

Las conversaciones difieren mucho de la aldea a la metrópolis y según la cultura de los interlocutores, según su estatus social, su parentesco, su profesión. Pero en cualquier caso unos y otros hablan de lo más común, de ahí la tendencia a tratar generalidades: del tiempo, del mal o del bien, de lo feo y lo hermoso. Los habitantes de los pueblos propenden al chismorreo y a la murmuración, no porque los urbanitas sean menos maliciosos y más tolerantes, sino porque en la ciudad hay menos materia prima para la difamación y el chismorreo, a menos que la conversación verse sobre personajes públicos y celebridades. Lo verde y lo rosa venden en programas de máxima audiencia especializados en rumores, en dimes y en diretes aderezados con infundios, sal gorda y pornografía sentimental, un tipo de prostitución que no exige contacto físico, sino desnudez anímica y publicidad del comportamiento íntimo de sus protagonistas y actores. Una conversación refinada exige agentes con cultura, leídos y formados en humanidades (esas que se arrinconan en los programas oficiales).

Gabriel Tarde distinguía entre discutir con vehemencia o polemizar, que es como entrar en guerra verbal y duelo con el adversario, y el intercambio cortés de información, ese “contarse la vida” o comunicarse inquietudes. El placer de discutir y contradecir responde a un instinto infantil. El niño primero es mandado y manda, antes de ser enseñado y enseñar. Los adolescentes se tiran puyas y mofas como perros que nada más aprender a morder muerden a discreción afirmándose en la contradicción. No hay defecto más difícil de corregir en los chavales –propio también de ciertos gallineros televisados- que el hablar todos a la vez. Por el contrario, la mente madura tiende a evitar la polémica y busca el acuerdo, el buen entendimiento. Negocia. Dejar hablar al interlocutor es señal de buena educación y cortesía, un hábito de respeto que nos cuesta mucho adquirir.

Las reuniones de funcionarios, como aquellas visitas arcaicas de cumplido, resultan tan forzadas como aburridas. A veces se acompañan de regalos y las palabras adquieren el rango de formalidad ceremonial. Sin duda, la palabra hablada constituyó el primer gran empleo del genio inventor humano y su más sobresaliente engendro estético. No sé si todavía los esquimales cantan contra el prójimo en lugar de insultarle con escarnios, entonan sátiras prolongadas en lugar de nuestras violentas discusiones, que no suelen llevar a ninguna parte o conducen al insulto y la agresión.

Es muy probable que antes de servir para conversar, las palabras estuviesen vinculadas a las órdenes de los jefes, a las sentencias de poetas, a las prescripciones de chamanes y sacerdotes. La raíz del imperativo es más antigua que la del indicativo, y lo unilateral y el monólogo preceden a lo recíproco y al diálogo. El ruego, la oración a los dioses, es un monólogo ritual que marcó el origen del lirismo. La misma oración tiende a hacerse diálogo como puede apreciarse en la misa católica. Mucho antes, los cantos de Dionisio estuvieron en el origen de la tragedia griega. Los monólogos de los superiores alimentan los diálogos entre iguales. La buena conversación socava jerarquías. Pero incluso entre iguales casi siempre uno habla más que el otro. Lo mismo que sucede en los diálogos de Platón emparentados en su origen con la comedia. Una pregunta seguida de una respuesta es ya embrión de diálogo. El preguntar ya vale como generosa atención y préstamo de la voluntad.

Oír al otro no es lo mismo que escuchar de verdad lo que dice. Una buena regla pragmática para el diálogo amistoso es el llamado “principio de caridad”: estar dispuesto a interpretar en el mejor de los sentidos posible lo que dice el otro. Uno puede oír lo que se niega a entender. Es el “diálogo de sordos”. Una investigación reciente muestra que sólo un 10% de nosotros escucha con eficacia lo que el otro dice, sólo se aguanta su chaparrón como el que oye llover, sólo se espera, con ansiedad, para volver a hablar. El caso extremo es el del bocazas que no deja hablar en absoluto y sólo sermonea para escucharse a sí mismo.

Muchos llaman a la radio desesperados, simplemente para tener un interlocutor que les escuche. Quien de verdad es escuchado siente aceptación a la vez que descubre su íntimo modo de ser y estar. Escuchar es una forma de hospitalidad espiritual que apenas se practica. Las próximas reuniones, comidas y festejos, pueden servir de ocasión para ejercitarse en este arte saludable y humanizador de la conversación, asilo de la libertad, un logro de la cultura muy superior a la garrulería de los gorriones en los árboles y al tumultuoso graznido de los cuervos en el aire. Ojalá.

Del autor:

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