nuevodiario.es
BANALIDAD Y MORALISMO, por José Biedma López
Ampliar

BANALIDAD Y MORALISMO, por José Biedma López

martes 19 de septiembre de 2023, 09:26h
BANALIDAD Y MORALISMO, por José Biedma López

Hannah Arendt, alemana de origen judío, fue discípula y amante de Martín Heidegger, quien simpatizó con el nacional-socialismo de Hitler; ¡paradojas de la vida y de la historia! La excelente filósofa, que nunca renegó de su maestro, acuñó en el mercado intelectual la expresión “banalidad del mal”. Puede que la expresión sirva para referir al caso del oficial alemán que, anulada su conciencia por la disciplina militar y la cadena de mando, simplemente obedece órdenes, que pueden ser inhumanos mandatos de exterminio de los morenos por ser morenos. El oficial hace de estas órdenes su obligación trivial, banal, su rutina de “buen soldado”.

El análisis de Arendt es pertinente por avisarnos de que el criminal no tiene rabo ni cuernos de cabrón, tampoco hay en él un gen de la maldad, sino que a falta de sentido crítico –o por miedo a convertirse él en víctima- es arrastrado en el torbellino de los horrores históricos a servir de verdugo. Actúa como un malvado, no porque lo sea esencialmente, sino por no poder rebelarse contra el poder constituido; miserable, por obediente. Por temor (¿insuperable?) a las consecuencias de una insumisión al poder establecido, que puede ser injusto y siniestro, el asesino podemos ser cualquiera de nosotros. Inevitablemente, pasa en las guerras, que nunca son justas.

No obstante, me opongo a la consideración neoplatónica de que el mal moral no exista o sea trivial en el sentido de que carezca de sustancia. Me opongo -caso paradigmático hoy- al borrado de la frontera entre ética y medicina que disfraza los vicios de enfermedades y llama “cleptómano” al ladrón deportista; “ludópata”, al jugador que arruina a su familia; y enfermo toxicómano, al drogadicto irredento, de modo que ladrones domingueros, tahúres tramposos y señoritos cocainómanos tienen “un problema”, no un vicio. Dudo que el relajo de la culpa sirva para mejorar sus “dolencias”, aunque nadie se droga para que le duela nada, nadie está obligado a robar y nadie juega para perder.

Aunque lo de indignarse esté de moda, no me indigno. Indignarse sube la tensión. Pero me parece infame y obsceno que las extorsiones, exilios obligatorios y miles de crímenes (castigados e impunes) causados por la banda etarra se describan como efectos colaterales de un “conflicto político” con el Estado (que mostró eficacia, pero no perfecta inocencia y legalidad en su lucha contra la extorsión y el crimen). Esta “banalización del mal” escandaliza con razón y clama al cielo. De este modo se borra también la distancia infinita que media entre víctimas y verdugos, entre personas honradas y deshonestas, entre virtuosos y viciosos. Y los corruptos, mafiosos y malversadores pueden incluso ingresar, sin más acreditación, en la Sacra Cofradía del Victimato cada vez más nutrida, como irresponsables o víctimas del “Sistema”. Incluso pueden exigir, bien terapia científica, bien protección estatal.

Un problema es que hay palabras comodines y el adjetivo “banal” es una de ellas. Refiere a lo insustancial, a lo de poca trascendencia, como las charlas sobre el tiempo en un ascensor que hacen menos tensa la proximidad invasiva de dos vecinos. Sin embargo, ¿son intranscendentes o triviales los efectos del mal? Pues no; ¡sus perversos efectos pueden durar generaciones! Afectan a familias, allegados…, a pueblos enteros, a naciones. La sustancia del mal, las malas obras, los malos pensamientos y hasta los silencios cómplices, no sólo causan heridas mortales, sino llagas e infecciones que duran siglos, a veces incurables, como una enfermedad crónica, como un resentimiento que se hereda igual que el color de los ojos o el rizado del cabello. ¿Podrán convivir rusos y ucranianos, tan próximos étnica y culturalmente, después del desastre alimentado por tirios y troyanos? Lo dudo.

No sólo se sustancia el mal en sufrimientos inmerecidos que se extienden socialmente como una mancha de aceite o como el terror en la onda expansiva de sus bombas, sino que –como dice Javier Echeverría en Ciencia del bien y el mal, 2007- dado un bien y su mal opuesto, percibimos más fácilmente el mal que el bien; nos damos cuenta de que tenemos bronquios cuando nos duele usarlos y que tenemos un tobillo cuando se nos tuerce. No sólo se perciben mejor los males que los bienes, también se imaginan más fácilmente. La mayoría de las películas que nos entretienen describen desastres naturales, sentimentales o facinerosos.

También el “tribalismo moral” que separa rotundamente el “nosotros” del “ellos” (“nosotros los buenos, ellos los villanos”) basado en religiones políticas o nacionalismos raciales, religiosos, culturales, identitarios…, puede resultar letal para la democracia. La cultura de la cancelación (woke) profesada por santurrones fanáticos está provocando una pandemia de moralina censora que difama a intelectuales y científicos, del pasado y del presente, acusándoles de nuevos “pecados” de pensamiento, obra u omisión y promoviendo la difamación y la calumnia. Las redes sociales se han vuelto un canal eficacísimo para que cunda el odio al que no piensa como yo. Para ello se usan todos los sofismas y falacias del espectro retórico y propagandístico. Las redes sociales hacen negocio con nuestra indignación moral.

La búsqueda de bienes como la salud y la seguridad surge mayormente por rechazo de males como el contagio o la delincuencia, por eso la trivialización de estos morbos y su encubrimiento hipócrita dificulta la lucha del ángel bueno contra los incordios del diablo. Siempre conviene saber distinguir al asno del alazán por sus rebuznos y andares. Pero hay que tener cuidado y ser prudente cuando señalamos con el dedo. Sigue siendo valiosa la ironía de Jesús: “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Y ello: “porque tenemos más facilidad para ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio”. Todos hemos sido o somos “pecadores”. Todos guardamos secretos. Y es que, en general y por condición trágica de nuestra común humanidad, los males (naturales y morales) son más abundantes que los bienes, entre otras razones de peso porque el disfrute de un bien implica siempre riesgos, empezando por su pérdida, mengua o privación. “Del bien al mal no hay un canto de real”. Incluso los excesos de virtud son malos. Es erróneo privar a nuestros hijos de la previsión de que existen “lobos” capaces no sólo de comerse a la abuelita, sino también a Caperucita, aislándolos en una burbuja séptica donde todo es bueno y bello. La misma lucha por la existencia entraña destruir a otros seres vivos, vegetales o animales. Esto tampoco es “banal”: “No hay equilibrio en un ecosistema sin continuas pugnas entre unos y otros seres vivos. Donde hay vida, no hay paraíso” (Javier Echeverría).

La especie humana ha desarrollado valores que no son naturales, sino específicamente humanos: religiosos, morales, políticos, sociales, epistémicos, tecnológicos… Y conviene conjugar los unos con los otros porque ninguno es absoluto, ni siquiera la salud o la vida. No tiene sentido intentar moralizar la ciencia o el derecho, son ámbitos que deben mantenerse libres e independientes. Somos más que animales y, por tanto, más capaces de hacer el bien, pero también más eficaces haciendo el mal. No es realista fantasear o idealizar un mundo en el que el mal esté ausente, pero sí es realista proponerse no añadir más mal al que ya hay. Para ello es imprescindible el conocimiento de lo que está mal, su determinación clara, desnuda de cualquier disfraz banalizador. Y eso, a sabiendas de que no hay ciencia primera y ni siquiera la ciencia del bien y del mal lo es.

Platón hizo de la Idea del bien el género supremo de las Formas eternas, fin y principio único de toda realidad, de toda verdad, de toda belleza, de toda justicia, pero añadió con sagacidad extraordinaria que nadie sabe qué es el bien en sí. Sólo cabe un vislumbre. En nombre de moralidades dudosas se han cometido grandes atrocidades. Los inquisidores creían que castigando el cuerpo de sus víctimas salvaban su alma. Hoy tenemos nuevos inquisidores e inquisidoras que dicen saber qué es lo bueno en sí y en nombre de sus religiones seculares, políticas, apuntan con el dedo a diestro y siniestro, exigiendo castigos que pueden ir dirigidos contra el que no los merece. Olvidando la presunción de inocencia, el moralismo dogmático facilita el autoritarismo y, si puede, margina o elimina al disidente.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios