“Hace frío y llovizna. La carretera llena de baches está convertida en un barrizal. Filas de soldados, los que habían combatido en el frente del Ebro –entre ellos mi padre- con su fusil al hombro y sus cantimploras, los pies calzados con botas gastadas o con alpargatas empapadas de barro, junto con familias enteras, a pie, en camiones, en coches particulares, en coches tirados pos jamelgos, incluso carritos de tracción humana, por carreteras o sendas de montaña, hostigados por la aviación franquista, huyen ateridos y espantados del ejército vencedor camino de Francia. Llevan la tragedia en los rostros. Es un histérico movimiento de pánico. Los pueblos en el camino a la frontera francesa se llenan a rebosar de refugiados. Por la noche las aceras quedan cubiertas de hambrientos y temblorosos seres humanos de todas las edades.
Se oyen pocas quejas, ¿para qué? Los niños llevan juguetes rotos: una cabeza de muñeca, una pelota desinflada, como símbolos de una niñez feliz perdida. Muchos pasan la noche en los campos bajo el aguanieve – es el mes de enero- o en zanjas enfangadas. Todas las carreteras catalanas que conducen a Francia se hallan congestionadas por riadas de fugitivos que arrostran el temporal de lluvia y nieve. Agotados por el desastre caminan firmes, erguidos y dignos. Atrás va quedando un reguero de coches sin gasolina, de enseres, de maletas, bultos y equipajes abandonados. Entre la gente avanza una mujer joven con un niño en los brazos, otros de la mano como de seis años y encinta de seis o siete meses. Camina como un autómata, con la boca apretada, el gesto trágico, los ojos fijos y vidriosos, arrastrando al pequeño que no cesa de llorar. Y una niña de unos nueve años corriendo por entre la gente como enloquecida, llorando y sin parar de gritar ¡mamá! Debe haber perdido a su mamá. Toda Cataluña se halla sumida en el caos total.
Mi padre, el maestro, y Ladislao, el médico, su compañero de viaje de hace unos días, aunque ya se conocían de la enfermería de cuando estuvieron en la batalla del Ebro, se internan por entre los bancales embarrados, que les dificulta extraordinariamente el avance, para ver si encuentran algo de comer. No llevan fusil porque en el frente no llegaron a utilizar ninguna arma de fuego, ya que uno es médico y no le hacía falta y el maestro, aunque había sacado el grado de teniente, estaba siempre en la sección de cultura y alfabetización. Ven una cabaña y entran para ver si hay algo dentro, pero salen despavoridos.
-Si estamos un minuto más nos comen las pulgas. Está totalmente infectado- comenta Ladislao el médico sacudiéndose la ropa.
- Con los piojos que ya llevamos encima sólo nos faltaba que nos llenáramos de pulgas. Alejémonos de aquí lo más que podamos.
No se habían alejado mucho cuando oyen el rumor del motor de una avioneta.
-¡A tierra, deprisa!
Al pasar la avioneta por encima de la cabaña la bombardea destruyéndola por completo.
-De buenas nos hemos librado.
-Se lo debemos a las pulgas. ¿Qué haces? Con el frío que hace vas a coger una “galipandia” que no veas. Y yo no tengo nada para curarte.
-Mira lo disciplinado que desfilan los cabrones- comenta Pedro que se ha quitado la guerrera y los piojos que encuentra en ella los va colocando encima de la nieve.
-Entonces tu hija nació cuando ya estabas en el frente, ¿no?
-Precisamente en la última carta que he recibido mi mujer me dice que acababa de dar a luz. ¡Y yo aquí huyendo como un forajido! No sé cuándo me podré reunir con ellos. ¿Los veré alguna vez?
-Sí hombre, no pierdas la esperanza. Ahora lo prioritario es salvar nuestras vidas. Por eso vamos a Francia, que es la patria de la libertad y de la solidaridad y allí encontraremos la seguridad, la paz y la abundancia tanto tiempo ausente. Y el usurpador de Franco no durará mucho, te lo juro. Las naciones libres no tardarán en erradicar el fascismo, ya lo verás. Y cuando Alemania e Italia caigan derrotadas a Franco le darán garrote, no te quepa la menor duda.
Desde lo alto de una loma advierten la subida de la marea humana en busca de la frontera. Hombres y mujeres arrastrados por el pánico. Pánico que nadie es capaz de atajar. Por las calles de Banyoles encuentran escenas deprimentes. Los mutilados de guerra por los rincones y los enfermos tirados por el suelo: esperan algún transporte que los lleve a la frontera.
-¿No es Machado aquel que hay sentado en aquel banco?
-¿Quién, aquel del sombrero que se apoya en un bastón? Sí que parece Antonio Machado. Esa anciana que le da de comer debe ser su madre. ¡Qué acabado debe andar para que su madre le tenga que dar la comida en la boca!
- Don Antonio, permítame que tape a su madre con esta manta, que parece que está pasando frío- le dice Pedro el maestro al tiempo que desenrolla una manta que lleva a la espalda.
- Muchas gracias, son ustedes muy amables-balbucea el poeta.
-Para nosotros es un gran honor poder ayudarles.
-Estamos esperando a mi hermano Manuel par que nos lleve en el…
Un ataque de asma le sobreviene a Machado. Ladislao el médico trata de ayudarle, pero lo aparta con un movimiento brusco.
En los puestos fronterizos de La Junquera y Port Bou se van aglomerando miles y miles de refugiados, que se puede cifrar en torno a los 500.000 tanto de civiles como de combatientes. Al otro lado ondea la bandera francesa como una promesa de salvación. El gentío está acampado por la montaña, con fogatas encendidas para calentarse y preparar algo de comida y una manta atada entre los árboles para resguardarse de la lluvia.
Si el camino hacia la frontera, derrotados, a la desbandada, sin más horizonte que huir del horror, hostigados por la aviación franquista, mal nutridos, pésimamente equipados, sin medios materiales y en pleno invierno, fue un verdadero calvario en el que muchos han sucumbido, la llegada a Francia, que no esperaba una riada humana de tal magnitud, es terrible y decepcionante. La Francia de la libertad y de la solidaridad los rechaza contundentemente con los gendarmes empleándose a fondo. El gobierno francés propone la creación de una zona neutral en esa parte de la frontera donde los exilados serían mantenidos con ayuda extranjera. Pero Franco se niega a tomar en consideración ese y cualquier otro plan.
El espectáculo más miserable es cuando llega un convoy de camiones con más de mil quinientos heridos y enfermos del hospital de Camprodón: ciegos, inválidos, en camillas y con vendajes que presentan un pésimo aspecto, que son abandonados en el suelo fangoso y frío. Y para no caer en manos franquistas, tal es el pánico que se refleja en sus ojos, forcejean para cruzar la frontera con los rostros desencajados por el dolor, la fiebre y el frío. También son rechazados por los gendarmes franceses y las tropas coloniales de senegaleses y argelinos a culatazos. Provoca una indignada revuelta que obliga a los gendarmes a disparar a bocajarro para dispersar la masa amotinada.
La situación se pone cada vez más fea. Hasta que el gobierno francés, en contra de su voluntad, permite que se abra la frontera, aunque solo para los heridos y el personal civil. Pero como los combatientes republicanos españoles no tienen ni medios ni intenciones para oponerse al avance de las tropas franquistas, porfían hasta conseguir que las autoridades francesas les dejen también traspasar la frontera, aunque a condición de entregar las armas. Los refugiados han de cruzar un cordón formado por senegaleses que con las manos forman una cadena, mientras que los gendarmes registran uno a uno; no solo requisan las armas sino también anillos, joyas y toda clase de documentación bancaria, como acciones y títulos de crédito.
Una vez desarmados se les da a elegir entre el internamiento en campos de concentración o ser enviados a la España nacional. Nadie pide ser entregado a la España nacional. Por tanto, a los 10.000 heridos, 170.000 mujeres y niños y unos 80.000 hombres, la mayoría ancianos, se añaden, entre el 5 y 10 de febrero, unos 250.000 del ejército republicano.
Los gendarmes a caballo conducen a los refugiados a los campos de concentración. Los campesinos franceses los miran, algunos con lágrimas en los ojos y otros con insultos y desprecios: “sales rouges”. Los que son conducidos al campo de internamiento Argelès-sur-Mer, al pasar por Colluire muchos vecinos, en un gesto de un profundo sentimiento humanos más que compasivo, reparten café caliente de unos grandes calderos que tenían en una hoguera en medio de la calle. Pero al llegar a las playas no pueden contemplar panorama más deplorable y caótico: sobre los espacios abiertos de las dunas, junto al mar, cercados con alambrada espinosa, sin barracones donde cobijarse y expuestos al inclemente mistral, encuentran a muchos de los civiles que poco antes habían entrado en Francia. Se amontonan como si fueran bestias en agujeros excavados en la arena para resguardarse del frío. Se ven a los heridos tirados sin ningún cuidado y sin ninguna atención médica. No hay asistencia sanitaria. Y la carencia de higiene es total, empezando por la calidad deficiente del agua. No hay letrinas, ni cocina, ni enfermería, ni siquiera electricidad. Están sometidos, sin embargo, a un severo régimen disciplinario por las tropas coloniales de senegaleses y argelinos que los tratan con prepotencia y desprecio. Muchas son las bajas víctimas del hambre, de la humedad, del frío y de enfermedades como la disentería, la sarna, la gangrena o el tifus.
-¿No decían que era la patria de la fraternidad, la igualdad y la libertad? Nos tratan no como a defensores de la democracia y la honradez frente al fascismo, ni siquiera como refugiados, sino como a criminales de la peor especie.
Con la ayuda de la Cruz Roja y otras organizaciones internacionales los propios reclusos construyen barracas de lona, así como improvisadas cocinas y letrinas. Al no haber barracas para todos, la mayoría vive en escondrijos como trogloditas, con las tiendas semienterradas hechas de miserables andrajos. Es lo que la prensa francesa bautizó como camping a la moda española. Se organizan de tal manera que cada uno tiene un espacio de un metro donde cada uno tiene sus pertenencias personales. Casi todos los días llegan camiones con pan y sacos de legumbres que se cocinan con el agua que se obtiene excavando la arena. La dieta consiste básicamente en garbanzos, lentejas, bacalao frito, café aguado y pan.
La comunidad internacional no tiene ni la más mínima consideración con los que han perdido la guerra. La prueba está que los que se jugaron la piel para salvar las pinturas del Prado depositándolas en el palacio de la Sociedad de Naciones en Ginebra también son internados en el campo de Argelès.
Pero, a pesar de las penurias, los refugiados se organizan para realizar actividades culturales, llegándose a construir “barracas de la cultura”, donde se llevan a cabo las actividades que las circunstancias permiten. Es muy celebrado el guiñol satírico La Tarumba que dirige Miguel Prieto Anguita con la misma ilusión de cuando lo hacía en las Misiones Pedagógicas con García Lorca. Incluso se llegó a publicar el pequeño folleto El Boletín de los estudiantes.