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EL HIGO AL PODER, por José Biedma López
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EL HIGO AL PODER, por José Biedma López

martes 18 de julio de 2023, 08:56h
EL HIGO AL PODER, por José Biedma López

Sykología. Este neologismo, sin la pe de pepino y con esa ka que tanto gusta a la muchachada, resulta ser etimológicamente la Ciencia del higo, al que los griegos llamaban sykhon. Algunos dirán que es poca cosa un higo para merecer ciencia. Los que así piensan, yerran. Les mostraré por qué es injusto tal menosprecio.

Originarios del Creciente fértil, los fenicios extendieron la higuera por el Mediterráneo mucho antes de que los romanos hicieran al mar suyo. A los fenicios debemos también las primeras conservas de pescado y el alfabeto, ¡que no es poco! Los higos llevaban ya varios siglos cultivados por los latinos en tiempos de Trajano, y con tal orgullo que cuando se produjeron las migraciones de galos hacia Italia en los siglos II y I a. C., buscando esos barbaroi mejor suerte al marchar de norte a sur, no como ahora, se supuso que buscaban higos, aceitunas y uvas (sobre todo fermentadas, claro).

Plinio el Viejo en su monumental Historia Natural ofrece ciento once observaciones acerca de los higos. Para el sabio lombardo el higo, como la ostra y sus perlas, representa la insensatez de la expansión romana, un símbolo de la ambición destructiva, pues el folclore había extendido la superstición de que Roma saqueó Cartago por culpa y codicia de los sabrosísimos higos púnicos.

Mucho antes, en su determinación por acabar con la floreciente república de los comerciantes fenicios (cananeos, tirios o “púnicos”, como les llamaron los romanos), Catón el Viejo llevó un higo fresco al Senado del Pueblo Romano y preguntó retóricamente a sus colegas togados cuándo creían que había sido cosechado en Cartago (en la actual Túnez). Cuando les contó que dos días antes aún estaba el higo en su árbol consiguió alarmar a los senadores, que aún recordarían los elefantes con los que Aníbal atravesó los Pirineos camino de Roma durante la Segunda guerra púnica. Con el higo de Catón empezó la tercera y definitiva, aunque mucho más tarde, allá por el siglo V, Cartago volvería a ser cabeza del reino de los Vándalos, saqueadores de Roma (Karma).

Plinio veía en el higo un estupendo laxante, un suavizante del gaznate, un bálsamo para las picaduras de insectos y un notable alimento para engordar el hígado de gansos y cerdos con el fin de producir excelente foie gras. Un amigo le regaló unos dátiles al sobrino del sabio, Plinio el Joven, cuando su tío, el famoso naturalista, había sucumbido ya con la erupción del Vesubio (79 d. C.), el abogado, cónsul, panegirista y amigo del emperador Trajano le respondió a su corresponsal que aquellos dátiles que tan graciosamente le enviaba tendrían que competir con sus higos.

El sobresaliente botánico Pio Font Quer nos recuerda que los romanos guisaban el hígado con higos y del latín ‘ficus’ (Ficus darica, la higuera común), o sea higo, venía ficatum (el guiso) y de ficatum viene hígado, el nombre de la víscera. Dice el botánico aragonés que el higo para ser bueno ha de tener cuello de ahorcado, ropa de pobre y ojo de viuda. Las flores de la higuera son diminutas, Laguna creía que el árbol carecía de ellas. Lo cierto es que cada higo es un invernadero floral y una cámara de polinización con muchas flores, frutos y semillas que polinizan, en su estado natural, unas avispillas microscópicas que entran por el “ojo de viuda” y depositan su caviar en el interior. Si el insecto se pasa depositando sus huevos, la higuera se entera –aunque no sabemos cómo- e interrumpe el desarrollo de ese higo. La avaricia de la avispa rompe el higo.

Todavía conocemos muy mal el funcionamiento de lo que el naturalista y místico alemán Mauricio Maeterlinck llamó “la inteligencia de las plantas”. Que hay inteligencia en ellas es un hecho, aunque les falte la conciencia.

Se dice que algunas higueras dan dos frutos, pero lo que sucede es que hay higueras que conservan sus receptáculos ya formados en otoño durante el invierno y recobran precozmente su desarrollo a principios del verano. Son las brevas. ¡Y famosas, las de Jimena! “Por San Juan, brevas; y por San Pedro, las más buenas”. Lo higos nuevos sazonan a fines del verano o principios del otoño: “Por San Miguel, los higos son miel”.

El látex urticante de la higuera coagula la leche como cuajo ordinario, para eso lo emplearon en Mallorca desde tiempo inmemorial. También sirve contra las verrugas. Laguna elogió los higos negros valencianos añadiendo que purgan las arenas de los riñones. Mi padre, que murió de insuficiencia renal, tendría que haber hecho más caso a los higos. Lo digo sin malicia. El genial médico y humanista Laguna añade el inconveniente de que su ingesta genera ventosidades “que ofenderían harto si no se resolviesen muy presto”. Lo higos secos, tan alimenticios, los recomienda contra la tos.

La higuera se asilvestra en nuestros pagos con facilidad y aún en el sur de Francia. Su madera vale poco y dudo que sirviera siquiera para el suicidio de Judas. El calentamiento global le vendrá bien para extender su rendimiento hacia el norte. Sus hojas con sus cinco y hasta siete lóbulos recortados son muy hermosas incluso cuando amarillean y mueren.

Nuestros hijos desdeñan los higos, como pasan de tantos otros frutos variados que nuestra tierra da sin márketin. Prefieren productos industriales emplasticados. Sin embargo, conocí a una inteligente turista hebrea, con la que compartí mesa y mantel en improvisado oficio de intérprete y cicerone, que tuvo a bien revelarme que una de las razones para volar desde Nueva York a la tierra de sus antepasados sefarditas, a Sefarad, o sea España, tenía que ver con el deseo de probar los higos frescos que con tanto placer comían sus antepasados.

Comparto su buen gusto. ¡Ya tardan!

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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