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'La mayor proeza de todos los tiempos', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo

"La mayor proeza de todos los tiempos", por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo

jueves 25 de mayo de 2023, 10:37h
'La mayor proeza de todos los tiempos', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo

Se ha comparado el viaje de la primera vuelta al mundo con el viaje a la Luna. Se parecen en lo trascendental , pero en nada más. El viaje a la Luna no duró mucho tiempo, desde las bases de la Tierra los controlaban y se podían comunicar. Y todo estaba previsto hasta el último detalle. Sin embargo, el viaje que organizó Magallanes duró tres años, los mapas con que salieron resultaron ser falsos, en el Pacífico carecían de cartas de navegación que los orientara, no podían pedir socorro a nadie, oficialmente los dieron por desaparecidos, sufrieron lo indecible con las inclemencias del tiempo y todas las torturas de la escasez. ¿Cómo pudieron superar la espantosa soledad en que se vieron sometidos, el desamparo de saber que nadie les podía ayudar, ni siquiera atestiguar de su sacrificio?

Se inicia el viaje en solitario de la nao Victoria

“Acordaron- escribe López de Gómara- que Juan Sebastián del Cano, natural de Guetaria, en Guipúzcoa, se viniese luego a España por la vía de portugueses con la nao Victoria”.

Voluntariamente los expedicionarios eligieron su suerte, quedarse en Tidore o regresar en la Victoria. Cincuenta y tres decidieron quedarse, algunos por temor de que el navío no resistiera tan largo viaje, o porque pensaban que morirían de hambre en medio del océano. Así pues, la tripulación de la nao Victoria quedó finalmente formada por 47 europeos y trece indígenas. Solo uno de los cinco carpinteros, el normando Ruxar, embarca en la Victoria. “El sábado, 21 del mes, día de Santo Tomás,- escribe Pigafetta en su diario- nos trajo dos pilotos, que pagamos por anticipado, para que nos condujeran fuera de las islas. Nos dijeron que el tiempo era excelente para el viaje y que debíamos partir cuanto antes, pero tuvimos que esperar a que nos trajeran las cartas que nuestros camaradas que se quedaban en las Molucas mandaban a España, y no pudimos levar anclas hasta el mediodía. Entonces los barcos se despidieron con una descarga recíproca de la artillería; nuestros compañeros nos siguieron en sus chalupas tan lejos como pudieron, y nos separamos, al fin, llorando”.

O sea, aprovechando el monzón de invierno parte la Victoria de Tidore el 21 de diciembre de 1521 dirigiéndose hacia el sur, pero el 10 de enero les sorprende una tempestad que pone en peligro sus vidas. Un viento impetuoso zarandea la nave rifando algunas de sus velas. Las olas barren sin piedad el puente y la pequeña granja que llevan como provisiones sale despedida hacia la espumosa oscuridad. De repente se oye un ruido de maderas rotas, pues parte del aparejo se ha tronchado y los mástiles oscilan peligrosamente. El pánico hace presa en los nautas, que no articulan palabras. Todos hacen el voto de ir en peregrinación a Nuestra Señora de la Guía si se salvaban. Pasada la medianoche el viento reduce su peligrosidad y varios marineros consiguen cortar los jirones de las velas. Con el alba se recorta una isla de escarpadas montañas. Los pilotos moluqueños dicen que esa isla se llama Mallua donde vive gente muy peligrosa y, además, caníbal.

No ha mucho que la Victoria tiene tiradas las anclas en una pequeña cala y unos cuantos han tomado tierra, cuando los salvajes antropófagos se dejan ver en actitud hostil. Son más parecidos a bestias que a hombres. Lo que llama más la atención es el atuendo de sus cabelleras teñidas de rojo, amarillo o blanco que una peineta de caña mantiene levantadas sobre sus cabezas las crespas pelambreras, mientras encierran sus barbas, envueltas en hojas, en sendos estuches de cañas de bambú. Van cubiertos de pieles de búfalo, adornadas de conchas y rabos de cabra. Y se atraviesan la nariz con colmillos de jabalí. El fuego de los arcabuces los ahuyenta y las saetas de las ballestas los dejan malheridos. Y durante dos días los expedicionarios pueden trabajar tranquilos. Al tercer día son las hembras, arco en mano y actitud retadora las que avanzan contra los nautas. A alguno se le ocurre lanzar collares de cuentas de vidrio y otras bagatelas y la actitud bélica se acaba como por encantamiento. Y no tardan en acercarse en amistosa sumisión portando productos de su isla para trocarlos por esos collares y cascabeles. Los hombres también abandonan sus recelos y se acercan al campamento para pedir u ofrecer sus cosas. Algunos brindan sus cabezas para que se les busque piojos como si fueran golosinas. Una vez arreglada la nao se hacen a la vela habiendo embarcado cabras, gallinas, cera y pimienta.

Los expedicionarios no salen de su asombro, pues a escasas leguas se sorprenden ante una sociedad con un estadio cultural y artístico harto refinado. En Timor, la isla de la madera del sándalo y de la cera, encuentran la civilización más avanzada de todas las visitadas. Junto al puerto donde ancla la Victoria aparece un paisaje urbano de cupuladas torres y sólidas murallas en una jungla domesticada. Templos edificados en pirámides escalonadas que terminan en terrazas concéntricas. Sus bajorrelieves son realmente interesantes de una gran fantasía decorativa. La gente aparece ataviada con ricos y decorados trajes, aunque persiste la costumbre de la región de llevar el torso al descubierto. El tráfico del puerto demuestra el interesante comercio que Timor tiene con muchos lugares asiáticos como Malaca, Java y Luzón.

Como al salir de Timor se han de internar en el mar abierto hay que adquirir víveres en abundancia. Por sus dotes de negociador es comisionado Pigafetta por el capitán del Cano. Le acompaña uno de los pilotos moluqueño. Estos improvisados embajadores van derechos a la mansión de quien creen un mandatario de la ciudad. El potentado exige un precio que los expedicionarios no pueden pagar por los búfalos, cerdos y cabras que ofrece. Les pide oro, cuando ello es lo que, precisamente, van buscando por toda la faz de la Tierra. Y cabizbajos y decepcionados ante el fracaso de las negociaciones, el italiano y el moluqueño, regresan a la Victoria, en el momento que otro magnate de la ciudad con reducido séquito y de buena fe acaba de subir a bordo para dar la bienvenida a los extranjeros. Un turbante de delgado lino con una piocha de ricas gemas, una túnica grana y profusión de collares, plaquetas de oro y otros adornos es lo que distingue su categoría. Del cinto le cuelga una espada de hoja corta y ancha, que va enfundada dentro de una vaina ricamente decorada con incrustaciones de oro y piedras preciosas. El comportamiento de este magnate, que dice llamarse Balibo, es confiado y admira todo cuanto le muestra el capitán de la nao. Al enterarse por Pigafetta de las fallidas negociaciones Juan Sebastián del Cano decide secuestrar a Balibo y exigirle un rescate en víveres. Y a una señal dejan inmovilizados a Balibo y a sus acompañantes. A través de uno de los pilotos moluqueños se le dice a Balibo que si quiere recobrar su libertad sus sirvientes han de traer seis búfalos, diez cerdos y otras tantas cabras. Y al cabo de unas horas los sirvientes regresan en su embarcación con la mercancía del rescate: cinco cabras, dos cerdos y siete búfalos, uno más de los que le habían pedido. Del Cano pide disculpas por la violencia en que se han visto obligados a ejercer, pues el viaje de regreso a casa es muy largo y necesitan víveres para no morir de hambre. Con su expresión Balibo admite las disculpas. Entonces del Cano le coge la mano derecha y con afectuoso golpe la pone en su pecho. Y le regala unos cubrecamas grana, un paño indio de seda, varias hachas, cuchillos indios y europeos y unos espejos. Balibo lo recibe con agrado y satisfacción y abraza al capitán. Balibo esparce buena fama de los extranjeros por toda la contornada y son muchos los que visitan la nao Victoria llevando gallinas, arroz, bananas, caña de azúcar, naranjas, limones, almendras, judías y cera. Y el martes 11 de febrero de 1521 la nao Victoria deja la isla de Timor y se adentra en el gran mar de Lout-Chidol y atrás quedan los desertores Bartolomé Saldaña, Francisco de Ayamonte y Hernán Lorenzo, que no querían pasar las privaciones que sufrieron en el Pacífico.

La travesía del Índico

El piloto Francisco Albo decide navegar con rumbo oeste-sudoeste y dejar a estribor la isla de Sumatra, donde podrían tropezar con los portugueses. O sea navegan rectos al cabo de Buena Esperanza. La travesía entre Timor y el Cabo de Buena Esperanza dura tres meses y una semana. Habían alcanzado los 40 grados de latitud sur en una de las zonas de navegación más difíciles del mundo. La travesía del Índico estuvo determinada en gran medida por tres circunstancias: fue una navegación sin escalas, tuvieron vientos y corrientes de frente de gran intensidad o, todo lo contrario, quedaron amainados al reparo porque la brisa era incapaz de enervar ninguna vela y aparece el escorbuto. El Índico, al contrario del Pacífico, está vacío de islas. Sólo avistaron la isla Ámsterdam, en medio del Índico, pero sus acantilados hicieron imposible recalar en ella. En esta isla queda el cabo Del Cano, como lo bautizaron los holandeses, como testigo mudo del paso del navegante de Guetaria.

Todas las reses hubieron de ser sacrificadas, pues se había terminado el forraje para alimentarlas. Durante unos días el caldero de a bordo contuvo buenos trozos de suculenta carne. Pero no tarda en aparecer la maldita olor inaguantable de la putrefacción al no poderse salar toda la carne. Se origina una nauseabunda atmósfera que se pega por todos los rincones de la nao. No hay más remedio que arrojar al mar toda la carne putrefacta. Pero el hedor de sepulcro aún permanece durante muchos días por entre los intersticios de la madera. También los frutos que se embarcaron en Timor se han consumido o se han podrido. Y la alimentación vuelve a ser aburrida y triste. Sólo comen arroz reblandecido en el agua. Y el agua aparece corrompida. Saben que su debilidad aumenta cuando tratan de izar la poca pesca que arrebatan al mar. Se repite en toda su desesperación la triste situación del Pacífico, la aparición del escorbuto. Ya son varios los que presentan sus temidos síntomas: hemorragias, trastornos intestinales y caquexia progresiva.

El piloto Albo consultando el mapa que llevaba de Magallanes comprueba que están en el mismo meridiano de Mozambique, donde hay una factoría portuguesa. Y Sebastián Gracia y otros, que ya presentan los primeros síntomas del escorbuto, exigen al piloto que ponga rumbo a Mozambique para aprovisionarse en la factoría portuguesa y evitar que la terrible enfermedad prospere, pues aún están a tiempo de ponerles remedio. Saben que las hemorragias cesan en 24 horas, los dolores musculares y óseos ceden y las encías comienzan a curar en dos o tres días si consumen alimentos frescos. Se les dice que si los ven los portugueses matarían a todos. La situación toma mal cariz. Los ánimos están muy excitados. Hay forcejeos, golpes, agresiones, gritos, insultos, amenazas. Pigafetta le echa en cara a Juan Sebastián del Cano que si lo eligieron capitán era para que velara por el bien de la gente. El capitán le propina un fuerte golpe que le hace rodar, y ordena que apresen a los que con ímpetu ciego intentan agredirlo. La pelea es dura, sangrienta, desigual. El alguacil Diego de Peralta es herido al intentar apresar a los sublevados. Al final Sebastián Gracia, Martín Barrera y tres isleños son reducidos, encadenados y después ahorcados. He ahí la razón por la que Pigafetta detesta al capitán vasco. Y eso que se cambió a la Victoria porque confiaba en su capacidad como navegante.

Durante doce largos días están luchando con el viento y las corrientes en el extremo sur de África, a la vista del rio Infante, voltejeando una y otra vez, avanzando muy lentamente. No se pude tomar tierra. La resaca ruge y se estrella contra el acantilado. No hay ningún puerto, ni ningún remanso. Pigafetta señala que el cabo de Buena Esperanza, situado a 34’5 grados de latitud sur, es el más grande y peligroso cabo conocido de la Tierra. El día 16 de mayo, estando a la altura del Cabo, hacen frente a una fuerte tormenta que les parte el palo del trinquete y su verga. Tienen la suerte de llevar un trinquete de repuesto. Al mejorar ligeramente el tiempo consiguen doblar el cabo el día 19.

La remontada del Atlántico africano

La costa que se presenta a los expedicionarios es un dramático paisaje de altos acantilados, con solo una estrecha banda litoral llana. Es una costa inhospitalaria, sin refugios. Los nautas tiran el ancla y desembarcan en busca de víveres, de agua, de madera, de troncos para la reparación de antenas y mástiles. Pero los acantilados levantan sus moles a gran altura y no permiten que se pase más allá de la pequeña franja costera. No encuentran nada más que matorrales, brezales y altos helechos. Vuelven con las manos vacías, sin agua, sin frutos, sin carne, sin troncos. Y el escorbuto se cobra diariamente sus víctimas. Desde que cruzaron el cabo ya han muerto 22 hombres (quince europeos y siete indígenas)

Las siete semanas que trascurren entre el cabo de Buena Esperanza y las islas de Cabo Verde constituyen una nueva vuelta de rosca para la expedición. Si 110 no eran suficientes para el manejo de tres embarcaciones (36 por embarcación) y se tuvo que quemar la Concepción, en la Victoria el número de tripulantes se va reduciendo progresivamente a causa del escorbuto. Si de Timor habían salido 47 expedicionarios europeos, en el cabo de Buena Esperanza son cuarenta. Y al llegar a Cabo Verde solo había 35, muchos de ellos enfermos, número insuficiente para el manejo de una nao, a la que, además, hay que achicar agua continuamente. Ahora la situación es mucho más terrible que cuando estaban en la meridiana de Mozambique. No tienen nada, ni arroz, para comer y la nao hace mucha agua y todos están muy débiles y la mayoría enfermos. Esta vez el capitán permite que a mano alzada la gente decida si se va o no a la factoría portuguesa en busca de víveres y de esclavos negros que achiquen el agua que inunda la bodega. Y el 9 de julio de 1521, mientras la Victoria recala fuera del puerto, los del batel, que llevan la lección aprendida de que iban a las Indias Occidentales y una tempestad los separó de su escuadra y han quedado a la deriva, son bien recibidos por los portugueses y regresan con carne, frutas y pan. A la mañana siguiente el batel es enviado de nuevo a tierra a recoger el arroz que ya estaba preparado. Y también regresan con los esclavos prometidos para achicar el agua. En el tercer viaje van trece para devolver los esclavos y con tres quintales de clavos de olor para pagar las mercancías compradas con el convencimiento de que son generosos y agradecidos. Llega la noche y, ante la extrañeza de todos, el batel no regresa. Pero sale una barcaza portuguesa y les exige que se rindan y den cuenta de llevar especias que son de exclusivo comercio del rey de Portugal. La escasa tripulación, al ver como dos carabelas portuguesas que hay en el puerto levan las anclas, pone en marcha a la Victoria, que enfila rumbo a España. El viento favorable del nordeste hace que la última nave magallánica saque suficiente ventaja. Al internarse en mar abierto y, a favor de las tinieblas de la noche, burlan a sus perseguidores.

Si treinta y cinco tripulantes eran insuficientes para el manejo del barco y el achique del agua, ahora son solo veintidós. Esos 22 tripulantes tienen que cubrir los tres turnos, izar y arriar las velas, reparar como pueden las vías de agua, subir a la cofia y achicar día y noche el agua con las bombas. No había gente para todo. Los vientos alisios impiden ir directamente al cabo San Vicente, por lo que se desvían hasta las Azores para encontrar vientos favorables. Por ello los casi dos meses que transcurren de Cabo Verde a Sanlúcar son interminables y de un enorme sufrimiento. Y todavía mueren cuatro de escorbuto. El 4 de septiembre de 1521 divisan por fin el cabo San Vicente. Una emoción incontrolable se apodera de los dieciocho expedicionarios. Se abrazan, se arrodillan y tratan de saltar y danzar, pero el cuerpo está demasiado tullido y baldado para hacer cualquier alarde de agilidad. Los tres malayos están con los ojos atónitos. Un fuerte escalofrío de felicidad les recorre por todo el cuerpo.

La Victoria atraviesa las aguas de un ocre barroso que el Guadalquivir vierte en el mar y en la otra orilla aparece dominante y poderoso el castillo de Sanlúcar. Todo está igual que cuando salieron, Nada ha cambiado. El centenar y pico de casas, de paredes enjalbegadas y tejados con tejas de un rosa desvaído, debajo de la muralla protectora del castillo. Y la iglesia de la Virgen de Barrameda, que procura tener recogidas todas las casas. El mismo olor a pescado, las redes colgadas en la playa y, hasta se diría, las mismas gaviotas que chillan rozando las olas o revoloteando por entre los mástiles. Los pescadores, sin abandonar sus faenas, miran extrañados ese navío desvencijado y raído, con velas remendadas y hechas jirones que dan gualdrapazos con la brisa, sin el trinquete, con los aparejos destrozados y la cubierta llena de cordajes deshilachados y otros enseres en desorden. No pueden saber de qué nao se trata, pues su nombre hace tiempo que el sol de los trópicos lo ha quemado y las brumas lo han descolorido. Es la misma imagen de la derrota. ¡Qué equivocados están! Pero siempre se juzga por las apariencias. Por cortesía los pescadores responden a los saludos que los tripulantes de este derrengado navío hacen agitando los bonetes, pero sin el más mínimo aspaviento y continúan con lo suyo. Es la primera vez que los expedicionarios, en su devenir por todos los mares y tierras, son recibidos con tanta desgana e indiferencia.

Con gran maestría la Victoria es abarloada en el muelle junto a los barcos pesqueros, en el mismo lugar donde lo hizo tres años atrás toda la escuadra magallánica cuando se disponía a realizar el histórico viaje. Dos marinos saltan a trompicones sobre las tablas del embarcadero para recoger los orenques que se les lanza para dejar bien abitada la nao. Seguidamente hacen resonar la artillería con su horrísono estruendo. La gente que sale de misa, las mujeres de los pescadores, los mozalbetes del pueblo e incluso los ceñudos labriegos con su azadón al hombro descienden todos a la playa para ver más de cerca la extraña nave que tan osadamente ha desafiado la tranquilidad de la soleada mañana de un estío en decadencia. Bajan por curiosear, pero sin mucho entusiasmo. Las gentes del lugar ya están acostumbradas a ver navíos que parten o tornan con empaque y solemnidad.

Menos Juan Sebastián del Cano, pues un capitán nunca abandona su barco cuando está en servicio, todos los demás saltan a tierra dando tropezones y doblándoseles las rodillas. Ante el asombro e incomprensión de los curiosos, los nautas se tiran al suelo para besar la tierra con entusiasmo. Las gentes quedan estupefactas ante la extraña conducta de estos hombres casi esqueléticos, desarrapados y descalzos, con grandes ojeras, bocas desdentadas, cabellos desaliñados y largos, barbas sucias y enmarañadas, con la piel, no curtida, sino ya ennegrecida y apergaminada y en un estado de desnutrición patente. Por dignidad tratan de rehusar los alimentos que se les da por caridad, pero sus ojos y sus impulsos les traicionan. Cogen con manos codiciosas el pan caliente y tierno. ¡Cuánto tiempo hace que no habían sentido el tacto blando de la miga! Porque el pan que comieron en las islas de Cabo Verde estaba bastante duro. No solo devoran el pan, sino que con avaricia inusitada también engullen el jamón y los frutos tanto tiempo añorado. El vino de bota hace que el paladar se sienta regalado, aunque las piernas se ponen temblorosas. Ahora sí que cobran plena conciencia de que están en casa, al ingerir lo que siempre habían comido.

-Id presto a Sevilla y decid en la Casa de Contratación que ha regresado la Victoria- explica el capitán Juan Sebastián del Cano al correo-. Que lo notifiquen de inmediato al emperador nuestro señor y que le den esta carta que os entrego y donde explico los múltiples logros del viaje. Decidle que la Victoria es la superviviente de la escuadra de Magallanes que hace tres años salió para las Molucas. Decid que hemos encontrado el paso que une el Atlántico con el mar que descubrió Balboa, y que nosotros hemos bautizado de Pacífico, y que por esa derrota se llega a las Molucas. Explicad que Magallanes murió en unas islas del Pacífico a mano de los bárbaros y que nosotros logramos llegar a las Molucas, donde cargamos a rebosar la Victoria de clavos de especias. Y que hemos dado la vuelta al mundo. Id presto y decid también que de los doscientos sesenta y cinco que salimos de este mismo puerto, solo hemos regresado dieciocho, más trece que apresaron los portugueses en las Islas de Cabo Verde.

Juan Sebastián del Cano ordena que se compren alimentos de refresco para su gente: vino, carne, melones. También adquiere un bote de seis remos, pues el batel de la Victoria quedó retenido en las islas de Cabo Verde junto a los compañeros apresados. Y son alquilados quince hombres para que con la chalupa recién comprada remolquen a la Victoria rio arriba hasta el puerto de Las Muelas de Sevilla. La pobre Victoria, que ha afrontado las peores tormentas, que ha recorrido, según los cálculos de Pigafetta, más de catorce mil cuatrocientas sesenta leguas, ya no tiene fuerzas para remontar la suave corriente hasta Sevilla por el rio Guadalquivir.

Por primera vez Juan Sebastián del Cano y los suyos no tienen que cuidarse para nada del manejo de la nao. Acodados en la borda de proa observan indolentes y aliviados como los esforzados remeros tiran de la Victoria bogando con brío. Ven pasar, bajo un increíble azul del cielo, grandes alcornoques con nidos enormes, donde anidan garzas y espátulas, bandadas de charranes patanegras o silbones que cruzan el cielo, garzas reales que se camuflan por entre los cañaverales, gamos que corren veloces, centenares de ánsares que picotean por entre las marismas, cormoranes que, a ras de agua, huyen espantados. Remontada la marisma surgen campos de tierras rojas, labradores arando tras los bueyes, grupos de palmeras meciéndose en la brisa. Sobre la banda de babor aparece Coria del Río, con sus olivares y sus cuidadas viñas. Unos mozalbetes que pescan encaramados en las ruinas de un antiguo puente y al paso de la Victoria dejan sus cañas y de pie sobre uno de los contrafuertes saludan con los brazos en alto, al tiempo que un perro corre por la orilla y ladra.

Ya se oyen las voces de la muchedumbre que se ha apiñado en el Arenal para saludar a los héroes. La noticia del feliz arribo de una de las naos de la escuadra de Magallanes, que tres años atrás se organizara en este puerto, se ha esparcido como reguero de pólvora. Esperando a los expedicionarios están el Asistente de la ciudad de Sevilla, los oficiales de la Casa de Contratación, canónigos del Cabildo catedralicio, damas y personajes de alcurnia de la ciudad, todos ellos ataviados con sus mejores galas. También artesanos de deferentes gremios, tejedores, curtidores, caldereros, silleros, afiladores, emparejadores, albañiles, abandonan sus talleres para acercarse al puerto. Pero la multitud la componen el numeroso bajo clero, pescadores, menestrales, marineros, mercenarios, el abultado gremio de los mendigos, vagabundos y apátridas del puerto y de la ciudad, pícaros de toda calaña y rapazuelos que se deslizan por entre la multitud para colocarse en primera fila, mujeres charlatanas, mujeres busconas, hombres que discuten, soldados que mantienen el orden. Todo Sevilla, en fin, ha acudido al insólito acontecimiento de la arribada de la nao, que dicen que ha dado la vuelta al mundo.

Salvas de artillería son disparadas desde la Torre del Oro cuando `pasa la Victoria, la cual corresponde con el mismo estruendoso saludo. La variopinta multitud contempla con mirada absorta el amarre de esa nao tan maltrecha, mustias las jarcias, rasgadas y mal remendadas las velas, el trinquete quebrado, el palo mayor recompuesto. Todos comprenden que no es para menos después de haber dado la vuelta al mundo.

Mientras voltean las campanas, de la castigada nao salen sus tripulantes. La gente no puede apartar los ojos de esos hombres que tambaleándose cruzan la planchada. Y, de repente, surgen unos gritos desgarradores, casi histéricos, sobre todo de algunas mujeres que se abren paso entre la gente hasta los expedicionarios, pues quieren ver los rostros conocidos de sus maridos o de sus hijos o saber de ellos. Solo hay un expedicionario, Francisco Rodríguez, que tiene la dicha de ser abrazado efusivamente por su mujer y sus hijos. Los demás, que a duras penas se mantienen de pie, son literalmente zarandeados para que informen sobre los ausentes. El teniente de alcalde del puerto, ayudado por los demás agentes del orden y algunos soldados, ha de emplearse a fondo para restablecer cierto orden y retirar a los familiares que lloran con gran desconsuelo.

“¡Por caridad!- solicita con voz imperiosa el capitán Juan Sebastián del Cano-Déjennos que cumplamos, lo primero de todo, con la promesa que hicimos a la Virgen Santísima por habernos salvado en momentos de gran apuro.”

Un cirio encendido es entregado a cada uno de los expedicionarios y una contenida emoción y un piadoso silencio se impone de inmediato. Los supervivientes de la expedición magallánica, uno detrás de otro, descalzaos y con un cirio encendido en la mano, se dirige a la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria para, como habían prometido, dar las gracias a la Virgen por haberles salvado. Y, como si estuviera frente a seres de otros mundos, la muchedumbre abre un pasillo, por el que desfila esa extraña procesión. Parecen espectros más que hombres, macilentos, esqueléticos, envejecidos, ojerosos, demacrados, desgreñados. Llevan harapos por toda indumentaria, a pesar de que creen haberse puesto sus mejores atavíos: camisas deshilachadas y colgando en jirones, gregüescos corcusidos, jubones con cien remiendos mal cosidos, alguna pieza de armadura abollada y sin lustre. Avanzan medio tullidos, las espaldas encorvadas, renqueantes, con paso vacilante pero altanero. Muchas mujeres, húmedos los ojos, se santiguan al paso de la extraña procesión. Mientras, las campanas de la catedral repican con su lengua de bronce, al tiempo que la Torre del Oro se mira, narcisa, en el espejo tintineante del río.

Detrás del capitán Juan Sebastián del Cano va el piloto Francisco Albo, natural de Axio y vecino de Rodas; le sigue el maestre Miguel Rodas, vecino de Rodas, el contramaestre Juan de Acurrio, de Bermeo; el sobresaliente Antonio Pigafetta, gentilhombre de Vizancio; el merino Martín Yudícibus, de Génova y vecino de Saona; el barbero Hernando Bustamante, de Mérida; el lombardero condestable Hans Vargue, de Agán; el marinero Juan Rodríguez de Huelva, onubense; el marinero Antón Hernández, colmenero, onubense; el marinero Francisco Rodríguez de Sevilla; el marinero Miguel Sánchez de Rodas; el marinero Diego Gallego de Bayona de Galicia: el marinero Nicolás de Nápoles, de Napol de Romanía; el grumete Juan de Arratia de Bilbao; el grumete Vasco Gómez Gallego de Bayona de Galicia, el grumete Juan de Santander de Cueto; el paje Juan de Zubileta, de Baracaldo; cierran la comitiva los tres malayos.

En el templo de Nuestra Señora de la Victoria, en el corazón de Triana los expedicionarios caen de rodillas, besan las baldosas y con voz de hombres recios, sin sonrojo, entonan ante la imagen de la Virgen la Salve marinera.

Nota

Por discrepancias con la editorial tengo todas las existencias del libro Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo. Si alguno deseara algún ejemplar se puede dirigir al autor.

[email protected] o al teléfono 678 940 955

Le serán enviados, firmados por el autor, los ejemplares que pida. El coste del libro, 20 euros y 5 euros de envío, se pueden ingresar mediante bizum a la cuenta bancaria que se le facilite.

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