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'La rehabilitación de Juan Sebastián del Cano', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo
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"La rehabilitación de Juan Sebastián del Cano", por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo

miércoles 17 de mayo de 2023, 10:06h
'La rehabilitación de Juan Sebastián del Cano', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo
'La rehabilitación de Juan Sebastián del Cano', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo

Muerto el Capitán General se hacen cargo de la escuadra Juan Serrano y Duarte de Barbosa. Y es elegido Luis Alfonso de Gois capitán de la Victoria. El piloto Andrés de San Martín sugiere que a Luis Alfonso le sería de gran ayuda Juan Sebastián del Cano proponiéndolo como maestre de la Victoria. A lo que rotundamente se opone Barbosa alegando que fue degradado por su participación en la rebelión del Puerto de San Julián. Tan agradecido estaba del Cano por este gesto de San Martín que, años después y ya moribundo en el Pacífico en su segundo viaje, lo tiene en cuenta en su testamento. Y eso que Andrés de San Martín murió en Cebú en el banquete que ofreció el rajá Humabón a los más destacados de la escuadra.

'La rehabilitación de Juan Sebastián del Cano', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo

La matanza de Cebú

Efectivamente el intérprete Enrique, que es injuriado delante de todos por Duarte Barbosa llamándole gandul y que continuaría siendo esclavo, trama la traición con el rajá Humabón, quien también se siente humillado y desprestigiado por haberse sometido a los extranjeros, mientras que el andrajoso del rajá Lapu Lapu de Mactán les había dado una lección derrotándolos. Por eso Humabón ofrece un suculento banquete de despedida a los dirigentes de la escuadra para degollarlos y así poder apoderarse de sus barcos y de sus armas. De esta manera volvería a recuperar el prestigio que tenía y que se merece. Veintinueve son los expedicionarios que acuden al festín que el bueno de Carlos Humabón les ha preparado como despedida con un regalo de piedras preciosas para cada uno. Son los más cualificados, capitanes, pilotos, hombres de armas, escribanos. Ni Pigafetta, ni el alguacil Gómez de Espinosa, acuden al banquete por encontrarse heridos de cuando la batalla de Mactán. Cadenas, birretes plumeados o con dijes o con medallas, empuñaduras rutilantes, confieren a los invitados tal elegancia que sería la admiración de los más encopetados cortesanos de Valladolid. Con un espeluznante alarido los comensales son degollados, menos el piloto Juan Carballo y su hijo que, como zorros astutos, se dieron cuenta de la traición de que serían objeto y regresan a las naves antes que se perpetrara la matanza. Lo que le hizo sospechar a Juan Carballo fue al ver como el príncipe que había curado milagrosamente aparta al capellán Valderrama, el que tanto había hecho por el milagro de salvarle su vida, y se lo lleva a su bohío. El piloto lo interpreta que le quería salvar de la encerrona que suponía el banquete. Y acertó.

La nao Concepción es quemada

Y Juan Carballo, autoproclamándose Capitán General, huye con la disminuida escuadra de estas islas de tan luctuosos recuerdos. Al estar tan mermada la tripulación- sobreviven 110-, insuficientes para el manejo de las tres naves, se decide quemar la Concepción, que está carcomida por la taraza y ya no es muy apta para la navegación. Carballo, que se rodea de incondicionales, sabe que teniendo bien asegurada la nao Trinidad, la nao Victoria les ha de seguir a la fuerza. Por eso deja el mando de esta nave a Gonzalo Gómez de Espinosa, de probada rectitud, y de maestre a Juan Sebastián del Cano, que es querido y respetado por sus compañeros.

Carballo piensa que estando en sus manos la flota se puede hacer acopio de ganancias que irían a parar a sus bolsillos, pues siendo el contador de la armada, el tesorero y el jefe supremo no tiene que rendir cuentas a nadie. Y cuando los bolsillos estén bien repletos se encaminan a casa y aquí no ha pasado nada. Pero la primera previsión es buscar comida y al desembarcar en una isla se enteran de que allí viven gentes desterradas de Borneo. Carballo dice que tiene noticias de que esa isla es riquísima, por lo que, contraviniendo las ordenanzas del Emperador de dirigirse a las Molucas y sin comprobar si cae dentro de la demarcación que corresponde a Castilla, da la orden de poner rumbo en la dirección que le han señalado con el brazo.

Borneo

Aunque lo más perentorio es buscar comida. Y sin abastecimientos, obligados a detenerse en cualquier islilla para embarcar lo necesario para subsistir, la mermada escuadra sigue navegando. Pero ahora hay una meta fija: Borneo. Sin embargo la penuria resucita la triste situación habida por allá por el Pacífico. Aunque estos mares están salpicados de islas. Y no han anclado aún en una de ellas cuando les salen al encuentro varios praos. El rajá, coreado de pífanos y con estandartes, sube a bordo de la Trinidad con algunos de sus magnates. Se intuye la proximidad de la lujosa Asia, pues tanto el rajá como sus acompañantes llevan un turbante de flotante seda, una daga de damasquinado puño al cinto, y sortijas, brazaletes, cadenas de oro… Los soldados que los escoltan van provistos de lanzas, cerbatanas y arcos. Y después de los saludos de rigor el rajá pide el propio puñal de Carballo y hace correr un poco de sangre de su pecho para untarse la lengua y la frente, Los expedicionarios repiten la misma ceremonia. Después de este pacto de sangre se les hace ver a los isleños que necesitan alimentos y que, a cambio, recibirán toda clase de objetos que nunca habían visto. Y son embarcados en las naos cerdos, cabras, gallinas, bananas, nueces de coco, caña de azúcar, raíces parecidas a los nabos, arroz y vino de arroz. Y confiados en el pacto de sangre se dispersan por la isla, que dicen llamarse Palaván. Con abundantes gestos Carballo les hace saber que quieren ir a Borneo. Entonces el rajá llama a un mercader y les hace entender que es de Borneo. Carballo le ofrece pilotar la nao Trinidad y al alba zarpan para Borneo.

El ánimo ha vuelto a levantarse entre los tripulantes. Está visto que los estómagos son los que mandan. El mercader les conduce a la gran isla de Borneo y los deja en una ensenada, cerca de Burné, que es donde vive el gran rajá Siripada. Estando absortos en la reparación de las naos cuando oyen armoniosas melodías de cornamusas y tamboriles; y doblando el cabo aparece una gran piragua, que más parece una galera con abundantes remos a ambos lados. Tanto la proa, que representa las fauces de un dragón, como la popa son altas y arqueadas, cuyos oros resplandecen al sol. Sobre la rada hay un alto mástil, coronado de plumas de pavo real, del que flota un pabellón blanco y azul. En las dos almadías que escoltan al prao real están los músicos y cantores. Los personajes que vienen a dar la bienvenida están muy lejos de parecerse a los salvajes desnudos de la isla de los Ladrones. Una pesadez de lujo denota la categoría del reino. Ocho ancianos de afilada barba suben a bordo de la nao Trinidad y dan el parabién a los extranjeros en nombre del rajá Siripada. Carballo los recibe en la popa donde previamente se había extendido un tapiz. Y tras intercambio de regalos son transferidos a las naos jaulas llenas de gallinas, dos cabras, tres cántaros llenos de vino de arroz y caña de azúcar. Y van a la Victoria a ofrecer los mismos obsequios de bienvenida que aconseja la oriental cortesía. Lo mensajeros son correspondidos por la magnificencia española con túnicas, varas de tela y gorros. Farfullando palabras portuguesas hacen saber en nombre del rajá Siripada que pueden hacer aguada en el reino y provisión de leña, así como traficar libremente. Carballo organiza una embajada con Juan Sebastián del Cano al frente, para llevarle al rajá una túnica de terciopelo verde, brazas de paño rojo, tazas de vidrio dorado, cuadernos de papel, un tintero dorado y una silla de terciopelo violeta; para la reina brazas de paño amarillo, zapatos plateados y una caja de plata llena de alfileres; y para los ministros gorros, paños, tazas de vidrio.

Los siete embajadores suben con los obsequios a los praos para ser conducidos a la ciudad de Burné y atracan en un muelle despejado de la ciudad de Burné. Y mientras esperan ser recogidos para ir a presencia del rajá los embajadores pueden contemplar la ciudad que se yergue a modo de construcción palustre en la orilla del mar. Y en tierra firme se distinguen palacios con inaccesibles murallas y el alminar de algunas mezquitas. De las barbacanas de las fortalezas surgen las bocas de muchos cañones, lo que les hace comprender que no pueden presentarse como conquistadores sino como humildes mercaderes. Y cabalgando en dos elefantes, ricamente enjaezados, los atónitos embajadores son llevados a un palacio de labrada madera y de zócalo de jaspe y mármol rosa. En el atrio de húmedo césped quedan los elefantes. Enfrente hay un pabellón con gran techumbre a cuatro aguas y junto a él aparecen torres de varios pisos. Un soberbio parque donde los pavos reales exhiben sus plumajes sirve de escenario y complemento al palacio. Y sale a recibirlos con un cortejo de soldados y de servidumbre el primer ministro, que obsequia a los embajadores europeos con una suculenta cena. Aunque antes han sido invitados a bañarse con agua caliente y perfumada en sendas tinas. Después de la pantagruélica cena van a dormir a blandos lechos con colchones de seda, rellenos de algodón y cubiertos de colchas de Camboya. Las sábanas de fina tela son una caricia para la curtida piel de los marinos.

Los inopinados embajadores del lejano emperador Carlos I de España y V de Alemania salen de la casa del gobernador para ir al palacio del rajá Siripada, cabalgando sobre los elefantes por entre una curiosa multitud, que contiene dos sinuosas filas de soldados. La comitiva llega al patio de la mansión real. Protegiendo al palacio hay una gran muralla a modo de fortaleza con numerosas bombardas que son disparadas en cuanto los embajadores ponen pie a tierra. Los embajadores, aturdidos por la fastuosidad, son conducidos a una sala de ambiente brumoso y con unos trescientos hombres armados de alfanjes que constituyen la guardia real Al fondo un gran cortinón oculta una gran ventana. Los mayordomos de palacio hacen comprender a los extranjeros que una vez sea corrido el gran cortinón aparecerá ante ellos el rajá Siripada al que tendrán que hacer tres reverencias elevando juntas las manos por encima de la cabeza. Y el cortinón grana es corrido y a través de un enrejado pueden ver al sacro rajá, que es un grotesco personaje, tripudo y cenizoso, y rodeado de bellas doncellas que le sirven. Los marinos hacen las genuflexiones protocolarias, que es como saludar a un muro vacío, pues el embadurnamiento del aire por las gomas quemadas impide que los ojos de Siripada se posen en cosa impura. Y un cortesano de dorada túnica hace comprender a Juan Sebastián y a los suyos que no se puede hablar directamente con el rajá. Pero si quieren decir algo se deben dirigir a él, quien lo dirá a un cortesano de mayor categoría y éste irá al hermano del gobernador que está sobre un escabel y a su lado hay diez escribanos dedicados a escribir en finas cortezas de árbol el mensaje. Y el hermano del gobernador por medio de una cerbatana que horada el muro desliza el mensaje, que es recogido por la doncella encargada. Y, por fin, la favorita, rodilla en tierra, hace saber las pretensiones de los extranjeros. Y el rajá habla. La sagrada respuesta vuelve a atravesar el largo y curvilíneo camino hasta que por señas los europeos comprenden que el rajá de Burné está muy contento de que el emperador de lejanas tierras sea su amigo. Y que pueden aprovisionarse de agua y leña y traficar libremente sin tener que pagar tributo. Los expedicionarios extienden sus regalos y conforme va recibiendo cada obsequio el rajá hace un leve movimiento de cabeza. Y los cortesanos dejan caer el cortinón para indicar que la entrevista ha terminado. Del Cano y los suyos regresan a las naos después de la audiencia con un rey que no tiene ni ojos ni oídos ni para sus súbditos.

El déspota de Carballo es desposeído de su cargo

En medio de las aguas del puerto de Burné tienen tiradas sus anclas las naves españolas. Y en el bullicioso mercado cercano al embarcadero los expedicionarios han montado un mercadillo, donde se ofrecen unos artículos extraños a los ojos de los nativos. Para tener controladas las ganancias, Carballo solo permite que sus incondicionales lleven el mercadillo y, en vez de adquirir víveres, se preocupan por el oro, las piedras preciosas y todo aquello que en Europa tiene gran valor.

Por el lugar de atraque de las naves españolas cada vez arriban juncos que, en principio, creen que son simples comerciantes y pescadores. Pero el nerviosismo y la desconfianza de los expedicionarios hace que estén expectantes y suben la artillería y con la pólvora a punto. Observan que esos juncos que van llegando ni pescan, ni van a cargar y descargar mercancías. Son naves guerreras y parece como si esperaran una señal de ataque. El bullicio militar de los más lejanos suscita la pavorosa sospecha entre los europeos. Y antes de que les aborden toman la delantera y con cerrada descarga de las dos naos hacen honda mella entre los desprevenidos juncos. Algunos juncos se hunden con toda su tripulación y otros encallan en la playa al huir precipitadamente. También abordan a los que se acercan por la proa que, tras breve lucha, son reducidos y una veintena son hechos prisioneros y maniatados son arrastrados al sollado. También arrestan a tres asustadas doncellas, cuyos vestidos de breves sedas dan a conocer que no son unas vulgares esclavas. Y el que parece un jefe, por su sedeña túnica y el joyel de ricas gemas que le pende del cuello, por orden de Carballo es llevado a su camarote. El prisionero le da a entender que es el hijo del rajá de Luzón y que venían de conquistar la ciudad de Laoe para el rajá Siripada y hace ver a Carballo que paga un alto precio por su libertad y le entrega una bolsa llena de oro. Pero la codicia de Carballo exige más oro, un gran cesto vacío. Le deja marchar tras haberle hecho jurar por Alá que le traerá ese rescate. Y Carballo sale a cubierta con el prisionero y exige tres prisioneros para que pueda marchar en un junco, ya que era el capitán general de Siripada. Reteniéndolo no tendrían paz en ninguna parte de estas latitudes. Y a la pregunta de qué les pasará a los que han quedado en tierra al frente del mercadillo, Carballo se acuerda que está su hijo y exige virar hacia el puerto. Pero ya no hay solución habiendo dejado escapar a personaje tan importante, que podrían haberlo canjeado por los que han quedado en tierra.

Del alborotado puerto se ve a un junto enfilarse hacia las naos españolas. Por la escala tirada desde la Trinidad ascienden heraldos con dalmáticas vestiduras y detrás rudos servidores que portan fardos y sobre cubierta vacían su contenido. Y por las tablas empiezan a rodar cabezas cortadas, que es el trofeo de guerra. Una visión hondamente impresionante, prueba palpable de la veracidad de la expedición guerrera. Y también de la ferocidad para con sus enemigos. Y les emplazan hasta la puesta del sol para desaparecer de los confines del reino. Y en cumplimiento del juramento hecho por el capitán general de Siripada le entregan a Carballo un envoltorio.

Borneo también se cobra un tributo de hombres. Es el triste sino de los que se embarcaron en la locura de Magallanes. En la huida la Victoria encalla, pero con ingenio y gran esfuerzo sale de los arrecifes y vuelve a drizarse. Pero deja de ser lo marinera que había sido. Necesita una reparación en profundidad. Y en un islote que hay al norte de la isla de Borneo se encuentra el puerto ideal para reparar y carenar las naos, principalmente la Victoria. El déspota de Carballo es desposeído de su cargo por la irritada tripulación y ante la amenaza de colgar de una palmera decide continuar con su oficio de pilotar la Trinidad. Y Gonzalo Gómez de Espinosa, de reconocida rectitud y entereza, asume el cargo de Capitán General de la armada y queda al mando de la nao Trinidad y de la contabilidad de las cuentas; los pilotos Juan Rodríguez Mafra, Ginés Mafra y Juan López Carballo son los encargados de manejar el timón de dicha nao capitana. Y Juan Sebastián del Cano, muy apreciado y que en numerosas ocasiones ha demostrado ser un jefe nato es nombrado capitán de la nao Victoria con Juan Bautista Punzorol de piloto.

Nota

Por discrepancias con la editorial tengo toda la existencia del libro Y sin embargo es redonda. Magallanes y la primera vuelta al mundo. Si alguno deseara algún ejemplar se puede dirigir al autor.

[email protected] o al teléfono 678 940 955

Le serán enviados, firmados por el autor, los ejemplares que pida. El coste del libro, 20 euros y 5 euros de envío, se pueden ingresar mediante bizum a la cuenta bancaria que se le facilite.
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