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PROPAGANDA O EDUCACIÓN, por José Biedma López

El genial humanista Carlos Gª Gual analiza en este libro diez versiones del apólogo del Zorro y el Cuervo de diferentes épocas.
El genial humanista Carlos Gª Gual analiza en este libro diez versiones del apólogo del Zorro y el Cuervo de diferentes épocas.
PROPAGANDA O EDUCACIÓN, por José Biedma López

Cuando escribo esta entrada ya está disponible y gratuito el número 23 de El Búho, la revista digital de la AAFi, gracias al arte y al trabajo desinteresado de Francisco García Moreno expresidente de la Asociación Andaluza de Filosofía, filósofo de Triana. La revista incluye una memoria de Leandro Sequeiros de los tres grandes epistemólogos (filósofos de la ciencia) que nacieron en 1922: Kuhn, Lakatos y Toulmin, y se abre con un artículo de Noelia Ureña sobre “El arte del buen decir: el discurso retórico”.

Tal vez Noelia tendría que haber escrito “el bello decir” o “el halagüeño decir”, en lugar de “el buen decir”, pues en sus páginas se alude a la relación de la retórica con el poder y el engaño, y también porque la Edad moderna ha restringido a la Retórica –seguro que injustamente como ella misma denuncia- a un papel meramente ornamental, reducida al estudio de tropos y figuras de estilo.

En su artículo Noelia Ureña se refiere sobre todo a las opiniones del polaco Chaïm Perelman (1912-1984) y de Michel Foucault. En su Tratado de la argumentación, Perelman recuperó la retórica renovándola y profundizando en ella desde el lado de la dialéctica y la filosofía. No sin motivo, pues la Retórica fue durante lustros decisiva, desde la prestigiosa escuela de Isócrates (no confundir con Sócrates) competidora de la Academia platónica, la Retórica fue nervio y esqueleto de la educación humanística. Todavía mi madre, en los años cincuenta del siglo pasado cursaba Retórica como asignatura obligatoria en uno de los cursos, ¡siete!, de su bachillerato, hoy reducido ridículamente a dos cursos (ya sabe usted, contamos con la liga de fútbol más larga de Europa y con el bachillerato más corto).

Durante la Edad Media, la Retórica informaba el Trivium de los estudios liberales que tenían como fin primordial servir de medio de comunicación y ordenación al resto de los saberes: Gramática, Dialéctica (lógica) y Retórica (técnica y arte suasoria), eran la triple vía del conocimiento. Estas disciplinas resultan también hoy esenciales para el “comercio de las almas” en que consiste la única instancia verdadera, según el sabio Ernest Renan. La mayoría de nuestros juicios y argumentos estéticos y morales son retóricos, esto es, no son ni falaces o sofísticos ni demostrativos o apodícticos. No son necesariamente falsos ni obligatoriamente seguros. No proporcionan certeza, pero sí mayor o menor adhesión y convencimiento: persuaden más o menos.

La argumentación retórica agita las razones y aún más los corazones en el bosque de las opiniones y en la selva de las creencias buscando su supervivencia en lucha contra otras opiniones y otras creencias, basándose en la probabilidad que la hace verosímil, pues sus premisas son meramente probables pero no evidentes, y por la gracia de su plausibilidad (de plauso, aplaudo) los argumentos del orador o del tertuliano son eficaces, porque expuestos con gusto y con pasión pueden despertar adhesión del público receptor, real o virtual, persuadiendo al auditorio, al espectador o al interlocutor de su bondad o de su verdad.

Verosimilitud y plausibilidad son pues ingredientes constitutivos del discurso retórico. La verosimilitud depende de la posibilidad de que lo dicho sea real o verdadero, la plausibilidad de la sugestión que proporciona en el auditorio lo que se dice por su belleza, humor, sinceridad, o porque halaga al oyente. Platón decía del demagogo (del chretor), del orador político, del sofista petulante, que “acaricia los oídos de la gran bestia”, siendo así que la “gran bestia” era para el aristocrático Platón la masa del pueblo. No otra cosa es el populismo…: “¡Chicos, chicas y chiques, vosotros sois los buenos!; los otros son los malos, el temible enemigo, y yo os voy a proporcionar lo que os merecéis, que es lo mejor, etc.”.

El discurso retórico es por supuesto ambiguo y equívoco, precisamente porque enlaza con la vida cotidiana, con nuestros deseos, sentimientos y resentimientos, con nuestras filias y fobias, y es el discurso típico de lo que los filósofos han llamado Razón práctica. Incluso Platón, que reprocha en el Gorgias a la Retórica servirse de meras apariencias y usar la adulación por interés egoísta, usa para comunicarse y expresarse la retórica y, a veces, también Platón abusa de ella. Tropos o figuras retóricas como la prosopopeya (personificación, de las Leyes) ocupan en su diálogo Critón un lugar preferente. La retórica se mueve en el ámbito inmenso del equívoco. Ortega y Gasset en una de sus últimas conferencias de Lisboa (1944) llegó a decir: “Yo no creo más que en el equívoco, porque la realidad misma es ella equívoca y toda simplificación y todo lo que pretenda ser inequívoco es adulteración o falsificación de la realidad, es lugar común, aspaviento, postura y frase” (OO.CC., XII, 276).

Perelman propone su Teoría de la argumentación como una lógica y una dialéctica tan necesaria en filosofía como complementaria de la teoría formal (lógico-matemática) de la demostración, precisamente por su lugar indiscutible en los artificios verbales y escriturales de la razón práctica, de la razón emotiva, que es hoy precisamente –como ayer- tan recurrente en educación como en política. En efecto, la elocuencia, el poder de influir en el pensar y el obrar de otros mediante la palabra, ha gozado siempre de un enorme prestigio; los elocuentes, de una enorme popularidad. Casi siempre no han mandado los más fuertes, sino los de mejor lengua y más rotunda voz. No es casual que el músculo más potente de nuestro cuerpo sea la lengua.

Y no me extraña que Foucault haya visto en ello un poder previo y en los razonamientos retóricos, en los discursos dominantes, “formaciones históricas imperantes”. Sin duda el “discurso, la retórica sobre el sexo” ha sido y en parte sigue siendo una máquina disciplinante. Para engañarlas, Don Juan hablaba a las mujeres en verso. Los picos de oro seducen también a las masas. El hablante, el locutor, el publicista, pretenden influir en el oyente, hacerlo de su bando, atarlo a su cuerda. Es el gurú, el iluminado que hipnotiza con su discurso a sus fieles, predicándoles tanto una vida mejor como, si así lo estima, el suicidio transcendente.

Cínicos y apóstoles se sirvieron de géneros retóricos como la diatriba o la homilía. Ciertas palabras cobran entonces valores mágicos (solidaridad, igualdad, libertad, fraternidad, comunidad, pueblo, tecnología, amor, belleza…), meliorativos o negativos (patriarcado, fascismo, disciplina, compasión, autoridad…), por supuesto se trata de palabras ambiguas y equívocas, en cuya definición es difícil ponerse de acuerdo. Cuenta el contexto, cuenta la autoridad del que habla, la voz del “experto” del “analista”, del “politólogo”, del “influencer”, de “la famosa”, del “youtuber”. La “cita” no es otra cosa sino un argumento conciso de autoridad. Foucault aludió también a “la palabra prohibida” como procedimiento de control interno del orador público. Una palabra condenada por su asociación al dictador como “caudillo”, por ejemplo, es sustituida así por un anglicismo como “líder”, aunque teóricamente signifiquen lo mismo. Esta es una consideración de lo que la semiótica llama pragmática de la lengua, tan relevante o más en la Retórica como la sintaxis o la semántica. De hecho, muchas de las consideraciones de Perelman o de Foucault son pragmáticas.

Escribe Noelia Ureña en el artículo citado que la tradición no ha reparado lo suficiente en la distinción entre persuadir y convencer. Perelman dedica un capítulo de su obra ya clásica a este asunto; llama persuasiva a la argumentación que sólo pretende servir para un auditorio particular, y convincente a la que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón. Parece que la convicción es cosa de uno mismo y requiere una especie de monólogo interior. ¿Es posible convencer de algo sin estar persuadido de ello? ¡Por supuesto! Esta fue una de las habilidades que dieron prestigio a venerables sofistas como Protágoras de Abdera. En el 155 a. C. el académico Carnéades viajó a Roma en calidad de embajador de Atenas. En el senado romano y ante Catón el Viejo hizo un discurso favorable a la justicia romana que dejó a los senadores con la boca abierta. Pero al día siguiente refutó todos los argumentos que había usado en la sesión anterior, quejándose de la justicia romana. No es posible que estuviese completamente convencido ni de los primeros ni de los segundos. Naturalmente, los romanos, gente práctica, lo mandaron a su casa temiendo por la educación de sus vástagos.

Foucault contrapuso el discurso retórico (engañoso) a la franca y arriesgada parresía, la palabra supersincera del cínico antiguo como Diógenes, que puede resultar dura, crítica, impopular, precisamente porque en el discurso retórico, al contrario que en la parresía, no tienen por qué casar la fuerza persuasiva (e ilocutiva) con la convicción del agente. Este puede no creer en lo que dice, mientras que el parresiasta sólo dice lo que cree. Sin embargo, el mismo Foucault señaló más adelante, después de haber leído a Séneca y al gran educador y maestro de Retórica el hispano Quintiliano, la imprecisa frontera entre sinceridad y simulación, entre parresía y retórica.

Lo sofistas cobraban por enseñar, Sócrates no; el interés crematístico del orador parece una característica suficiente para distinguir el discurso veraz del falaz, pero si así fuese maestros y profesores estarían condenados, para ser considerados veraces, a la mendicidad o al mecenazgo. Siempre hay un interés en el que hace el esfuerzo de persuadir o convencer a otros. Los asesores argumentan y cobran por ello, y pueden ser magníficos consejeros.

El mecanismo más incuestionablemente patente que permitiría diferenciar el discurso franco del engañoso sería la adulación o el “halago” (palabra esta que viene de una raíz árabe que significa precisamente engaño). Su paradigma es la fábula del zorro y el cuervo. El ave negra sujeta un queso robado en el pico y el zorro le piropea por su plumaje diciéndole que si su canto es tan hermoso como su plumaje será el fénix de los habitantes del bosque. El cuervo engorda repleto de vanidad y para mostrar su “bella voz” deja caer su presa. El zorro agarra el queso e imparte su lección moral: “¡Aprended que todo adulador vive a expensas de quien le escucha!”.

La presa del queso puede transfigurarse en la del voto democrático. El halago es el mecanismo básico de la propaganda política y también de la publicidad comercial: “¡Porque tú lo vales!”. Recurrir a la vanidad del auditorio puede resultar incluso más eficaz que recurrir al miedo: “¿Te lo vas a perder?”. Hemos estudiado en profundidad y expuesto este mecanismo patético que recurre a lo emocional y a lo sentimental en nuestro libro Imágenes e ideas, donde se introduce la Filosofía (y su lógica rigurosa) desde la crítica (análisis psicológico) de la propaganda y la publicidad.

La retórica renovada por Perelman no está entrañada en el burdo interés egoísta del locutor y conduce su rico y pormenorizado estudio más atenta a lo cuasi lógico que a lo ético (caso del tímido moralismo foucaultiano): verosimilitud, veracidad y plausibilidad de los argumentos, condiciones estas que admiten grados. El discurso educativo, como el retórico, ha de ser ejemplarmente amable, como la conversación con el amigo, sin llegar a rebajarse a la adulación; ha de ser entusiasta, sin resultar vehemente ni fanático; y sincero, sin caer en la vulgaridad o la chocarrería; inspirado en ideales y valores morales consensuados, ilustrados y vinculados a las mejores tradiciones civilizadoras.

Por desgracia, en nuestra España cada partido político, de un lado u otro, cuando gobierna impone su ley y no deja pasar la oportunidad de introducir su ideario en los manuales escolares confundiendo educación y propaganda. Harold D. Laswell, especialista americano en estas cuestiones, cree que el educador difiere del propagandista esencialmente porque alude a materias que no son, para el auditorio, objeto de controversia.

Al contrario que el publicista, el educador debe en todo momento dar razón de lo que hace y dice, apelando a valores comunes, al sentido común y a la tradición de su disciplina. Se comete abuso y se adoctrina cuando se adopta una posición extrema en un asunto controvertido o se orienta la argumentación hacia valores que sólo comparte una minoría. Es lamentable que el político pretenda convertir al educador en un propagandista. De cualquier forma, tengo confianza en que los educadores de vocación no ceden ni cederán, en general, a esta torticera presión. Para Perelman “es útil considerar que la educación y la propaganda son fuerzas que actúan en sentido contrario”. Me adhiero a esta consideración esperanzadora.

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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