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LATIDOS

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viernes 03 de junio de 2022, 07:40h
LATIDOS

No puedo evitar recordar a mi amigo Valery Rutkauskas con una sonrisa. Rudo lituano de pocas palabras. Su severo rostro revelaba un carácter estricto y firme que las personas que no lo conocían confundían con antipatía y hosquedad. Su cabeza minuciosamente rasurada y su fuerte complexión física falseaban su edad. Creo que rondaría los cincuenta años. No lo sé. Quizás los sesenta. Sus ojos, gélidamente azulados, tampoco ofrecían pista alguna.

Valery era el propietario de una pequeña tienda de compra venta de artículos de segunda mano, medio oculta en un callejón del centro, cuyos sucios escaparates estaban segmentados con estanterías repletas de enseres que ocultaban su interior. Siempre me han gustado este tipo de establecimientos por la gran cantidad de rarezas que puedes llegar a encontrar, relativas a libros antiguos y obras de arte. Muchos de los dueños desconocen el valor intrínseco de las piezas que tienen expuestas. Simplemente, suelen comprar a la baja, doblando posteriormente el precio de venta. Valery no era uno de esos tipos. Conocía a la perfección el valor de todo lo que poseía. Muebles, óleos, candelabros, objetos de plata y bronce importados, conferían a la tienda una exótica impronta báltica. No me imaginaba, o sí, la procedencia de muchos de ellos y preferí no preguntárselo nunca porque, quizá en mi fuero interno, yo ya sabía la respuesta.

Valery llevaba once años en España y siempre lo vi en el interior de su comercio desde que el destino nos hizo coincidir. Jamás fuera. No tenía familiares en el país.

Tampoco hacía por tener amigos. Me contó que en el pasado había sido militar y, a medida que fuimos cogiendo confianza, me narraba episodios de escaramuzas fronterizas que había protagonizado en el pasado con los rusos, a los que odiaba visceralmente. Estoy convencido de que llegó a matar unos cuantos.

Tomé la costumbre de frecuentar su local después de salir del trabajo, aunque apenas hablábamos. Se nos hacía de noche jugando al ajedrez, acompañados únicamente por el compás de lo que para mí era su pieza maestra: un clásico reloj de pie carrillón de fabricación alemana. ¡Cuántas veces intenté que Valery me lo vendiera! Llegué a ofrecerle una gran suma de dinero. Pero insistía en que era el único objeto de la tienda del que no estaba dispuesto a desprenderse. Yo adoraba aquella pieza, a la que había llegado a conocer a la perfección: 1.96 centímetros de altura, 49 de ancho, 26 de fondo. El reloj estaba empotrado en un magnífico mueble de excelente madera antigua, fuerte y pesada, con laboriosos dibujos en filamentos. Su juego de tubos producía un sonido musical grave y armónico. La locución latina Tempus Fugit, grabada en la parte superior de la esfera, invitaba al espectador a la reflexión sobre la fugacidad del tiempo que medía el instrumento.

En el hogar donde me crie siempre hubo un reloj de pared que daba los cuartos, las medias y las horas completas. En el silencio de la noche, si aguzabas el oído, podías incluso llegar a escuchar su tictac si el umbral del ruido exterior era lo suficientemente bajo. Pasado un año de la muerte de mis padres, cuando entré por primera vez en el negocio de Valery y sentí el carrillón, la nostalgia de mi niñez se rebeló, focalizándose en ese objeto. Al sentir sus latidos y la melodía que se anticipaba a las campanadas de las horas completas, toda mi infancia irrumpió súbitamente en mi alma. Deseaba ese reloj... ¡Lo necesitaba! Valery siempre interrumpía mis argumentos con un gruñido: ¡No, insistas! ¡No está a la venta!, sonorizando las eses y relajando las vocales, con ese acento tan característico de los emigrantes de Europa Oriental.

Recuerdo aquella tarde como si fuera ayer... Al salir del trabajo, un cielo amenazante de invernal plomo asediaba la urbe. Me alcé el cuello del abrigo para protegerme la garganta del aire cortante y con las manos en los bolsillos comencé a andar cabizbajo. Como de costumbre, tomé rumbo al centro de la ciudad para conversar en silencio con mi amigo Valery. Cuando alcancé la visual de su tienda me frené en seco. La reja exterior de la puerta estaba echada. Ni siquiera recordaba esa reja porque siempre había conocido el local abierto. Las estanterías de los dos pequeños escaparates, antes repletas de objetos que ocultaban con celo el interior, se mostraban completamente desnudas, permitiendo penetrar las miradas de los viandantes a través del vidrio con obscenidad. ¿Qué había ocurrido?... Ayer mismo, como otros tantos días, había estado allí con Valery… Algo terrible e imprevisto debía haber sucedido. Pregunté en establecimientos contiguos. Nadie sabía nada. Volví hacia casa preocupado y abatido, elucubrando teorías, todas nefastas.

Perdido en esos pensamientos, enfilé la somnolienta zona residencial en la que habitaba y, de lejos, distinguí entre las sombras de la noche dos siluetas frente a la puerta de mi vivienda, junto a una vieja furgoneta de color claro. Al aproximarme reconocí a dos rumanos que ocasionalmente trabajaban con Valery, haciendo repartos o llevándole objetos de dudosa procedencia. Suspiré aliviado. Por fin hallaría una respuesta lógica que disiparía mis temores. Saludé amablemente, ofreciendo al mismo tiempo mi mano al individuo más próximo. Inmediatamente me rechazó el saludo, dando un paso hacia atrás con un gruñido y mirándome con profunda desconfianza. Gritó algo a su compañero en su idioma, abrieron la puerta trasera de la furgoneta y descargaron un gran cajón de madera que depositaron en la acera. Me pareció ver que se santiguaron velozmente cuando retiraron las manos del cajón, mascullando palabras para mí ininteligibles. El que había rechazado mi mano se me acercó con recelo y me arrojó con gran desprecio un sobre que me golpeó en el pecho antes de caer al suelo. Pegó una violenta patada a la puerta de la furgoneta y se cerró con gran estruendo, haciendo que los perros de la vecindad comenzaran a ladrar y a aullar. Se fueron como vinieron; misteriosos y siniestros.

Yo había permanecido inmóvil, incrédulo, como si hubiera sido el simple espectador de una extravagante película proyectada en la irrealidad de la noche. Me agaché, recogí el sobre y lo abrí:

“Mi quierido amiego. Mi unico amiego. No soporto mas. Vuelvo a mi pieis. Te diejo lo mas prieciado. Grazias por tu compienia.”

Valery

No lo puedo negar. Me emocioné al leer esas palabras de afecto impropias de mi tosco amigo. Al mismo tiempo me sentí dolido por no haberse despedido personalmente de mí. Una gran melancolía y tristeza que yo no llegué jamás a sospechar lo debía de haber estado carcomiendo durante mucho tiempo para tomar esta decisión. Me sentí decepcionado conmigo mismo. Si hubiera sabido interpretar mejor su silencio y soledad quizás podría haberlo ayudado... ¿Lo más preciado? Me giré de inmediato hacia el cajón de madera... ¡No podía ser! Pero... ¡Tenía que serlo! ¡No podía ser de otra manera!...

Al vivir en una casa de planta baja, no me resultó tan difícil introducir el voluminoso y pesado bulto con sumo cuidado, depositándolo en el suelo horizontalmente. Haciendo palanca con un destornillador levanté un listón para averiguar dónde se encontraba la parte frontal. Miré al interior, reconociendo la parte posterior, por lo que tuve que darlo la vuelta. Forcé las tablas del improvisado ataúd, estremeciéndome con los agudos quejidos de los clavos al ser arrancados. El frontal del carrillón quedó al descubierto. Lo alcé en vertical y lo desplacé en zigzag hasta la pared donde siempre lo había soñado. Abrí la puerta de debajo de la esfera para sacar el papel de burbuja que protegía sus entrañas, dejando al descubierto el péndulo, los tubos y las cadenas. Tiré de la portezuela de la esfera para darle cuerda con la clavija destinada a ello que encontré pegada con celofán en un lateral interno del féretro de madera. Contuve la respiración, elevé un ápice el péndulo hacia la derecha y lo dejé libre a la fuerza de la gravedad... Un latido hondo y preciso inundó el salón de la casa y mi espíritu. Empujé una mecedora frente a él. Me senté y cerré los ojos, fusionándose todo mi ser con su perfecto compás, haciéndome alcanzar la plena armonía conmigo mismo...

También recuerdo que adelanté el despertador cinco minutos para el día siguiente, a las 06.55. Me desperté y esperé en la cama, impaciente, a oír el repique de las siete del carrillón. Tras la última campanada me estiré, sonriendo de felicidad. Me alcé y me fui con gran ánimo a la oficina. Sabía que al final de la jornada me estaría esperando.

Las primeras horas de trabajo transcurrieron con rapidez y satisfacción, sintiéndome realizado con mi labor por primera vez en mucho tiempo. Sin embargo, al mediodía, un extraño e inexplicable desasosiego comenzó a invadirme. Una debilidad súbita se apoderó de mí, produciéndome mareos y dificultad respiratoria. El ritmo cardiaco se me aceleraba más y más, intercalando sacudidas arrítmicas. Mis compañeros se alertaron de tal manera al ver mi estado que llamaron de inmediato a una ambulancia. En urgencias consiguieron estabilizarme y me realizaron pruebas de sangre y un electrocardiograma. Después de una larga espera, el cardiólogo me tranquilizó, asegurándome que había sufrido una taquicardia, pero que por los resultados de las pruebas efectuadas descartaba que fuera fisiológica. Me aconsejó que evitara situaciones cotidianas que me provocaran nerviosismo o emociones derivadas del estrés. Le respondí, sorprendido, que llevaba una vida despreocupada y serena. Todo quedó en un susto.

Me dieron de alta en urgencias y, sobre las cinco de la tarde, giré la llave de la puerta de mi casa. Al entrar en el salón y oír el firme pálpito de sístole y diástole de mi carrillón me sentí por completo aliviado. Me senté frente a él y alcé la vista hacia la esfera. Incrédulo, miré al instante mi reloj de pulsera. Corrí a la habitación y vi la hora del despertador, la cual coincidía al segundo con el tiempo de mi muñeca. Una gran preocupación me asaltó. ¡El carrillón se había adelantado una hora! La sola idea de que se hubiera dañado con el traslado me producía auténtico pánico. Intenté dominarme y pensar con claridad. Detuve el péndulo y, cuando transcurrió por fin una hora longeva, lo volví a poner en funcionamiento, haciéndole oscilar. Me senté en la mecedora, vigilante ante cualquier anomalía del compás o de las agujas. Se comportaba a la perfección, como siempre lo había hecho. Preciso. No obstante, decidí prolongar la prueba. El sueño me venció durante la guardia, pero una leve asfixia sofocó mi descanso despertándome. No eran los síntomas que me habían sobrevenido esa misma mañana. No era la taquicardia que me hizo creer que el corazón me iba a reventar el pecho. ¡Era todo lo contrario! Me tomé el pulso y transcurrían demasiados segundos entre latido y latido... ¡No era normal! Me incorporé de la mecedora con gran fatiga y anduve de un lado a otro, aterrado como un hipocondriaco, intentando acelerar el motor de mi riego sanguíneo... ¿Qué me estaba ocurriendo? ¡Tenía que volver a urgencias!

Me vestí como pude y me dispuse a salir, pero mi vista se cruzó con el semblante del reloj al atravesar el salón. La fuerza de la costumbre me hizo girar la muñeca izquierda. ¡El carrillón se había retrasado cinco minutos! ¿No le había dado cuerda? ¿Se me había olvidado? Abrí la puerta del frontal del mecanismo y giré la clavija durante un buen rato hasta llegar al tope. Con un cuidado minucioso, adelanté la aguja del minutero con el dedo. Al terminar, fui consciente de que mi malestar se había esfumado. Había recuperado de nuevo el equilibrio cardiaco. Una repentina y sombría sospecha hizo tambalear los cimientos de mi razón y mi lógica. ¿Podría ser cierto? ¡Físicamente era inverosímil! Solo había una forma de quitarme de la cabeza esa descabellada idea.

Al día siguiente, tras cerciorarme de que el carrillón medía el tiempo con exactitud matemática, salí de casa. Empecé a caminar y comprobé que, a medida que me alejaba, la cadencia de los latidos de mi corazón iba en aumento. Aun así, avancé más hasta llegar al inicio de una crisis de ansiedad, preconizada por una nueva taquicardia. Retrocedí apresuradamente y, al entrar en casa, mi tórax recuperó la cordura. Me precipité hacia el salón. ¡El carrillón se había adelantado dos minutos! Constaté durante varios días estos desajustes que diabólicamente unían mi destino de forma irremediable a aquel instrumento. No había lugar a error...

Creo que ya han pasado más de tres años de todo aquello. Nunca salgo de casa y mi pecho y el suyo laten por siempre, en armonía perfecta. El tiempo fluye eterno para mí. Durante los primeros días o meses el teléfono nos perturbaba de forma insistente. Alguna vez el timbre de la puerta también. Después, el mundo me dejó en paz con mi destino. Mi corazón latirá inmortalmente siempre que el suyo continúe latiendo. No necesito comer. Ni siquiera bebo líquidos. He tapado todos los espejos con sábanas porque, en ocasiones, yo mismo me doy miedo. A mi piel no le queda carne ni músculos que cubrir, solo tendones y huesos. Pero eso es lo de menos. Tan solo debo estar pendiente de dar cuerda a mi reloj, y ni siquiera eso me preocupa demasiado. Cuando me distraigo o duermo, el ralentizar de mi pulso me lo ordena. Soy imperecedero como él.

A veces no puedo evitar recordar a Valery Rutkauskas con una sonrisa. Querido amigo Valery. Nos veremos en el infierno.

Raúl Jiménez Sastre

Escritor y director de la editorial Firma RJS

Relato incluido en la segunda edición de “En la penumbra de la realidad”

https://rauljimenezsastre.com/

Twitter: @RJ_Sastre

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