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EL INTERÉS O EL HONOR, por José Biedma López

EL INTERÉS O EL HONOR, por José Biedma López
EL INTERÉS O EL HONOR, por José Biedma López

El 18 de octubre de 1807 las tropas napoleónicas entraron en España con permiso del primer ministro Manuel Godoy y la aparente intención de invadir Portugal, tradicional aliado de Inglaterra, enemiga bélica de Francia. ¡Pero los planes del Emperador eran otros!: Sus ejércitos tomaron posiciones en importantes plazas fuertes y ciudades con objeto de derrocar a la dinastía borbónica.

Napoleón estaba convencido de que contaría con el apoyo popular… ¡Se equivocó! Lo reconoce en sus Memorias que escribirá en el destierro de Santa Elena… “Esta desgraciada guerra [la de España] me ha perdido. Todas las circunstancias de mis desastres se derivan de este lío, de este nudo fatal. Me avergonzó, dividió mis fuerzas, abrió un ala para los soldados ingleses, destruyó mi crédito (moralité) en Europa. Pero, no obstante, ¿se podría dejar la Península a las maquinaciones de los ingleses, a las intrigas, a las promesas, a los pretextos de los Borbones?”.

El depuesto Emperador reconoce que se equivocó en la elección de los medios, aunque el fin fuese justo. Estaba fuera de duda que en la crisis histórica que vivía Europa, en el conflicto entre el Antiguo Régimen y los ideales revolucionarios, “nosotros –escribe mayestáticamente- no podíamos dejar a España atrás, a disposición de nuestros enemigos: era preciso encadenarla, de grado o por la fuerza, en nuestro sistema”. Napoleón ponía por encima de la salud de los particulares, el avance y progreso de las naciones. Política y derecho le parecían de su parte. A fin de cuentas, cuando España supo que andaba lejos luchando en Jena, prácticamente le declaró la guerra. Era evidente que la nación despreciaba a sus gobernantes y que clamaba a gritos por una regeneración y Napoleón se creía suficiente digno y llamado por el destino (la sort) para realizar pacíficamente este evento emancipador. Él libraría a los españoles de sus horribles instituciones.

Seguramente estaba pensando en la Inquisición… ¡Él les daría una constitución liberal! Para ello creyó necesario (reconoce que lo pensó con ligereza) cambiar su dinastía y por eso puso en el trono de Madrid a uno de sus hermanos, José Bonaparte (al que el pueblo llamaría con desprecio injusto “Pepe Botella”). Sería el único extranjero en aquella corte. Mantendría a sus funcionarios y cortesanos borbónicos, garantizaría la integridad de su territorio, su independencia, sus costumbres y el resto de sus leyes. “Iba a llevar a cabo el mayor bien que se haya regalado nunca a un pueblo, me decía entonces, y aún me digo ahora” -recuerda en sus Memorias. Todo dependería de que se cuidaran las formas…

Napoleón esperaba la bendición del pueblo español y la obtuvo de una notable minoría: la élite de los “afrancesados”: médicos, intelectuales, boticarios, maestros, comerciantes…, pero también nobles, eclesiásticos y terratenientes cultivados, herederos de la Ilustración, hijos del Siglo de las Luces y de la Enciclopedia, que querían evitar el desmembramiento de la nación, de las colonias americanas, mediante una renovada y fuerte monarquía reformista, constitucional. Un célebre afrancesado y “josefino”, Leandro Fernández de Moratín, dejó escrito: “Espero de José I una extraordinaria revolución capaz de mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, la justicia y el poder”. Se trataba de limitar el otro poder, el de la Iglesia y la rancia nobleza, a favor de la burguesía, que sin embargo brillaba por su debilidad o ausencia.

No todos los liberales e ilustrados se pusieron de parte de la nueva dinastía francesa, otros fueron los que promulgaron la monarquía constitucional en Cádiz (1912). Los “afrancesados” –como el genial Abate Marchena- sufrieron la incomprensión de sus contemporáneos y la posterior represión de Fernando VII, que también acabó con el sueño de la Junta Central que organizó la Cortes de Cádiz y promulgó su avanzadísima constitución.

Sucedió lo que Napoleón no esperaba: que la mayoría de los españoles desdeñaron su propio interés y reaccionaron contra la ofensa que se les hacía. “Ils dédaignèrent l’interêt pour ne s’occuper que de l’injure”, escribe el Gran Corso. Otra cosa ha sucedido en Gibraltar, donde el interés ha privado sobre la dignidad patriótica. Lo que sucedió entonces –recuerda el Emperador- es que los españoles se indignaron a la vista de las fuerzas de ocupación, se sintieron ofendidos, se rebelaron y corrieron a tomar las armas. “Les Espagnols en masse se conduisirent comme un homme d’honneur”. O sea, que casi todos, a una como los de Fuenteovejuna, se levantaron patrióticamente contra el invasor.

A esto, Napoleón no tiene más que añadir, sino que por su rebeldía fueron cruelmente castigados y que pueden llegar a arrepentirse. Y sin duda muchos liberales se arrepentirían del sacrificio (o del fracaso “josefino”) cuando Fernando VII se ciscara en la Constitución de Cádiz. Y por último –escribe Napoleón- “Ils méritaient mieux!”. Los españoles o “el pueblo español” –si se me permite por una vez esta expresión romántica- casi siempre ha merecido mejores gobernantes de los que ha sufrido.

Nota bene: He ganado acceso al texto original de las Memorias de Napoleón, que he traducido para NuevoDiario, gracias a la Crestomatía Francesa de Eduardo del Palacio Fontán, Madrid 1928).

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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