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A RESGUARDO DE LAS OLAS, por José Biedma López

A RESGUARDO DE LAS OLAS, por José Biedma López
A RESGUARDO DE LAS OLAS, por José Biedma López

En su prólogo a Paseo por los dioses, llama José Zafra a su autor, Antonio Sánchez Millán, “poeta de vocación tardía”. Nunca es tarde si la dicha es buena y el poeta está ahora, todavía, en los sesenta, pues nació en 1961, en Castro del Río, Córdoba. El autor tilda a su poemario de 2020 (Ediciones Rilke) de “paseo por la humanidad”, una humanidad menesterosamente endiosada, si se nos permite el oxímoron, narcisista hasta la desesperación.

A RESGUARDO DE LAS OLAS, por José Biedma López

No siempre la mirada poética enaltece al mundo, hasta podría decirse que el gusto por lo sublime, o por la sublimación de lo inmediato, es una especie de avaricia como otra cualquiera (juicio rusoniano que debemos a la blasfema Anni Dillard). Más bien “el paseo” de Antonio degrada, señala los pies de barro de una humanidad que se ilusiona por encima de su probada contingencia. El caso es que Antonio Sánchez ha sido y es filósofo práctico, organizador de olimpiadas estudiantiles y cafés filosóficos y, por lo tanto, se ha vestido la túnica del aspirante a sabio antes que la más ceñida y escueta del homérico rapsoda. Nos confiesa que últimamente lee, escribe y estudia sobre todo poesía. ¡Cuidado! Por ahí también se desvió el aspirante a superhombre, el alemán bigotudo y su endiosado devoto Heidegger, temerario juez de la Historia. Menos mal que nuestra María Zambrano ha reclamado desde su liberal y liberado “claro de bosque” una Razón Poética más modesta y humana, en tentativa amable.

En efecto, la frontera entre el pensamiento abstracto y la exaltación lírica es difusa; imprecisa la linde entre la aclaración y la visión deslumbrada. Antes de Paseo por los dioses publicó Antonio otro libro de poesía: Solatz (editorial Algorfa, 2019) del que no sabemos nada, y es también director de la sección Pensar de la revista digital HomoNoSapiens. Precisamente, en estas páginas Sebastián Gámez Millán le dedica al Paseo de Antonio crítica benevolente.

No son sus versos pájaros que adulen con sus melodiosos trinos nuestro oído, algunos más bien graznan como cuervos o braman como toros heridos, nostálgicos en su querencia. Saben más sus versos a gazpacho frío que a meloso postre horneado. ¿Hermetismo, prosaísmo abstracto, neo-ultraísmo…? Si es difícil encasillarlo, será tal vez porque se trate de una escritura auténtica y original, aunque, como siempre, pues somos ecos, voces se oyen de grandes gigantes como de San Juan de la Cruz en: “No busques nada / si quieres encontrarlo / todo”.

En su discurso entrecortado elimina pausas, genera ambigüedades, juega con espacios que funcionan como paréntesis aclaratorios y con diptongos en versos rotos como quien balbucea, cual niño nietzscheano que ensaya un nuevo lenguaje después de haber sido camello sumiso cargando con el pesado fardo heredado y león negacionista, como quien dice un sí perplejo a la vida sin demasiado convencimiento. Rompe palabras o describe impresiones que anuncian el otoño como quien busca “fuegos fatuos / todavía no marchitados”.

Los poemas de la primera parte de Paseo por los dioses semejan enigmas que se oyen a dos o tres voces en ritmo sincopado. El lector en su inocencia se pregunta quiénes son estos dioses a los que amonestan los coribantes, si serán nuestras creencias y temores, hábitos, ideas, ambiciones…: “Errantes van los dioses / por la pasarela de las sombras” (uno recuerda aquí la cavernosa pasarela platónica de objetos fabricados)… Más fácil resulta determinar quiénes son sus “divinos” hijos: “Los hijos de los dioses / son engendrados de un mundo / agonizante en sus triunfos // animales heridos / incapaces de vivirse siendo dioses”.

No ayuda que, puesto a concentrar conceptista su intención y pensamiento, el poeta deje sin título la mayoría de sus poemas; en algunos, el enunciado principal parece haber saltado, tímido, hasta el último verso. Asume un tono profético, de visionario admonitor: “Embarradas van las mentes // las plantas nacen ya babaza /… y los frutos separados”. No sé si ha reparado el autor en lo contradictorio o, al menos, paradójico que resulta para la actitud divina “mirar a la altura”, pues los dioses están, precisamente, en lo más alto. Tal vez sí repare en ello cuando escribe que “Habitan en la soledad espiritual /… de otros seres // mero juego solipsista”. Es vieja idea, o fantasía, que Dios creó porque no aguantaba tanta soledad. La soledad es locura; ergo el mundo fue la expresión de Su locura.

Nosotros no somos más que un diálogo, como nos recuerda Antonio citando a Hölderlin. Que seamos una sagrada conversación de los dioses consigo mismos es una ilusión sugerente. Con algunos juicios críticos del peripatético y dramático paseo no tenemos más remedio que estar de acuerdo: “Los dioses más ricos pueden ser muy pobres de espíritu / Ni el mucho dinero ni la tecnología sola enriquece”. “Los dioses / miran lo importante / las diosas / miran lo que importa”, aquí y ahora (hic et nunc). “La palabra discriminar / no discrimina // si / lo negro no anhela ser / más pálido / ni a lo blanco le hace falta / oscurecerse”.

Se pregunta el vate por qué tierra hollarán sus pasos los nietos de los dioses, si “blanda esponja / o sucia piedra / resbaladiza”… Afirma que “este final que vivirán / estaba en la génesis”. Esto es como creer en el Hado, en la Divina Providencia o en el Demonio determinista de Laplace. Si el fin ya estaba marcado en el principio, ¡qué sería de nuestra libertad y dignidad!

En la frontera con la segunda parte del poemario se aclara que estos dioses, tan poco divinos que podrán ser desplazados en un futuro próximo por máquinas inteligentes: “más humanas / más exactas / más nosotros”…, que estos dioses actuales son conscientes y se defienden –nos defendemos- construyendo y que “las bestias no saben nada / de sí mismas / ni del mundo”. Estamos solos. Algo de humor paródico acude en nuestro auxilio en la segunda parte del Paseo titulada “El centro y la periferia”:

Un atardecer que sea más rojizo

los sonidos de un pájaro que siempre nos gusten

que sea más blanca la luz

y más azul la colada.

No sé muy bien si cuando el poeta dice en espasmos de una sílaba, “que ahora los medios son los fines de todos los días” se está refiriendo al espectáculo incesante de los medios masivos de comunicación o a algo más general y abstracto. Como refiere mi tocayo en su prólogo, las interpretaciones son siempre infinitas. Al menos podrían llegar a serlo si el tiempo también lo fuese. En cualquier caso, se contrapone “la dopamina interior” segregada por un cerebro sano, a la felicidad exógena, proporcionada por la industria internacional del entretenimiento y loada por la Internacional Publicitaria.

Como era de esperar en un filósofo, sus epigramas devienen aforísmos: “Yo tengo un cuerpo / pero no soy / mi cuerpo / ima / gina / do”. “Yo no sé si soy feliz /… con una felicidad / tan compuesta //… tan obligado / que ya no sé /… si soy feliz”. Coincido con Antonio en su opinión de que el mar como símbolo y como lugar de vacaciones está sobrevalorado. Tal vez por eso abrace él “la belleza / a resguardo de las olas”. ¿A resguardo de las modas? Alguno de sus epigramas podrían servir como argumento para resucitar el yo trascendental, precisamente donde este se fragmenta y bipolariza: “Yo soy mis emociones /… emergen y descontrolan / mi mundo… me doy cuenta // por lo tanto / yo no soy mis emociones”.

Deja claro que somos un animal limítrofe, como explicó Eugenio Trías, y peregrino, un animal inadaptado incluso a la sociedad tecno, esa coraza que, como el caracol su concha, hemos creado para defendernos, hasta un punto que “El sistema vital padece locura / inmunológica /… como resultado / el organismo se rebela contra sí mismo / a falta de enemigos exteriores”. El alma contemporánea enferma de mil males inéditos: neurosis, fobias, fanatismo, resentimiento, “wokismo”… Pero nos preguntamos si es posible “tras mucho padecer” una diagnosis y una terapia para un alma que ha quedado proscrita: “… la han llamado algunos hálito de vida / otros inteligencia suprema / e incluso / se han atrevido a tildarla de amor /… desatendida / se alejó de nosotros / dejándonos huérfanos / sin apoyo moral”. Vacío existencial y un cuerpo colgado del nihilismo.

Se atreve Antonio al final con el soneto. Con estos tercetos remata “La rosa”:

Realidad no es aquello que observas

horizonte abriendo tras la colina

sed que se sacia con el agua fresca

suaves brotes que te atraen la vida

no la rosa abierta de aromas plena

sino aquello desde lo cual tú miras.

Del autor:

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
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