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SEMBLANZA DE MOUNIER, por José Biedma López

SEMBLANZA DE MOUNIER, por José Biedma López
SEMBLANZA DE MOUNIER, por José Biedma López

“Es preciso que la vida nos arranque

periódicamente del engaño del pensamiento”

Emmanuel Mounier

SEMBLANZA DE MOUNIER, por José Biedma López

La grandeza de un pensador radica en el doble empeño de servir a la verdad y a la libertad. Los hay contemplativos, orientados sobre todo por el ansia de verdad; los hay activistas, que optan por la acción electiva. Enmanuel Mounier perteneció más bien a los segundos, los que como Marx pensaron que no basta con interpretar el mundo y que debemos mejorarlo. Mounier nació en 1905 en Grenoble, el mismo año que Sartre, tres años antes que Merleau-Ponty, cuatro años antes que Simone Weil.

Pasó los primeros años de su vida en el campo entre gentes sencillas y trabajadoras. Se definió a sí mismo como montañés, “intelectual con campesino dentro”. Siempre fue consciente de que el hombre no puede entregarse al bien sin libertad y que esta se debilita y casi extingue cuando se cae en la extrema pobreza. El pan es condición de la libertad. Una sordera parcial y la pérdida de la visión de un ojo influirá en el carácter tímido, melancólico y solitario de Mounier. Accede a estudiar medicina presionado por sus padres, pero a los tres años la deja por la filosofía. Su encuentro con el maestro Jacques Chevalier será decisivo. Pronto reprochará al idealismo su falta de compromiso: los idealistas “tienen las manos puras, pero no tienen manos”. El compromiso comienza por la inquietud, la mala conciencia y se traduce en una conversión.

Mounier fue siempre un comprometido cristiano, abierto a otros credos y amistades, agregador más que disgregador; un militante católico protagonista de la “revolución personalista”, siempre al borde de la excomunión. Para él, la alienación del hombre moderno es despersonalización, reducción del hombre a objeto y de la comunidad a masa. El filósofo ha de ser presencia en el mundo, atento a toda llamada de los acontecimientos, sabedor de los problemas de aquellos con quienes convive.

Mounier se acerca en un primer momento a la mística y piensa en el español Juan de los Ángeles (1536-1609) para su tesis doctoral. Tras el impacto de la prematura muerte de su amigo Jorge Barthelemy, viaja a España en enero de 1930 para estudiar a los místicos españoles. No obstante, Jacques Maritain le disuadió de escoger un tema tan complicado, inpulsándole hacia el estudio del pensamiento de Charles Péguy, maestro de toda una generación. De ahí el primer libro de Mounier: El pensamiento de Charles Péguy (1931).

A disgusto con el cristianismo acomodado y burgués, que considera solidario con el “desorden establecido”, Mounier elige como Péguy la pobreza y renuncia al éxito mundano. Sin embargo funda la emblemática y señera revista Esprit, en torno a la cual se agruparán intelectuales protestantes, católicos y librepensadores de enorme talla. Quieren rehabilitar con ello las grandes tradiciones revolucionarias francesas en armonía con las mejor tradición espiritual, salvándolas de un rusonianismo facilón, salvando a la persona, pues no se debe ni se puede establecer la universalidad sobre el olvido de la persona.

Esprit rehuyó desde su origen el apelativo de “revista católica” y estuvo a punto de ser anatematizada por la Iglesia. Se propone denunciar toda alienación de la persona “desde abajo”, en solidaridad con el proletariado pero a sabiendas de que “la opresión está en el tejido mismo de nuestros corazones”. Se propone denunciar el fariseísmo, enfermedad que corroe al cristianismo occidental, feudal y burguesa: “cristiandad moribunda”.

Entre 1933 y 1939 Mounier enseña filosofía en el Liceo Francés de Bruselas y se casa con Paulette Leclerg, que será apoyo constante en el drama y contrariedades de su vida. Esprit se opone tanto al capitalismo como al colectivismo, pero es tachada sin embargo de comunista y modernista y denunciada al Vaticano. Por estas fechas rompe Mounier con Chevalier y se queda solo, hace penosos sacrificios en esta sociedad en la que el tener asfixia al ser, para salvar Esprit. Cuando tantos pueblos sufren hambre, tantos seres humanos viven en la ignorancia y quedan por construir tantas escuelas, hospitales y viviendas dignas, la carrera de armamentos de su siglo (y aún del nuestro) y la ostentación privada y pública le parecen un escándalo intolerable… “El porvenir de la civilización está en juego”.

En medio de la terrorífica deshumanización de la segunda guerra mundial es apresado por los alemanes y permanece tres semanas encerrado. Interrumpida en 1936, la revista Esprit reaparece en noviembre de 1940. El Vaticano había amenazado con condenarla, pero no lo hizo, sin embargo el gobierno colaboracionista de Vichy la clausuró en agosto de 1941. “Guerra sin cuartel al espíritu totalitario”, había anotado Mounier en marzo del mismo año. Visita a sus amigos por todas las ciudades del sur de Francia para preparar la resistencia ideológica frente al nazismo, se asocia como jefe al movimiento Combat, en el que también se hallan Sartre, Camus y Malraux. Mounier recorre las cárceles francesas para dar moral a los derrumbados y el quince de enero de 1942 es detenido en su domicilio de Lyon y encarcelado, luego es absuelto en octubre de 1943.

Como se sabe, Argelia se desmembró del gobierno colaboracionista de Vichy y los ejércitos de la Francia Libre entraron en París el 24 de agosto de 1944. Combat salió de la clandestinidad con un editorial explosivo escrito por Camus: “La sangre de la libertad”. Mounier había escrito en la cárcel unas notas que luego se publicaron en Esprit: “un hombre que no conoce la enfermedad o la cárcel es un hombre incompleto”. En la cárcel escribió la mayor parte del Traité du caractère (1946). Es ese tiempo tuvo que sufrir la amarga experiencia de que un sacerdote católico le negara la comunión por haberse rebelado contra el poder establecido. Y sin embargo, en la cárcel, Mounier había sido un testimonio viviente del amor fraterno, del compañerismo cristiano. Un compañero Henri Colin lo recuerda así: “Era el rayo de sol en la celda, con la palabra amable siempre pronta a calmar un crispamiento momentáneo, difundiendo a su alrededor la paz de su alma”.

Mounier reflexionó como Gandhi sobre la violencia: cuando no se puede elegir más que entre la cobardía o la violencia, hay que decidirse por la violencia, pero “yo practico –cita a Gandhi- el coraje tranquilo de morir sin matar”, para el que no tenga este coraje, deseo que cultive el arte de matar y ser muerto. Practicó lo que decía con una huelga de hambre en junio de 1942.

Libre y retirado con su familia en Dieulefit (Drome) redacta las páginas de L’Affrontement chretienne (1944), en el momento en que París tras la guerra hierve de pintoresquismos en Saint Germain de Press, donde Sartre pontifica en el Café La Flore y Juliette Greco, musa de luto, recita los versos del dramaturgo y filósofo de la nada y su angustia con voz cavernosa. Mounier reposa pero organiza dos congresos de Esprit en su aldea. Escribe a su padre y por fin, en diciembre de 1944, reaparece la revista.

Los eruditos fijan en torno a 1947 la acmé (madurez) de Mounier, momento en que la filosofía se mundaniza y también deja de tomarse en serio, a pesar de los esfuerzos pontificales de Sartre. Está de moda el psicoanálisis que describe la neurosis como fracaso mental. El existencialismo es descrito por Mounier como filosofía del desastre de la razón, del absurdo y del sinsentido, del fracaso de la fraternidad humana: “Sartre no ha querido reconocer la mirada del otro, sino como mirada que fija y petrifica, su presencia como una usurpación que me despoja y me sojuzga” (El personalismo, 1ª, II).

Aunque Mounier se opone a cualquier especie de materialismo, mecanicismo o nihilismo, reconoce que la explicación por el instinto de Freud y por la economía de Marx son vías legítimas de aproximación a los fenómenos humanos, inclusive a los más elevados, aunque ninguno de ellos pueda ser comprendido sin los valores y formas del universo personal. Precisamente el espiritualismo y el moralismo son impotentes porque descuidan las sujeciones biológicas y económicas. No hay nada de malo en la encarnación: somos cuerpo y espíritu a la vez, incluso San Juan de la Cruz, en sus éxtasis, vomitaba: “No hay en mí nada que no esté mezclado con tierra y con sangre” (El personalismo, 1ª, I). Igualmente, reconoce Mounier que el existencialismo ha contribuido a reavivar problemas personalistas: libertad, interioridad, comunicación, sentido de la historia…

Tras el nacimiento de su tercera hija (1946) publica Mounier el grueso de su obra. Introducción a los existencialismos es obra muy recomendada académicamente por su rigor y transparencia (hay traducción al español). En su obra capital: Le personnalisme (1949), traducida al español por Aída Aisenson y Beatriz Dorriots para la universidad de Buenos Aires (Eudeba, 1962), deja Mounier claro que el personalismo es un humanismo integral, pues no somos ni ángeles ni bestias, y también un socialismo humanista, más atraído por la comunión y comunicación que funda la comunidad de hombres libres que por el colectivismo totalitario.

El hombre, realidad suprema, yace oprimido, tanto en las cuevas existencialistas como en la fábrica alienadora. Habla en Las certidumbres difíciles de la revolución como una exigencia espiritual y en el Tratado del carácter consigna como el que elige el partido de la inteligencia no elige precisamente la vida fácil, pues debe dar testimonio de una verdad trascendente. Inquietador de conciencias adormecidas, Mounier renunció al mito de la élite intelectual con sus tesis sencillas pero profundas, próximas al sentido común. En 1949 sufrió una primera crisis cardiaca y en marzo de 1950, a los cuarenta y cinco años, la definitiva. Su último editorial para Esprit llevaba el título de “Fidelidad”. Y en efecto, fiel fue siempre este gran pensador, injustamente ninguneado por los manuales al uso, al prójimo y a sí mismo.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm
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