nuevodiario.es

SIRENAS, por José Biedma López

SIRENAS, por José Biedma López
Ampliar
viernes 06 de noviembre de 2020, 10:36h
SIRENAS, por José Biedma López
Canta Aleixandre que la sirenas de la mar quedan por las playas de noche cuando el amor se marcha… Sirenas vírgenes que ensartan en sus dedos las gargantas, que bordean el mundo con sus besos. Manuel Andújar llamó con admiración a Esperanza Roy “racimo de sirenas”. El poeta malagueño Rafael Pérez Estrada descubrió a una sirena negra hospedada en las alcantarillas de Nueva York viviendo entre caimanes y cocodrilos hechos a la noche perpetua: “Sus ojos brillan blues y sus caderas balancean el calor de una caricia imposible”. La sirena negra de Estrada profundiza el gran silencio de la ciudad, como sus hermanas del Egeo o del Adriático seduce a los solitarios con un canto sensual muy convincente y les atrae a sus trampas cónicas, trampas parecidas a las de las hormigas leonas, pero no ardid arenoso, sino torbellino de agua turbia en que se ahogan los seducidos por su jazz.

La leyenda antigua explica el origen de las sirenas como muchachas castigadas por Afrodita, diosa que las despojó de su belleza por despreciar los placeres del amor. Son las aves monstruosas del libro XII de la Odisea de Homero. Para disfrutar sin riesgo de su canto, el astuto Odiseo (Ulises) se hace atar al mástil mientras sella los oídos de sus marineros con cera. Seres marinos, isleños, tenían cabeza y pechos de mujer, alas de pájaro, patas y garras de león, mujeres de cintura para arriba, volaban más que nadaban. En la literatura latina aparecen a veces como ángeles de la muerte que cantan himnos fúnebres al son de la lira. Ovidio las hace compañeras de Perséfone, Señora de los infiernos, aunque destaca la inocencia de sus rostros.

Vuelan a la literatura de los siglos oscuros desde el Phsysiologos griego del siglo II, texto alejandrino en el que ya con perspectiva cristiana se pinta a las sirenas como musas que con la armonía de su canto provocan que los navegantes se arrojen al mar y perezcan. Representan la seducción de los abismos, del totum revolutum originario; “animalia mortifera” –dirá una versión de finales del IV-, animales asesinos que sumen a los marineros en un profundísimo sueño, para caer sobre ellos y despedazarlos de inmediato. San Jerónimo de Estridón, doctor de la Iglesia y traductor de la Biblia al latín, las define como meretrices. En las Etimologías de San Isidoro (s. VI), las sirenas “inlectos navegantes sub cantu in naufragium trahebant”, es decir: “arrastraban al naufragio a navegantes seducidos por su canto”.

A través de los bestiarios latinos, las enciclopedias, los romances…, las sirenas poco a poco van dejando su feo pellejo de engendros infernales para devenir cada vez más hermosas, ya no seducen sólo por su canto, sino por los amores sensuales y placeres sexuales que prometen, pues adquieren “pulcherrima forma”. Fue en el Liber mostruorum de diversis generibus (siglos VII-VIII) donde se las pinta por primera vez con forma inferior de pescado, forma que se impuso a mitad del siglo XII. En esa época nadan ya con aleta caudal en el De bestiis et aliis rebus.

En la interpretación cristiana, las sirenas simbolizan la inconstancia, la tentación, el engaño y la lujuria, la procesión del “mal camino” en la que concurren saltimbanquis, bailarinas y juglares, a los que el demonio descarría mandándolos al infierno. Sirven de símbolo a los misóginos para hacer constar la mala influencia que las mujeres bellas y arteras pueden ejercer sobre infelices varones. Philippe de Thaün (XII) que aúna, como es común en los bestiarios, el triple propósito simbólico, religioso y didáctico, considera que las sirenas representan las riquezas del mundo, los lujos que hacen a los ricos oprimir a los pobres y perderse a sí mismos. Las sirenas de Thaün cantan contra la tormenta y lloran si hace buen tiempo, motivo que recoge nuestro Marqués de Santillana. Las sirenas se gozan con la tormenta porque origina naufragios que arrastran presas humanas hacia la playa. En uno de sus sonetos, don Íñigo López de Mendoza las compara con sus penas amorosas por no tener alternativa:

En el próspero tiempo las serenas

plañen e lloran reçelando el mal;

en el adverso, ledas cantinelas

cantan e atienden el buen temporal.

Mas ¿qué será de mí, que las mis penas,

cuitas, trabajos e langor mortal

jamás alternan nin son punto ajenas,

sea destino o curso fatal?

Vuelve a la misma idea el Marqués de Santillana en el Infierno de los enamorados. Juan de Mena en las Coplas de los siete pecados capitales las rechaza como musas gentiles y canta en uno de sus poemas: ¡Guay de aquel hombre a quien mira una sirena! Y apostrofa a su amada reprochándole ser más engañosa aún: “Solamente con cantar / diz que engaña la serena, / mas yo no puedo pensar / quál manera de engañar / a vos no vos venga buena”. En la literatura medieval, a la “serena” [sic] se la define por su canto maravilloso y dulce, que seduce como una tentación hipnótica y atrae y pierde a los marineros. En un poema de Diego de Valencia estas engañosas aves se mezclan con otras especies: calandria, ruiseñor, papagayo…, “cantan las serenas que adormecen con amores”. En castellano, la palabra “sirena” (en vez de “serena”) se documenta por primera vez en el Cancionero de Baena del siglo XV.

El misterioso francés Gervaise, en su Bestiario de 1278 versos (s. XIII), resalta el deleite de la melodía sirenil con el que estas señoras míticas adormecen al personal, tras lo cual asaltan, despiezan la carne de los durmientes y los devoran. Juan Rodríguez del Padrón escribe en una de sus cartas: “Del falso loor, semejable al dulce canto engañoso de la serena no te debes fiar”. Pierre de Beauvais las juzga como símbolo de la hembra que aturde y pierde al macho, Guillaume le Clerc asimila sus cantos con la atracción lujuriosa, su obsesión y sus peligros. Conecta esta tradición con el carácter libidinoso que se atribuye a los animales híbridos, lo cual explica la iconología de la sirena como coqueta vanidosa con espejo y peine.

¿Cuántas eran? ¿Se comen las sirenas? En el Trésor castellano son tres: una canta “con su boca, et la otra con dulçena et con cañón, et la tercera con çítola”, ¡curiosos instrumentos! Enrique de Villena en su Arte cisoria asocia la sirena con un pescado tan grande como la ballena, pero mientras la ballena es comestible, de la sirena “non se toma nin comen della”. Colón cuenta que cuando “iba al río de oro” pensó haber visto “tres serenas que salieron bien alto de la mar” y dijo que otras veces las vio en Guinea. Sin duda las confundió con reales animales marinos.

Siglos después, H. C. Andersen las dulcificaría y representaría como mujeres-pez, imagen que procede de las náyades, ninfas acuáticas, ondinas, humanizadas por los escritores y artistas románticos. La sirenita de Andersen es pequeña, pálida y enamorada, perlas de luna y mar resbalan por sus escamas. Habita un castillo de coral, ámbar y caracolas, con jardín y árboles azules y rojos que dan frutos dorados y flores sulfurosas, desde allí se ve el sol como una flor púrpura cuyos pétalos de luz fluyen y ondulan en las aguas. La criatura ríe y baila con la idea de la muerte en el corazón. Entrega su voz a cambio de unas piernas que le hacen sufrir. Andersen le recomienda no aceptar ningún amor que robe su libertad o le cause dolor, así que su sirenita renuncia al príncipe de ojos azabache, le besa en la boca y se zambulle en el mar.

En el precioso relato de Oscar Wilde “El pescador y su alma” es un muchacho el que se enamora de una joven sirena dormida con cabellera de vellón dorado y cola de plata y nácar, cuerpo de marfil y ojos de amatista. Por vivir junto a ella estará dispuesto el pescador a deshacerse de su alma…

Del autor:

http://biedmasolilunio.blogspot.com/?m=1

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios