El sistema educativo ha ido empobreciéndose al mismo nivel que la calidad política de los padres de la patria ha ido degenerando de manera alarmante. Hoy, desde las bancadas populares, no se oirá a un Manuel Fraga llamar sicofante a otro diputado, ni los socialistas entenderían a un Alfonso Guerra llamar tahúr del Misisipi al presidente del gobierno, ni siquiera un ministro franquista sería llamado egabrense por haber nacido en Córdoba. No, esas lindezas, esas perlas lingüísticas quedan muy lejos del lenguaje de nuestras señorías y es entendible cuando uno ve, en el hemiciclo, diputados que no han abierto un libro en su vida, diputados que no han trabajado nunca, diputados que han necesitado negros para que les escribieran sus trabajos académicos o diputados a los que les regalaron los títulos. Es lo normal, es el triunfo de la mediocridad.
La puntilla la ha puesto nuestra ministra de educación quien ha llevado ante el Congreso la posibilidad de que los alumnos españoles promocionen y obtengan los títulos de ESO y Bachillerato sin límite de suspensos. Esta medida, que se implantará en la enseñanza secundaria, pronto encontrará un correlato en la educación universitaria y ahí vendrán los problemas porque, si da un poco igual (tendría que haberlo puesto entre comillas) que un alumno pase de curso y obtenga el título de Bachillerato sin saber quién era Calderón de la Barca, no nos va a parecer lo mismo el cirujano que siempre ha suspendido anatomía y al que le han dado el título porque (pobrecito èl) no iba a repetir más esa asignatura y terminar traumatizándose por no aprobar en cuarta convocatoria anatomía.
No parece entender la Ministra Celaá que para tener una buena ciudadanía, unos ciudadanos críticos, capaces de analizar, entender, comprender y modificar nuestra sociedad para el bien de la comunidad, que para ser un ciudadano en el buen sentido de la palabra hacen faltan las palabras malditas que la pedabobería moderna ha estigmatizado: trabajo, esfuerzo, sacrificio, tesón, responsabilidad, seriedad, memoria y predisposición al estudio. Esos ingredientes básicos son también el humus común y el engranaje necesario para que un ciudadano, además de cumplir con su polis, en el sentido griego, cumpla con su trabajo y sea un trabajador serio, respetado y un profesional eficiente y de calidad. Sí, así son las cosas. No se consigue nada sin esfuerzo y sin sacrificio y dulcificar la realidad a nuestros hijos es convertirlos en esclavos de la ignorancia, en analfabeto manipulables que pierden sus tardes con el móvil y comprando, de manera compulsiva, en grandes centros comerciales, los nuevos rediles de los rebaños mansos.
Pese a todo, no deja de ser curioso que, entre esos 187 votos a favor de semejante tropelía educativa, estén la de quienes no quieren para sus hijos lo que quieren para los nuestros, es decir, los que, luego, cuando de sus hijos se trata, dan de lado a la educación pública (porque, por sus medidas, es deficitaria, pobre y residual) y mandan a sus hijos a colegios privados donde (¿cómo es posible?) el nivel de exigencia es considerable y donde hay autoridad, trabajo, esfuerzo y disciplina.
Señorías, déjense de gilipolleces varias y vayan al fondo del asunto: España necesita una ley educativa consensuada con todos los partidos, una ley educativa donde el trabajo y el esfuerzo sean las piedras angulares, una ley educativa que no se cambie con el siguiente cambio de gobierno (siete leyes educativas desde la ley de Villar Palasí en 1970), una ley educativa que eduque y forme a nuestros jóvenes, una ley educativa que, con el fundamento de los valores democráticos, desde el laicismo y desde la crítica como filtro para acercarse al mundo, cree una ciudadanía comprometida y responsable y no la banda de irresponsables y cenutrios que pueblan nuestras calles donde la falta de respeto, la pérdida de valores, el egoísmo y la mala educación campan a sus anchas.
Señorías, hágannos un favor y legislen por el bien común, alejados del fanatismo y el servilismo partidista. El mejor trabajo que pueden hacer por nuestro país es una buena ley educativa, al igual que la mejor herencia que unos padres dejan a sus hijos es el haberles podido dar estudios. Aprobando y pasando de curso con suspensos, condenan el esfuerzo y el trabajo, castigan a los buenos alumnos y premian a los vagos y a los irresponsables. Permitiendo estas tropelías, igualan por abajo y rompen los principios de igualdad, mérito y capacidad. Ya sé que se alejan de los postulados de Millán Astray pero, con estas medidas, gritan con su voto un “muera la inteligencia” necrófilo e ignorante que sonroja y avergüenza.