-Nos nunca vimos un inverno con tantas tempestades- se oye comentar.
- Temos vinte i cinco navíos afundados por tempestades nesta temporada
- Na mina fe que vocé é un bravo.
- Vicé teve muita sorte
- Nos levon quatro meses sem poder salir
-Necesitamos que nos alquiléis esclavos para que achiquen el agua – solicita Vicente Yáñez Pinzón- ¿A quién hay que pedir permiso para poder reparar los numerosos estragos que el temporal ha hecho a nuestra nave?
Mientras sus compañeros se entienden con los de Restelo, Cristóbal Colom, insomne y terriblemente cansado tras repetidas noches de angustia y sin poder dormir, saca de una de las carpetas las epístolas que en otro tiempo pudo redactar.
-Diego Salcedo- llama Colom a su sirviente-, alquila un carruaje o unas monturas que nos pueda llevar a Lisboa, que allí conozco dónde llevar las epístolas para que lleguen a su destino.
“Antes que nos pueda arrestar Juan II- piensa Colom- enviaré estos tres escritos, uno a los reyes, otro al tesorero Gabriel Sánchez y este otro a mi gran amigo y protector Lluis de Santángel.
En aguas de Restelo ha recalado la mayor nave de la armada del rey Juan II de Portugal.
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¿Estáis viendo el navío que está anclando allá?- señala Colom- Nunca había visto un navío como ese.
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Están botando un batel – hace ver Juan de la Cosa.
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Y va armado de cojones- explica Juan Niño- ¡Y se enfila hacia nosotros! ¿Qué querrán?
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No querrán apresarnos- se expresa con cierto recelo Vicente Yáñez Pinzón-. Si quieren guerra, tendrán guerra.
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-No sé cómo, nuestra nave apenas está armada- dice Juan Niño
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¡El que comanda el batel es Bartolomé Díaz!- observa Juan de la Cosa-. ¿No te acuerdas de él?
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Sí, claro, el que dobló el cabo de Buena Esperanza- responde Colom.
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¿Con qué poderes navegáis por estas aguas?- pregunta Bartolomé Díaz una vez que se ha aproximado a la Niña.
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Soy el almirante de la Mar Océano, nombrado por los reyes de Castilla y Aragón- contesta altivo Cristóbal Colom desde la borda de la Niña.
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Le invito a que suba a nuestro batel para acreditarse ante los hacederos de Su Majestad Juan II- dice Bartolomé Díaz.
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El Almirante de la Mar Océano no sale de su nave para dar cuenta a los hacedores del rey- contesta altanero Colom.
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Pues comisione al maestre de la carabela.
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La costumbre de los almirantes es que si ellos no se dan, tampoco dan gente suya.
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Le ruego, entonces, que muestre las cartas de los reyes de Castilla, si es que las tiene.
Y Cristóbal Colom muestra su nombramiento desde la borda de la Niña. Y Bartolomé Díaz regresa a la nao a informar a su capitán Álvaro de Dama, el cual con mucha ceremonia, gran tropa de pajes y acompañamiento de música va a la carabela.
-¡Excelentísimo Sr. Almirante, se presenta el capitán Álvaro de Dama y me ofrezco a cuanto mande!
-Requiero que me lleve a presencia de Su Majestad Juan II para informarle que he ido a las Indias con rumbo de Occidente y a maravillarle el espectáculo de los indios aborígenes que llevo en la carabela- y les hace salir para que los pueda ver.
El gentío que ha ido a contemplar a la extraña carabela no puede más que expresar una sonora sorpresa al ver a los indios y a los papagayos.
Y el viernes 8 de marzo llega hasta la misma orilla un brioso caballo del que desciende un cortesano ataviado con calzas prietas de ante, jubón de cuero recamado y larga hopalanda de velludo, con un mensaje por mano del rey portugués. Sube a bordo de la Niña con gran honor.
-Soy Martín de Noronha, mayordomo mayor de su majestad D. Juan II, quien me ha ordenado que le dijera que quiere recibirle en audiencia en el Valle del Paraíso, que es donde se encuentra. Y ha dado orden a todos sus hacedores de que no les cobren ni al almirante, ni a su gente lo que hubiere menester.
-¿Acaso sois pariente de D. Pedro de Noronha? – le pregunta Colom.
-D. Pedro de Noronha es mi padre, que el pasado año murió en un fatal accidente- responde- Era el mayordomo mayor de Su Majestad y yo he heredado tan magno cargo.
-Su padre era sobrino de mi difunta esposa Felipa Monis de Perestrello.
-Aunque aún era un niño me acuerdo de cuando murió y que fue enterrada en la capilla de la Piedad del Convento del Carmen de Lisboa.
Esa noche duerme Colom en una posada de Sacambén, lugar próximo a Paraíso, la quinta que tiene el rey portugués cerca de Santarem. Cristóbal Colom, el Almirante de la Mar Océano, sube solemne y emocionado al palacio por una escalinata de piedra rosada en cuyos márgenes hay grandes macetones con palmeras enanas traídas de Guinea. Alineados magnates de la Corte le hacen homenaje. El rey Juan II, muy barbado, mira con atención al almirante de Castilla al hacerle el rendimiento. Interiormente el monarca lusitano se lamenta de que se haya escapado este acontecimiento tan trascendental de haber llegado a las Indias cruzando el Atlántico, cuando él está gastando tantas energías y esfuerzos por llegar a ellas por la Guinea y el Cabo.
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Tengo gran placer por el feliz viaje que ha realizado por el océano- dice el monarca con cierta dosis de hipocresía- Pero esta conquista que ha hecho me pertenece como rey de Portugal. Lo acreditan las bulas pontificias que me constituyen como monarca total de los mares. Además, según los tratados firmados con los reyes de Castilla la explotación comercial de las Indias nos pertenece,
-
Desconozco las capitulaciones firmadas por los monarcas de Castilla y Portugal. Los reyes de Castilla me prohibieron que fuera a la Mina o a Guinea, tierra de explotación portuguesa y así lo habían pregonado en todos los puertos de Andalucía antes de que zarpáramos con tres carabelas. Yo me limité a dirigirme exclusivamente hacia el oeste que, según el tratado de Alcaçovas le es permitido a Castilla.
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Esto son asuntos que hemos de solucionar los monarcas- concluye Juan II-. Pero he de revisar a su marinería por si llevara enrolado algún súbdito de estos reinos. En caso afirmativo me veo en la obligación de retenerlo. Y por mi parte solo me queda que felicitarle por su heroica hazaña. Y es heroica por haberse atrevido surcar el océano con tan endebles embarcaciones. ¿Y las otras naves?
-
Las terribles tormentas que hemos sufrido en el tornaviaje nos separaron. Y ahora desconozco su destino. Pero me sabría mal que sean otros los que se adelanten a anunciar este importante descubrimiento.
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No lo retengo más. En cuanto su nave esté lista para zarpar marche cuanto antes y presente mis parabienes a los soberanos de Castilla.
-
Quisiera presentar mis respetos a Su Majestad la Reina, que es familia de mi difunta esposa – solicita Colom.
-
Ya se le avisará cuando esté disponible.
Colom se despide besando las manos del monarca y marcha con el prior Crato, uno de los magnates más encumbrados de la corte, que lo acoge como huésped.
-
¿Cómo es que no manda eliminar a Colom y a su gente, ahora que aún no ha trascendido el descubrimiento que han hecho de las Indias?- pregunta uno de los consejeros del rey.- Ese descubrimiento causará gran daño a los intereses de Su Majestad y de Portugal.
-
Sería una medida arriesgada e inútil –responde el monarca- , porque no sabemos dónde están las otras dos naves que iban con Colom. Lo que tenemos que hacer es movilizar la diplomacia para que el Papa intervenga a nuestro favor reconociendo nuestros derechos sobre esas tierras descubiertas por el almirante Colom.
El 13 de marzo de 1493 el almirante Colom manda levar anclas y navegando por la costa de Portugal avistan en lontananza la mole del cabo de San Vicente y enfilan hacia las costas de Huelva. Cuando empieza a alborear el día 15 de marzo, se divisan los pinares bajo ras de agua que hay en las isletas del Odiel.
-¡¡¡Ya estamos en casa!!!- se oye un unánime grito.
-¡¡¡Hurra!!!
La islilla de Saltes se ofrece arenosa y baja, confundiendo su gris terroso con la amplitud levemente azulada de la mar en esta madrugada silente y lunar. Y dejan la Niña al pairo esperando que suba la marea. La suave brisa orea las copas de los pinos. El silencio es expectante, solo el lamer de las olas en la arena. También se oye el lejano ladrido de algún perro y el canto del gallo que anuncia el nuevo día. Con la marea más crecida se disponen a remontar el río Tinto y arriban al puerto de las Estacas, de la villa de Palos y, aunque aún no se han disipado las tinieblas de la noche, se distinguen el perfil de la torre de la iglesia y el de las casas. La plaza del embarcadero está desierta, solo algunas barcas pesqueras se ven amarradas. Dos marinos saltan sobre las tablas del embarcadero y recogen los orinques que les lanzan sus compañeros para dejar bien abitada la carabela.
-Hace treinta y dos semanas justas que zarpamos desde este mismo punto- observa Vicente Yáñez Pinzón.
- No sé si os habéis fijado en esta coincidencia- dice el piloto Sancho Ruiz de Gama-. Hoy es 15 de marzo y es viernes, el día 3 de agosto, cuando partimos de aquí, era también viernes y viernes fue el 12 de octubre cuando avistamos la isla de San Salvador.
- Sí que es curioso- comenta Juan Niño- quizás algún astrólogo podrá escrutar esta coincidencia.
Cuando el leve resplandor del día empieza a despuntar por oriente se ve caminar a algunos, aún somnolientos, que se extrañan al ver esa destartalada carabela atracada en el muelle y a unos hombres atezados, rotos, llenos de harapos, que desembarcan.
-¡Tío Manuel!- grita el grumete García Alonso- ¡Soy yo, que hemos regresado del viaje que hicimos a las Indias!
El aludido se aproxima sorprendido a la carabela. Los demás viandantes también se acercan curiosos, mientras el grumete y su tío se abrazan con efusividad.
-
¡Hemos descubierto las Indias!- comenta orgulloso el grumete.
-
Ya estábamos enterados de ese feliz hallazgo-responde su tío-. Pérez Mateos estuvo con los Pinzones en Bayona de Galicia.
-
¿Qué se ha salvado la Pinta? ¡Bendito sea Dios!-exclama Vicente Yáñez Pinzón, que ha oído la conversación del grumete con su tío.
-
El piloto Pérez Mateos- le explica al capitán de la Niña- regresaba de los tercios de Flandes y al hacer escala su barco en Bayona fue cuando supo que estaba allí la Pinta y que habían arribado felizmente a las Indias. ¡Paco- se dirige a un palense que iba a coger su barca para ir a pescar-, acércate a la iglesia y dile al sacristán que repiquen todas las campanas para dar la bienvenida a estos héroes.
En tanto las campanas de la iglesia repican y repican, las gentes de la villa se van congregando en la plaza comunal, donde han ido los tripulantes de la Niña y, también, los atónitos indios. Se buscan nombres, se buscan los rostros de los que han vuelto. Hay abrazos, hay felicitaciones, elogios, muestras de alegría. También hay mujeres, madres, esposas o hijas que están taciturnas porque los suyos no han tornado. Y lloran. Muchos marinos echan mano de la faldiquera y extraen gruesos granos de oro, que enseñan con orgullo y satisfacción a sus asombrados parientes y vecinos.
Colom, que voluntariamente se ha querido quedar apartado de este bullicio, se regodea en la hazaña que ha llevado a cabo y que quedará en la memoria de los hombres. Y le explica a Juan Niño, el propietario de la carabela que marcha al monasterio de La Rábida a saludar a los que siempre creyeron en su proyecto. Y que tenga preparada la carabela para que en cuanto regrese marchar a Moguer para cumplir la promesa que hicieron de ir al monasterio de Santa Clara.
Y mientras Colom está en la Rábida aparece, al atardecer, la Pinta. Martín Alonso Pinzón, que viene en un estado físico muy deteriorado, se desamina al ver ondear en los mástiles de la Niña la enseña del Almirante. Y antes de que la Pinta dé fondo al costado de la Niña Martín Alonso Pinzón manda echar la barca al mar y entrando en ella se hace conducir a una heredad que tiene en tierras de Moguer.
Cristóbal Colom no va a visitar al capitán de la Pinta, sino que ordena levar anclas de la Niña para dirigirse a Moguer como ya tenía establecido. En procesión y con una vela en la mano, Colom y muchos marinos de la Niña, esencialmente todos los que son de Moguer, marchan al monasterio de Santa Clara en cumplimiento del voto que hicieron en momentos de apuro. Las gentes de Moguer los contemplan con admiración y respeto. Se hace patente la ausencia del capitán de la Niña, que ha preferido quedarse en Palos, decantándose abiertamente por la causa de su hermano Martín Alonso Pinzón. Los Pinzón, ante la hostilidad demostrada, no saben la reacción del almirante, que puede llevar a juicio al capitán de la Pinta bajo la acusación de deserción.
Mientras en la madrugada del día 16, Martín Alonso Pinzón se debate entre la vida y la muerte, el almirante y los de Moguer velan y cumplen voto de gratitud en la iglesia de las clarisas. Después Colom con Juan de la Cosa se acercan al Puerto de Santa María para dar la noticia del éxito al Duque de Medinaceli. No lo ven porque el duque se encuentra en Soria preparando la boda de su hija. Al regresar a Palos sale a su encuentro el oficial de la casa real Fernando Collantes, que entrega al almirante un correo donde los Reyes Católicos le dan la bienvenida y lo esperan en Barcelona para que les dé cuenta del éxito del viaje y le indican que vaya por tierra para que sus súbditos tomen noticia de este gran acontecimiento y porque por mar hay el peligro de ser asaltados por los piratas.
Sin demora y sin visitar siquiera a Martín Alonso Pinzón, Colom se viste de gala y con larga caravana de servidores y equipaje se dirige primeramente a Sevilla. Van con él los indios, no desnudos sino con la ropa que exige la honestidad europea, y los más descollantes de sus pilotos, maestres y marinos. Es patente la ausencia de los Pinzón y de muchos marinos de Palos que se solidarizan con ellos. No se olvidan de las jaulas con los papagayos verdes y rojos, las guaizas hechas por los indios de pedrería y huesos de pescado, las perlas, las especias y los elaborados cinturones de oro.
A los pocos días muere Martín Alonso Pinzón llevándose a la tumba su versión del descubrimiento. Y es enterrado, según su voluntad, en la iglesia del monasterio de La Rábida.
El 20 de marzo Colom entra en Sevilla con el esplendor de un caballero de fortuna. Según indicación de los Reyes Católicos Colom encomienda al arcediano Fonseca la preparación de la segunda expedición a las Indias y tiene a su disposición los capitales de su amigo el banquero Berardi. Y en su viaje a Barcelona, después de hacer escala en Lora del Río, pasa por Córdoba, la Córdoba de sus años de esperanza y bellos recuerdos, en la que tenía hogar precario y entregado e incondicional amor. Beatriz y su hermano Pedro han salido a recibirlo. Ella se siente insignificante ante la magnificencia del padre de su hijo. Aquella noche se dejan arrastrar por la pasión, pero el almirante le hace ver a su amada que las leyes de Castilla impiden que un Grande del reino pueda desposarse con una plebeya. Beatriz no contesta, no organiza ninguna escena violenta, se resigna. Ya intuía que sería víctima de los prejuicios sociales. Para que tenga una vida algo más holgada Colom le entrega a Beatriz los 10.000 maravedíes mensuales, que era la recompensa que los Reyes Católicos habían ofrecido al primero que divisara la tierra de la India. Beatriz se queda con recuerdos bellos, dolorosos también, que ha ido gustando con una agridulce emoción, de la misma manera que el paladar repele y a la vez saborea lo agrio.
La comitiva hace parada y fonda en Andújar, Villa Palacios, Balazote, Chinchilla, Almansa… La noticia de que Colom había llegado a las Indias se difunde a los cuatro vientos y las gentes de los pueblos, mordidos por la curiosidad, comienzan a esperar su paso. Se amontonan en los caminos para verlos. Salen los venteros y los artesanos, vienen mozalbetes de otros pueblos, llegan campesinos que esperan durante horas para ver el teatral cortejo de que tanto se habla. Y, por fin, pasa Colom con su acompañamiento de raros pajarracos, verdes y rojos, que chillan en vez de graznar, y seguido de media docena de misteriosas criaturas que no paran de mirar a todos lados y a cuchichear entre ellos. Y se acercan a verlos, a tocarlos, a buscarles el rabo y las pezuñas.
Cristóbal Colom va pletórico disfrutando de todo lo que ve. Al llegar a Valencia pondera la riqueza de sus huertas y recoge a su hermano Diego, que se había establecido en la ciudad del Turia trabajando en talleres de seda cuando quedó huérfano y arruinado en Felanitx. Y la comitiva continúa por Borriol, Tortosa, Tarragona y a finales de abril de 1493 entra Cristóbal Colom en Barcelona a guisa de caballero sobre una jaca de gran robustez, bien engualdrapada de terciopelo carmesí. Detrás y a pie van los indios y el resto de la comitiva. Los reciben en la puerta sur de la muralla consellers del Consell de Cent y el fraile Ramón Pané, que conduce a Colom y su caravana al monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, que es donde le esperan los reyes