Voy cómoda y decido conducir mis pasos hacia la calle Mayor. Me recreo en sus escaparates, en sus fachadas modernistas, en el patio del Casino, en las alegorías de la casa Llagostera…Echo de menos “El Gran Bar”, ese lugar de vermut y almendras fritas donde cada Jueves Santo, empingorotada y con tacones, miraba de reojillo a Don Arturo Pérez Reverte antes de que el Capitán Alatriste desenvainara su espada en las páginas de un libro.
El sol se está ocultando y en la plaza de los Tres Reyes se escucha nuestro Himno Nacional, un himno que nos une en multitud hacia un mismo y apasionante destino. La bandera que a diario saluda al viandante está siendo arriada ante la puerta del Palacio de la Capitanía y en este momento de quietud y respetuoso silencio, su puerta principal muestra una elegante nobleza, guardando efemérides y secretos de una España indiferente incapaz de adivinar un futuro admirable.
Tras guiñarle un ojo al Icue, ese joven y apreciado golfillo de bronce por cuyo lado han pasado tantas y tantas generaciones, me cruzo con Carmen Conde y, allí, sentada junto a su estatua, me responden las campanas de una Iglesia.