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CIELOS ASTURES, por José Biedma López

CIELOS ASTURES, por José Biedma López
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jueves 09 de febrero de 2023, 10:50h
CIELOS ASTURES, por José Biedma López
Gracias al teniente Poveda (apodado Peluquín por la llagada) conocimos a Hans Wolken, artista turrícola que nos contagió el interés por la metamorfosis de las nubes en el Alto Ampurdán. Eso sucedió poco después de que el dictador la cagara con flecos. Allí, gracias a Tramontana y a su hija la señorita Tramontaneta, las nubes vuelan rápido y es difícil retratarlas cuando adoptan poses guapas. Como se explica en El Reino de las Libélulas (cuya primera edición presentó el genial cuentista Medardo Fraile en 1999), el artista alemán había comprado una torre medieval ruinosa y la había techado con metacrilato transparente que le permitía contemplar los cielos y pintarlos a placer. Wolken fue considerado internacionalmente como daliniano pintor de nubes.

Sin embargo, nada de lo que él retrata se parece a los cielos del Cantábrico. Aquí en Asturias las nubes que pare el mar bravo, nada más dadas a luz, cubren con pelucas canosas las crestas de los montes. A los bosques, sus celajes les colocan cejas, bigotes, bufandas y vendas. Se descuelgan hasta los más impenetrables sotos con gigantescas patas de boroñones y abeyones. Otras veces, en las colinas verdes donde pacen las vacas rubias de tiernas carnes y ojos bellos, las nubes se extienden como capas de seda o abrigan con edredones de lana los cuerpos de ovejas, cabras y jabatos, y así el calor de los animales no se pierde y regresa a la hierba abundante y a la tierra negra e invisible. Eso, si no se agrupan en borrina y hacen desaparecer a las bestias del todo, guardándolas al amparo del cazador. (Dice el diario La Nueva España que la población asturiana baja del millón mientras la de jabalíes crece hasta los cincuenta mil).

Al fondo, los nubarrones forman cortinas espesas tras las cuales aparecen y reaparecen luces y casonas de indianos antiguos, que hacen de actores fugaces con fantasmas de emigrantes. El ritmo de esa danza lo repiten con su eco las fuentes, veneros, manantiales... Su sudor, el jugo que viene del océano y del cielo, es orbayo que empapa a los bobos insensibles y adorna con perlas y piedras de aguamarina o esmeralda las hojas de fabes, berzas y calabazas (ahora también las bolas orquidáceas y obscuras de los kiwis astures en el valle del Nalón). Nutre también por caridad los líquenes de los cachopos que, a parte del triple filete emborrizado que se ha puesto de moda, son nombres bables de árboles viejos.

Hay momentos en que una nube se empeña en rodar por un valle para alcanzar corrales y dormitorios o amenos claros de bosque donde se estremecen de gusto los amantes, sean rocines asturcones o criatures humanes. Es nube indiscreta y corona con el rocío de la mañana las frentes de los que han retozado. A esas nubes suelen desarmarlas con gracia las golondrinas que afayan y cazan larvas en aguas corrientes, o los murciélagos que trazan espirales, lazos y emboscadas con la boca abierta en el aire de la noche.

Como hay riscos que parecen firmes senos de doncella y como otros se confunden con hermosas cachas y nalgas de cortesanas orientales, las neblinas se doblan en caricia, se redoblan hasta que se pliegan sobre sí mismas engrosadas en siete velos gentiles. Quien ha subido a los lagos de los Picos de Europa las ha visto formando mares, despegadas del cielo con la libertad de las aves de Dios o de los pecados del Maligno.

Hay otras que se deshilachan en trenzas de algodón dulce, de feria, buscando labios, lenguas y bocas infantiles que las consuman. Estas son las más raras. Las más flamencas, que aspiran a lo alto, sirven de montera a los picachos desafiantes. Otras juegan con las chimeneas de los vaqueiros y bailan con los humos de sus hogueras en las brañas, o en los prados más altos en los que aún en septiembre el diente de león florece. O rodean con efluvios corrosivos los hórreos beyuscos que son patrimonio cultural de los asturianos, de los que sólo quedan diez y se caracterizan por ser chicos, con forma semirrectangular y por estar construidos a dos aguas apoyados sobre pegollos desiguales, y esos hálitos tenebrosos acometen sin piedad, derribando algunos hórreos y hasta paneras de seis patas.

Los vapores de agua más curiosos son los que siguen a las manadas de lobos de ojos oblicuos y ambarinos cerca de Balmonte de Miranda y los que esconden a los osos el emplazamiento de colmenas y borrachinales, que en Castilla llaman madroños y son frecuentes en el alto Navia. Son esas nieblas como gasas en que se acurrucan joyas preciosas. Las hay que, cayendo por boquejones de arroyos acaban en los lavaderos en que antaño bilordiaban las hembras tardes enteras. Otras haylas que ni siquiera podemos llamar ya nubes ni siquiera nubecillas, sino pluminos o vilanos vaporinos; son tan hábiles que acaban nadando como borras dentro de las botellas de la sidrina menos dulce y más ácida. Se sabe que no son levaduras muertas ni posos porque desaparecen si uno escancia culines con soltura en vaso grande. Hay en el Principado vahos que se guarecen para no desintegrarse en bollinas, que es postre típico de Oviñana, parecido a les casadielles pero con crema en la que puede mezclarse nuez picada. Y otros que se vuelven ceniza y adobo del chosco de Tineo. Y hasta se confunden en el aliento de los remeros del Sella y con el olor del heno de Pravia.

Tengo para mí que esas nubes tan creativas, incomparables y variadas, tuvieron mucho que ver y jugaron un papel principal en aquella gesta de Covadonga, dirigidas como coro de nimbos blanquísimos por la Santina, en lo que fue cuna de la España cristiana, cuando el astuto Pelayo frenó desde lo alto del monte el fiero empuje conquistador de la morisma coránica.

Del autor:

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