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HISTORIA DE LA ISLA DE YAP, por Pedro Cuesta Escudero

HISTORIA DE LA ISLA DE YAP, por Pedro Cuesta Escudero
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miércoles 02 de junio de 2021, 12:14h
HISTORIA DE LA ISLA DE YAP, por Pedro Cuesta Escudero
HISTORIA DE LA ISLA DE YAP, por Pedro Cuesta Escudero
Yap (llamada Wa'ab por los autóctonos de la isla) es una isla de las Carolinas del océano Pacífico occidental, además del estado más al oeste de los Estados Federados de Micronesia. La “isla” de Yap consiste en realidad en cuatro islas continentales muy cercanas, juntas y unidas en un arrecife de coral. El terreno está formado principalmente por colinas ondulantes densamente cubiertas de vegetación. Los pantanos alinean gran parte de la orilla. Una barrera externa de arrecifes rodea las islas, encerrando una laguna entre los arrecifes colindantes y el borde interno de la barrera. La capital del estado de Yap es Colonia. Administra a Yap y a unos 130 atolones que alcanzan al este y sur por unos 800 km. La población en 2003 fue de 6.300 personas en Colonia y otras diez municipalidades. El estado tiene un área total de 102 km². Yap está habitada por minorías de chamorros que hablan una mezcla de español, austronesio, japonés y alemán y profesan la religión católica.
HISTORIA DE LA ISLA DE YAP, por Pedro Cuesta Escudero
HISTORIA DE LA ISLA DE YAP, por Pedro Cuesta Escudero

Conmoción en España

Durante los últimos días del mes de agosto de 1885 tuvo lugar un suceso que provocó en España una conmoción extraordinaria. El día 25 del indicado mes, el cañonero alemán Iltis arribó a las islas Carolinas, y el pabellón de Alemania quedó plantado en la isla de Yap, significando que el imperio germánico tomaba posesión de aquellas tierras de la Oceanía, sobre las cuales España tenía legítimos derechos. Aunque, en realidad, nada práctico había hecho en ellas para asegurarlas. Pero las masas populares, sugestionadas por violentos artículos de los grandes periódicos, dieron muestras del más exaltado furor patriótico, y lo demostraron haciendo blanco de sus odios y de sus piedras el escudo de la embajada alemana en Madrid. El Gobierno no dejó de dar pábulo a la agitación pública, de tal modo que, en tan agitados días, se daba por descontado que íbamos derechamente a la guerra con Alemania. En los círculos en que se reunían militares y marinos se trazaban planes de las operaciones bélicas. El ejército de tierra no se comprendía bien qué papel iba a desempeñar en la lucha, a no ser que los alemanes desembarcasen en Galicia, que era la hipótesis que tenía más aceptación. Como la acción más importante le correspondería a la marina coruñesa, toda la oficialidad seguía el curso de los sucesos y de las negociaciones diplomáticas con suma atención y preocupación. La fricción subió de tono cuando se tuvo conocimiento de un hecho muy serio. Acababa de fondear en el puerto de A Coruña un cañonero procedente de Valencia, a bordo del cual iba el vicealmirante Antequera, para relevar al jefe de la escuadra y tomar el mando de ella. El general Antequera era entonces el de mayor prestigio de la armada. El gobierno consideraba sin duda la guerra inminente, y utilizaba un hombre de vigor para mandar las débiles fuerzas navales. Los cronistas de los diarios extranjeros no entienden la osadía de querer desafiar al león cuando España tenía abandonadas la isla de Yap y las de su contorno.

El arbitraje del Papa

Pero aquello lo arregló el Sumo Pontífice, que fue elegido árbitro para establecer de quién eran las Carolinas. El Papa dijo que, efectivamente, esas islas eran españolas, pero, cómo allí España no estaba presente, no tenía intereses, ni había hecho nada, añadió a su laudo la condición de que Alemania podía instalar en el archipiélago todo lo que le viniese en gana. Alemania establece una estación naval, que se convierte en centro de comunicación naval alemán hasta la primera guerra mundial. Cuando en 1898, y como consecuencia de la guerra con los Estados Unidos quedó derrumbado nuestro imperio colonial, la República norteamericana se quedó con todas las islas Filipinas, y además con la de Guam. Quedaba, como único saldó a favor nuestro todo el grupo de la Micronesia, esto es, las Palaos, Marianas, Carolinas y Marshall, y este saldo lo vendimos a Alemania por la cantidad de 25 millones de pesetas. La isla de Yap, la más importante de todas con su reducida superficie, que es de 170 kilómetros cuadrados, quedó, por lo tanto, de propiedad alemana.

Japón se apodera de las islas

Alemania disfrutó tranquilamente de su nueva finca hasta el año 1914. Desencadenada la guerra, y habiendo tomado parte en ella el Japón, esta potencia se apoderó rápidamente de todas las posesiones que Alemania tenía en el Pacífico y, por lo tanto, la isla de Yap cambió de dueño una vez más. Pero al Gobierno de Tokio le pareció que su dominio de hecho debía ser reconocido por las potencias aliadas contra Alemania. Y, en efecto, en enero y febrero del año 1917, necesitando los aliados el concurso naval y político del Japón, para que les concediera tal ayuda se avinieron a aceptar la condición que el imperio del Sol naciente fijaba. Y esta condición era que las potencias aliadas reconocieran la soberanía del Japón sobre los dominios arrebatados a Alemania en el Pacífico.

Al no estar los Estados Unidos asociados a las naciones europeas que luchaban contra los imperios centrales, el gabinete de Washington no fue consultado sobre el reconocimiento de los derechos exigido por el Japón. Llegada la hora de rubricar la paz, hubo que consignar en el tratado firmado por Inglaterra, Francia e Italia lo que se había aceptado para el Japón. Lo cual dio lugar a una protesta de Wilson, realizada en el mes de abril de 1919, ante el Consejo de los Cuatro, que por aquellos días tenía en las manos el gobierno y el reparto del mundo. En el mes de marzo anterior, los Estados Unidos habían vuelto a la carga contra los aliados y la Sociedad de las Naciones por la atribución al Japón de la famosa isla de Yap.

La isla de Yap es la manzana de la discordia

Aquella tierra perdida en las inmensidades del Pacífico llega a adquirir una importancia que antes no se había sospechado. Sirve maravillosamente, por su inmejorable situación, como punto de amarre de los cables telegráficos tendidos entre los archipiélagos y continentes, bañados por aquellos inmensos mares. En efecto, allí se cruzan los cables que van a parar a América, China, las Filipinas, las Célebes, y a otras islas importantes, como Borneo y Java. Los Estados Unidos, con la posesión de la isla de Guam, que obtuvieron de España en virtud del tratado de París, que puso término a nuestra desdichada guerra, creían que tenían la mano puesta sobre los más importantes cables telegráficos. Pero si el Japón conserva el dominio sobre la isla de Yap, ya son dos, y no muy amigos, los detentadores de la red de cables del Pacífico. Un grave problema en caso de conflicto internacional. Por ello, la isla de Yap se convierte en la manzana de la discordia que se disputan pueblos que ayer estaban sólidamente unidos contra Alemania, pero que, al cesar el peligro común, han hecho renacer sus antiguas divergencias, atizadas por los particulares intereses de cada uno. La misma Alemania agitaba, con optimismo sin duda exagerado, tales discordias, suponiendo que una guerra era inminente entre Inglaterra y el Japón y los Estados Unidos; guerra de la cual la isla de Yap sería el pretexto o la causa ocasional. La renovación de la alianza de la Gran Bretaña con el Japón ha dado pábulo a tales opiniones germánicas; pero, sin desconocer que existe cierta rivalidad entre las dos potencias anglosajonas y entre los Estados Unidos y el Japón. Era difícil admitir que naciones serenas y calculadoras se lanzaran a aventuras bélicas por causa alguna, y menos con motivo del dominio sobre la isla de Yap. Alemania sueña con estas guerras entre los aliados, porque en la desunión de éstos ve el mejor remedio para sus males. Pero, por ahora, este asunto no merece más que un comentario: “Soñaba el ciego que veía”.

Lecciones que se desprenden de la historia de la isla de Yap

Dejando aparte todo el aspecto trágico del pleito de Yap, todavía resulta instructiva la historia de la pequeña isla. Dicha historia nos enseña, en primer término, que, cosas que en nuestras manos carecen de valor alguno, lo adquieren, y no despreciable, cuando se apoderan de ellas manos menos perezosas y más hábiles para obtener de las mismas el debido fruto. Sin duda alguna, en el territorio español existen abandonadas infinidad de ínsulas de tierra firme que debidamente explotadas serían orígenes de riqueza y prosperidad para el país.

La segunda lección que se aprende en la historia de Yap es que ciertos movimientos populares, por justificados que se hallen, no tienen la menor eficacia práctica para sustituir la acción del poder público, único que puede y debe encarrilar las cosas por la senda que conviene a los verdaderos intereses de la patria. El gran bullicio que se armó en 1885, al tenerse noticia de que la bandera alemana ondeaba en Yap, no sólo tuvo su origen en este acto de Alemania sino en la indignación con que la opinión pública se enteró de que los poderes públicos, a pesar de las repetidas advertencias que habían recibido, nada habían hecho para prevenir el conflicto ni para sacar ventaja alguna de nuestros derechos. Y la historia suele repetirse.
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