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Los estratos básicos de nuestra personalidad, por Pedro Cuesta Escudero, autor de 'Atrapado bajo los escombros'

Los estratos básicos de nuestra personalidad, por Pedro Cuesta Escudero, autor de "Atrapado bajo los escombros"

miércoles 12 de mayo de 2021, 10:52h
Los estratos básicos de nuestra personalidad, por Pedro Cuesta Escudero, autor de 'Atrapado bajo los escombros'

Continuando con el artículo “El conocimiento de uno mismo”, en el que hemos recurrido al libro Atrapado bajo los escombros donde en la más absoluta soledad se fragua un personaje, que ha tenido necesidad de una profunda introspección al necesitar hacer más cognoscitivos sus actos, ya que nadie le puede aconsejar y corregir, y cualquier error en esa situación es sumamente peligroso. Creemos muy interesante reproducir esas experiencias y sus conclusiones, ya que en una situación normal de convivencia con los demás es difícil practicar con asiduidad esos ejercicios íntimos.

Los estratos básicos de nuestra personalidad, por Pedro Cuesta Escudero, autor de 'Atrapado bajo los escombros'

Tres en uno

“La situación límite a que me ha conducido la soledad que padezco ha posibilitado un reencuentro con la autenticidad de mi propia esencia. Y he llegado a la conclusión de que estoy formado por tres estratos básicos, como si fuéramos tres en uno. Incluso les he puesto nombre a cada uno de esos estratos que forman mi yo: D. Prudencia, D. Impulso y Superego.

Ya sé que el ser humano es, ante todo, una unidad. Pero una unidad en el comportamiento, porque todo repercute en todo y nunca se produce una acción aislada de una parte del psiquismo. Cuando el ser humano no funciona coordinadamente deja de poseer plenamente su propia acción y su comportamiento comienza a bordear las fronteras de lo psicopatológico.

Hay todo un sistema que acusa las necesidades que tenemos

En el ser humano hay niveles que en una situación normal pasan desapercibidos porque no prestamos atención en distinguirlos. Sin embargo, en principio hay todo un sistema que acusa las necesidades que tenemos. Y tan pronto como surge una necesidad y su desequilibrio oscilante, el instinto nos empuja hacia su satisfacción. Por supuesto que no se llega a colmar todas las necesidades o simplemente las satisfacemos de una manera deficiente, pero siempre sentimos esa fuerza inmanente e innata para procurar su satisfacción.

El fenómeno del sentir subjetivo (sentir hambre, sed, amor, odio, alegría, aburrimiento, cansancio, etc.) es básico para la orientación vital. La orientación vital parte siempre de la capacidad de sentir. Sin sentir no podemos pensar, porque cada pensamiento articulado tiene sus raíces en lo previamente sentido. En realidad lo que hace la razón es traducir el sentir en términos que lo expresen. Lo pensado, pues, depende directamente de lo previamente sentido. Es decir, pensamos cuando sabemos, cuando comprendemos y también cuando sentimos.

La razón no tiene un poder omnímodo de decisión

La mayoría de las instrucciones para el comportamiento nos viene de nuestras emociones y sentimientos. O sea, gran parte del comportamiento humano se lleva a cabo sin traducción racional. Ello significa que el poder de decisión y control que ejerce la razón en nuestro comportamiento es mucho más insignificante de lo que creemos. Ocurre que la razón es un traductor fiel, un formulador sutil de lo que sucede en nuestra intimidad. Y como trascribe lo que sentimos nos da la impresión de que es ella la que ha tomado la decisión. Pero la realidad es que la razón, el intelecto, no tiene, ni mucho menos, una función superior de control sobre las emociones, ni un poder omnímodo de decisión, como han querido hacer ver desde los filósofos de la Grecia clásica hasta los racionalistas del siglo XVIII.

De todas formas, no debemos caer en el polo opuesto de que la razón humana no tiene excesiva importancia. La razón es la encargada del lenguaje, de la creatividad, de la maduración, de la imaginación. Y el poder de decisión de la razón en el comportamiento todavía es considerable. Ahí es donde reside el sentido de la libertad humana.

Nuestra forma de razonar se basa en el contraste de pareceres

Lo que pasa es que nuestra forma de razonar funciona basándose en contraste de pareceres y ello confiere lentitud en nuestra toma voluntaria de decisiones. Cuando uno va conduciendo y ha de realizar una maniobra porque le ha surgido un imprevisto, no espera a que sea la razón quien decida ejecutarla, ya que, en ese caso, cuando llega la orden ya sería demasiado tarde ¿Quién se ha encargado de dirigir la maniobra? Se suele decir, para salir del paso, que han sido los reflejos.

O sea, al razonar, consciente o inconscientemente siempre contrastamos nuestras opiniones con las de otros para buscar solución a los problemas que continuamente se nos presentan en la vida. ¿Cuántas veces hemos dicho que lo consultaremos con la almohada, o dame tiempo para que lo piense, antes de dar una contestación requerida? Y el consultar con la almohada consiste en recabar la opinión de los allegados o consejeros o, también poner en marcha los mecanismos de los “otros yo que somos”, para disponer de un abanico de soluciones o respuestas.

No andaban desencaminadas aquellas infantiles lecciones de ponernos, siempre que se nos mostraba una ocasión de pecar, al ángel de la guardia que nos aconsejaba no cometer tal iniquidad, aunque supusiera sacrificios, y al otro lado al demonio que nos decía lo contrario y nos presentaba una lista de gustos y placeres. Aunque la Religión nos presenta al ángel y al demonio como seres distintos a nosotros, la realidad es que esos mecanismos de contrastar opiniones y luego decidir se operan dentro de nuestro yo. ¿Cuántas veces nos hemos arrepentido por haber dado una respuesta o una solución sin haberla madurado convenientemente? Antes de responder piénsatelo dos veces, suele decirse.

Los estratos, personas o niveles que componen nuestro yo

Los que, como yo, vivimos en aislamiento total y no tenemos a nadie con quien compartir opiniones y pareceres hemos de potenciar los mecanismos de los otros yo, estratos, personas o niveles, como quiera llamárseles, que componen nuestro ser. Navegantes solitarios o alpinistas que conquistan cimas sin compañeros siempre han relatado que hablaban consigo mismo y se preguntaban cómo resolver tal o cual problema. Incluso ha comentado más de uno que habían llegado a autogastarse bromas a fin de suavizar la tensión a que uno se ve sometido cuando está solo. En esta situación se tiende a observar un comportamiento similar al que tendríamos compartiendo la vida con otros. Yo les hablo a la rata y a las cucarachas como si fueran seres inteligentes y, como no responden, no pueden compartir conmigo mis ilusiones o mis preocupaciones. En una palabra, no conviven conmigo. Sin embargo puedo establecer interesantes diálogos, o fuertes y agresivas discusiones conmigo mismo.

También podría dialogar o disentir, aunque casi no lo he practicado, con pensadores o escritores de otras épocas, a través de sus obras. Si se llega a hacer bien, no solo como un ejercicio de análisis, crítica o reconocimiento, sino que pueden convencerte o hacer cambiar de opinión en unos puntos y en otros no. Es como si estuviéramos conversando con ellos. Por esta razón los pensadores, artistas o escritores que trascienden son inmortales, como si estuvieran presentes, vivos. ¿Cuántos hay que fueron incomprendidos por sus coetáneos y ahora están muy presentes?

El neocortex y el cerebro interno

Muchos psicofisiólogos, al analizar la naturaleza humana, han llegado a descubrir que contamos con un cerebro interno, que es el que rige la vida afectiva, con sus emociones, sentimientos y deseos, y lleva, hasta cierto punto, una vida independiente de las actividades cognoscitivas y voluntarias controladas por el neocortex. Estoy enteramente de acuerdo con este descubrimiento, pero mi matización va dirigida a que el cerebro, tanto su parte interna como la corteza, sólo es un órgano distribuidor de los estímulos y de los resultados, pero no los genera. Al igual que este ordenador, que realiza una increíble cantidad de operaciones, pero los datos no los produce, sino que soy yo quien los introduce.

Claro que, desarrollando el cerebro, o sea, poniendo en funcionamiento muchas neuronas que están inactivas, podemos llegar a tener un mayor control racional de la vida emocional (afectos, apetitos, pasiones, ansiedad, furia, terror, deseaos sexuales y necesidades) Y ello se consigue dando juego a los tres estratos -¿personas?- que componen nuestra rica vida interior.

La Religión cristiana avala la existencia de tres en uno solo.

El primero de los dogmas de la fe cristiana es que no hay más que un solo Dios verdadero. Por tanto Dios es el Solitario Absoluto. Dios está solo en la eternidad, no tiene a nadie con quien compartir, pues todo lo que existe, todas las criaturas son creadas y, por consiguiente, limitadas en el tiempo. Y también limitadas en inteligencia, voluntad y poder. Con ninguna de las criaturas puede participar, de la misma manera que yo aquí en el refugio tampoco puedo compartir, por mucho amor que les profese, ni con la rata ni con las cucarachas, porque son seres muy inferiores a mí. Será por esta razón por la que en el Gran Solitario hay tres Personas distintas, sin dejar, por ello, ser un solo Dios. El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Ese es, como se sabe, el Misterio de la Santísima Trinidad, otro de los dogmas fundamentales de la fe cristiana. Pablo VI nos lo específica, que no aclara por ser un misterio a nuestra limitada razón así: “El Padre engendra al Hijo desde la eternidad. El Hijo es eternamente engendrado, el Verbo de Dios. El Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo como eterno amor de ellos”.

Por otra parte, y siguiendo por el camino de la fe, Dios creó al hombre tal como lo expresa el Génesis, que la Iglesia ratifica literalmente: “Dijo Dios: Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza”. La palabra semejante atenúa el sentido de imagen, excluyendo la igualdad. El término concreto de imagen supone un parecido físico, como el de un padre y su hijo. No habrá parecido físico, pero si una semejanza general de naturaleza. Y si en Dios hay tres personas distintas, con una absoluta armonía en el obrar, sin dejar de ser uno solo, en el hombre tiene que haber por semejanza a su Creador tres estratos- ¿personas?-, con una armonía en el comportamiento como un todo unitario.

Mi yo no es uno, sino que se compone de tres estratos

Este argumento puede que no sea aceptable a los no creyentes, a los que solamente dan por válido lo que la ciencia ha demostrado. Aunque se sabe que los mitos y las creencias, en el fondo, siempre tienen una base real que les ha dado fundamento. De todas formas yo quiero dejar constancia que en detenidas introspecciones he ido observando que mi yo no es uno, sino que hay estratos, niveles, o lo que sea, que, en situaciones límite, han intentado reconducir mi comportamiento según su ángulo de enfoque.

Y he llegado a la diferenciación de un ente de razón, D. Prudencia, que prevé los peligros, los pros y los contras, de otro que está más por la acción que por el razonamiento enervante, D. Impulso. Y como moderador destaca el Superego, el cual se va perfilando con la experiencia y la educación y enseñanza. El superego es quien normalmente rige nuestro comportamiento consciente. Es el que ejerce las funciones propias de la persona racional. Actúa de árbitro entre D. Prudencia y D. Impulso. Y tiene su sede en la capa cortical superior del cerebro.

Pero si no fuera por D. Impulso, aún viviríamos, seguramente, en las cavernas. A D. Impulso se deben las genialidades y también los grandes fracasos. Muchas veces actúa sin previo aviso, sin dar tiempo a la traducción racional. Quien nos libra de muchos peligros y fracasos es D. Prudencia, con sus avisos, sus premoniciones, sus contrastados pareceres, sus prudentes consejos.

He intentado reseñar en el diario todo este asunto que hace días vengo cavilando y observando. No sé si lo he conseguido del todo y adecuadamente. Es muy difícil traducir en términos que expresen todo este enmarañado mundo de nuestra intimidad. Al menos lo he intentado.

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