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INTELIGENCIA EN BRUTO, por José Biedma López

INTELIGENCIA EN BRUTO, por José Biedma López

Girolamo Rorario (1485-1556) escribió en 1544 un tratadito sobre la inteligencia de los animales. Erudito humanista, este friulano fue cosmopolita por vocación, educación y oficio, ya que ejerció como nuncio apostólico y diplomático al servicio de los Habsburgo. Comprometido en la salvaguarda y transmisión de la cultura clásica, escribió diálogos de estilo lucianesco. Un siglo más tarde de que lo escribiese, G. Naude lo publicó en París: Quod animalia bruta ratione utantur melius homine (1648), o sea, un tratado en el que Rorario mantenía que los animales brutos en general hacen mejor uso de razón que los humanos. O sea, que de “brutos”, nada.
Rhodanthidium sticticum, abeja de la familia Megachilidae libando en flores de salvia.
Rhodanthidium sticticum, abeja de la familia Megachilidae libando en flores de salvia.

Justin EH Smith profesor de Filosofía de la ciencia en la Universidad Diderot de París publicó en 2019: Irracionalidad: una historia del lado oscuro de la razón, en el que se pregunta si debemos seguir considerando la razón una propiedad, no ya sobrenatural, sino exclusiva de los seres humanos o algo tan raro que se suponga dado como gracia por el Creador a una sola criatura, bípeda implume.

Cuando está satisfecho, mi perro Bruno esconde el resto de comida en un lugar secreto, la entierra a cierta profundidad en una despensa, para futuras hambres. Y no es un pastor alemán, sino una mezcla de podenco, siberiano, galgo y dios sabe cuántas sangres más. Se ha demostrado que los simios superiores son capaces de esconder piedras como armas para futuros combates.

Sucede que concebimos la razón como una facultad meramente intelectual y lógica, como una capacidad inferencial o argumentativa: deducción, inducción, abducción (si añadimos el término ingeniado por Peirce), capacidad de análisis y síntesis, de división y recolección abstracta. Creemos que no hay más razón que el cálculo lógico, que por cierto efectúan ya mejor las máquinas, con mayor precisión y a mayor velocidad, igual que juegan mejor ajedrez. Pero, ¿y si la razón no es tanto una habilidad inferencial, calculadora o analítica, sino más generalmente el poder de hacer lo correcto en las circunstancias adecuadas?

Es posible concebir la existencia de una razón práctica sin deliberación, y desde luego esta razón práctica no es exclusivamente humana. Es la misma que también nosotros usamos cuando conducimos, conductores veteranos, parando automáticamente ante el semáforo en rojo, sin tener que deducir desde una premisa normativa nuestra obligación de parar para no producir un accidente o merecer una multa. No hacemos silogismos ni inferencias proposicionales para decidir qué llave es la que abre la puerta de la cochera o la cerradura del apartamento, ni nos entregamos al análisis de predicados o a la lógica probabilística para decidir qué ponernos con el tiempo que hace. Alguien dirá que es cuestión de instinto, pero este tampoco es un mecanismo ciego ni una pauta absolutamente fija de acción, tampoco en los animales ya que, al menos los superiores, son capaces de inhibir sus instintos parcialmente. Es cierto también que a la hora de decidir qué es lo correcto, nuestros instintos y reacciones emocionales tienen tanto peso al menos como nuestros razonamientos (Jesús Zamora, Contra apocalípticos, 2021). Lo cual nos emparenta también con los “brutos animales”.

Con toda razón, Leibniz le reprochó a los cartesianos no haber distinguido la percepción de la apercepción o consciencia de lo percibido. Y no haber tenido en cuenta las percepciones de que no nos apercibimos, o sea, las percepciones de las que prácticamente no somos conscientes. “Y esto es lo que les ha inducido a creer que sólo los espíritus eran mónadas, y que no había almas de los animales ni otras entelequias [entes que contienen un fin propio]”.

La tradición que atribuye inteligencia o racionalidad a los animales se remonta a Plutarco de Queronea (h. 50-120), el cual no sólo sostenía que la razón es natural, sino que está extendida en la naturaleza de todos los seres vivientes. La idea central de Girolamo Rorario es que la deliberación, o sea ese periodo de vacilación entre diversas alternativas de acción, que es fase del acto libre y voluntario hasta que seleccionamos la opción que creemos más conveniente, lejos de ser una ventaja, es señal de nuestra inferioridad. Ni los hongos ni las plantas ni el resto de los animales dudan; sus decisiones son casi infalibles y por tanto, aunque también se equivocan, se equivocan menos.

Por supuesto, los errores crean tanta frustración en nosotros como en cualquier otro bicho, pero cuando la gacela da el paso inconveniente que otorga letal ventaja al guepardo, no lo hace porque tomara una mala decisión, puesto que no deliberó, por lo tanto no podrá culparse a sí misma por haber “elegido” la peor opción. La naturaleza funciona sin hacer problema de su funcionamiento y nunca se rompe. Ella misma es un orden racional, según esta visión, de modo que la razón está en todas partes, salvo que no se ve a sí misma, no alcanza el nivel de reflexión, no consigue desplegarse en ese bucle extraño del que habló Hofstadter en su libro: Gödel, Escher, Bach; ese extraño bucle que constituye el espejo de la identidad personal que Douglas Hofstadter entiende como “un lazo de retroalimentación paradójica a nivel cruzado” (¡toma ya!; claro que para entender este enredamiento que somos hay que leer sus libros o, en todo caso mirar mucho los cuadros de Escher, oír las series potencialmente infinitas de notas de las obras de Bach o entender los teoremas de incompletitud de Gödel). De hecho, muy pocos animales superiores son capaces de reconocerse en la imagen asimétrica de un espejo, no saben que se están viendo, lo mismo que no piensan que están pensando.

En cualquier caso, es bastante absurdo considerar que hay inteligencia en nuestros teléfonos móviles y robots industriales y que no la hay en el comportamiento del cangrejo ermitaño, en la economía de un hormiguero o en las largas migraciones estacionales de las aves. Si una calculadora aplica un algoritmo correcto cuando nos ofrece a la velocidad de la luz el resultado de una complicada operación matemática, también una enredadera sigue una dirección correcta cuando trepa buscando la luz del sol y, a fin de cuentas, tanto la computadora como la planta están hechas de combinaciones de los mismos minerales y elementos químicos, aunque varíen en proporción y estructura.

Debemos desechar la extraña pero recurrente y tradicional idea de que la razón y la inteligencia nos pertenece en exclusiva y sólo aparece “milagrosamente” en nuestra especie gracias al superdesarrollo del cerebro humano. Dicho concepto es un vestigio del sobrenaturalismo precientífico. La inteligencia y la razón están muy repartidas, más que la culpa incluso.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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