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"El 27 de Abril de 1521 murió Fernando de Magallanes", por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Y sin embargo es redonda. Magallanes y la Primera Vuelta al Mundo”

'El 27 de Abril de 1521 murió Fernando de Magallanes', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Y sin embargo es redonda. Magallanes y la Primera Vuelta al Mundo”
sábado 24 de abril de 2021, 11:15h
'El 27 de Abril de 1521 murió Fernando de Magallanes', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Y sin embargo es redonda. Magallanes y la Primera Vuelta al Mundo”

El 27 de Abril de 1521, hace exactamente 500 años, moría en la isla de Mactán (Filipinas) Fernando de Magallanes. Con motivo del Quinto Centenario de la Primera Vuelta al Mundo que estamos celebrando me permito reproducir literalmente del libro que publicamos con el título de “Y sin embargo es redonda. Magallanes y la Primera Vuelta al Mundo” la absurda e inesperada muerte del promotor del viaje. “Así murió nuestro guía, nuestra luz y nuestro sostén – garrapatea a la luz vacilante de una bujía de sebo su cronista Antonio Pigafetta en rugosos pliegues tratando de dar forma a sus doloridos pensamientos. Pero la gloria de Magallanes sobrevivirá a su muerte. Adornado de todas las virtudes, mostró inquebrantable constancia en medio de sus mayores adversidades. En el mar se condenaba a sí mismo a más privación que la tripulación. Versado más que ninguno en el conocimiento de los mapas náuticos, sabía perfectamente el arte de la navegación como lo demostró dando la vuelta al mundo, lo que nadie osó intentar antes que él”.

'El 27 de Abril de 1521 murió Fernando de Magallanes', por Pedro Cuesta Escudero, autor de “Y sin embargo es redonda. Magallanes y la Primera Vuelta al Mundo”

“Y amanece el 27 de Abril de 1521. El alba recorta los palmerales de la isla de Mactán. Es un amanecer como todos los del trópico, espectacular, bello, lleno de luz. Pero los atacantes no lo aprecian, mejor dicho, no les importa. Desean atacar y acabar cuanto antes. Y mientras Carlos Humabón y los suyos esperan al suave cabeceo de sus balangues sobre las aguas, las embarcaciones de Magallanes bogan para desembarcar en la isla.

Pero las chalupas no logran acercarse a la orilla porque una barrera de apretadas rocas coralíferas les corta el paso. Magallanes y cuarenta y nueve de sus hombres se ven obligados a saltar al agua, cuando aún falta bastante distancia para llegar a tierra firme. Las pesadas armaduras hacen difícil la progresión hacia la playa. Se han de abandonar las grebas y armaduras de brazos y piernas. Se camina con agua hasta la cintura tratando inútilmente de que no se moje la pólvora. Los arrecifes de coral que circundan el polígono quebrado de la costa hacen que los europeos tropiecen, resbalen, caigan y vuelvan a tropezar, resbalar y caer. Todo es un dilatado manglar, pulposo, ramoso, una baja selva lacustre.

Los once que quedan al cuidado de las chalupas disparan las piezas de artillería, a fin de ahuyentar a los mactanos de las playas y que sus compañeros puedan hacer el desembarco en toda regla. Pero la distancia hace ociosos esos disparos. Lo más importante de la acción no se puede poner en juego. Sin embargo, los mactanos, que permanecen ocultos tras empalizadas de bambú, lanzan una granizada de piedras, que siembre la confusión entre los asaltantes.

-¡Disparad! ¡Pronto, disparad! –ordena enérgico Magallanes.

Loa arcabuces no pueden ser montados si no es en tierra firme. Los ballesteros lanzan sus saetas. A causa de la distancia las flechas apenas atraviesan los delgados escudos de madera. Los mactanos, que suponían a los extranjeros invictos, descubren que sus armas no los matan. Todo lo más los hieren. Hace que pierdan todo respeto y que se acreciente su furor. Con verdaderos graznidos de aves de rapiña se lanzan, cual hordas salvajes, sobre los desconcertados invasores. Repartidos en tres batallones aparecen mil, dos mil.

En medio de este griterío enloquecedor, sin preocuparse por las nubes de `piedras que les caen, Magallanes y su reducido grupo avanzan al país hostil, a través de las charcas pútridas, recubiertas de arbustos.

Los indígenas son ágiles, livianos y se mueven con desenvoltura, porque conocen palmo a palmo los fondos de esa ribera por haber pescado muchas veces allí. Un batallón ataca de frente y los otros dos por los flancos. A los europeos no les da tiempo ni de desplegar ninguna táctica de ataque.

-¡Deprisa, ganemos tierra firme!- ordena Magallanes-. ¡Adelante, no desmayemos!

Los mactanos, confiados en su superioridad numérica, arrojan nubes de lanzas, estacas, piedras e, incluso, tierra y lodo, hasta tal punto que el moverse se hace enteramente imposible.

-¡Espinosa, vaya con unos cuantos a quemar sus chozas!- pide Magallanes en medio de un griterío infernal- . Tratemos de intimidarlos, a ver si logramos que se alejen para poder desarrollar nuestra ofensiva.

Inmediatamente es cumplida la orden. Y las llamas, con toda su hermosura trágica, en vez de ahuyentar a los isleños los enfurecen mucho más. Con encarnizada rabia y aullando ensordecedoramente un numeroso grupo de mactanos se lanza a sofocar el incendio y en combate desigual sucumben acribillados y literalmente masacrados en la misma plaza el grumete Antón Gallego y el ayudante del alguacil Pedro Gómez. A duras penas se pueden replegar los restantes.

El número de indígenas parece aumentar por momentos. Los arcabuceros y los ballesteros, que disparan sin tregua, escaso efecto hacen sobre la movediza muchedumbre. Los nativos han perdido el respeto y el miedo iniciales y, moviéndose con una rapidez desconcertante, dan viva muestra de fanática cólera. Desde las chalupas, con riesgo de herir a los compañeros son disparadas continuamente las lombardas. Pero desde tan lejos nada se consigue.

_¡Que cese el fuego de las lombardas!- grita Magallanes-. ¡Ahorremos municiones para el ataque final!

No le oyen. Es imposible que le oigan porque los mactanos aúllan cada vez más. Comprendiendo los nativos que los golpes al cuerpo o a la cabeza no dañan por la protección de la armadura, se ensañan con las indefensas piernas, a las que arrojan lanzas, piedras y flechas. ¡No se puede resistir más!

Una flecha envenenada atraviesa la pierna del Capitán General. El griterío de muerte llena de pánico a los expedicionarios, que huyen a la desbandada. Para escapar más rápidamente se despojan de sus armaduras. El terror frío de la muerte suena a dos pasos de la espalda de cada uno.

Magallanes queda solo con siete u ocho incondicionales. Su yelmo ha caído ya varias veces. La cara la tiene ensangrentada. Los isleños, que lo conocen, dirigen todos sus ataques contra él. Es un verdadero enjambre que aprieta el círculo en torno al jefe de la escuadra.

-¡Retirémonos ordenadamente!- dispone Magallanes en un intento de salvar lo que se pueda-. ¡No os importe mi muerte! ¡Dad a conocer al mundo nuestros éxitos! ¡Continuad con la empresa!...

Más de una hora dura el combate desigual. Los efectos del veneno debilitan cada vez más a Magallanes. Un mactano logra herir con la punta de su lanza la frente a Magallanes, quien, furioso le atraviesa con la pica, dejándosela clavada. Intenta desenvainar la espada, pero su brazo herido ha dejado escapar sus fuerzas, lo que aprovechan los isleños para lanzarse como jaurías sobre él.

Un tremendo tajo en la pierna izquierda le hace caer de bruces. Y como buitres corren de todas partes al sitio donde ha caído el jefe extranjero para masacrarlo. Magallanes, agonizante, terriblemente destrozado, vuelve la cabeza para ver si los demás se ponen a salvo. Nadie le puede socorrer. Todos están heridos y asediados por los salvajes. Y si pueden ganar las chalupas es porque los mactanos abandonan su persecución para rodear el cuerpo palpitante del jefe. Esta expectación de carroñeras en círculo les salva la vida. Más de un millar de pupilas, llenas de un júbilo negro, comprenden que quien importa es el jefe. Los demás importan poco.

Los supervivientes de la batalla de Mactán regresan a la escuadra descalabrados, heridos, sangrantes. Al pasar cerca de los balangues Carlos Humabón no ve a su amigo, al invulnerable capitán. A pesar de la distancia, sabe muy bien lo que significan los gritos de los mactanos: son gritos de júbilo, de victoria. Hay algo que Humabón no entiende. Es una sorpresa que no esperaba. No tiene la suficiente agilidad mental para comprender. Ordena virar en pos de las chalupas para ver, para saber.

Los que quedaron en las naos, encaramados en las vergas y jarcias, tienen las miradas puestas en las tres chalupas que se acercan.

-¡Mala espina me da –comenta preocupado Andrés de San Martín-. No veo ninguna señal de alegría, ni ninguna señal de triunfo.

-¿Qué habrá pasado?- pregunta el capitán Juan Rodríguez Serrano sin llegar a comprender nada.

-¿Dónde está el Capitán General?... ¿Y Magallanes dónde está?-interroga Duarte Barbosa desde la Victoria- ¿Dónde se ha quedado?

Las chalupas llegan a las naos. Los balangues de Humabón vienen algo detrás. La escena es deplorable. Todos los signos demuestran la más triste de las derrotas. La sangre, que ha corrido por la cabeza de muchos, ha formado una masa pastosa con las barbas. Las mejillas aparecen amoratadas, hinchadas. Todos están cubiertos de barro. Ninguno lleva completa la armadura. Las ropas hechas jirones y la carne herida aparecen por todas partes. Y ninguna luz en los ojos. Ninguna muestra de alegría, todos cabizbajos.

-¡Nos han derrotado!... – comenta como un suspiro Gómez de Espinosa.

¿Y el Capitán General? –vuelve a preguntar ansioso Barbosa.

¡El Capitán General ha muerto!”

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