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CULTURA EUROPEA Y GLOBALIZACIÓN, por José Biedma López, PhD

CULTURA EUROPEA Y GLOBALIZACIÓN, por José Biedma López, PhD

lunes 03 de marzo de 2025, 08:45h
CULTURA EUROPEA Y GLOBALIZACIÓN, por José Biedma López, PhD

El ubetense José Carlos Redondo Olmedilla es catedrático de Literatura inglesa y vicerrector de la universidad de Almería. En 2023 la editorial Comares de Granada, en su erudita colección “Interlingua”, publicó su libro “Formas fluidas. Estudios sobre Traducción y Literatura comparada”. En su sección primera, José Carlos se muestra muy crítico y un tanto pesimista a propósito de la situación de Europa respecto a su propia cultura. ¿Decadencia? Tal vez. Figura su situación actual como la de una “quimera burocratizada” de ideología políticamente correcta –miméticamente woke, diría yo– que niega y hasta reniega de sus orígenes greco-latinos y judeo-cristianos, a favor de la ilusión del “multiculturalismo”, sin que sepamos muy bien qué significa ese sueño de una sociedad malformada por diversas culturas enfrentadas, ni si tal utopía es posible o deseable, especialmente cuando alguna de esas culturas rechazan cualquier tipo de integración.

La autoflagelación y la palinodia incesante del mea culpa poscolonial no nos salvará de la disgregación como comunidad moral. Los llamados “filósofos posmodernos” han contribuido a la disolución de nuestros grandes relatos emancipadores, puede que estos autores à la page, vagamente revolucionarios y ortodoxamente izquierdistas, nos hayan descubierto algo importante sobre las microfísicas del poder y las metafísicas del deseo, pero es indudable que todos están pez en Economía; quiero decir que de economía saben poco, o nada. Más allá de los juegos lingüísticos y de los sofisticados esoterismos deconstructivistas, por encima de las logomaquias nihilistas y frente a los redentorismos inclusivos, parece que un buen método para emprender la regeneración cultural europea y recuperar la fe en nuestras propias tradiciones sería la vuelta a nuestros clásicos, al canon de la gran literatura de paganos y cristianos. En esto suscribo la receta del profesor José Carlos Redondo.

Leer y comentar a los clásicos tal vez nos permitiría recuperar fuerzas, actualizar e implementar nuestros grandes relatos. A fin de cuentas, o de cuentos, por algo será que todo el mundo quiere vivir en Europa. Tras la ceguera pseudosolidaria, quizá la lectura comprensiva de los clásicos nos devolvería la visión con que reconocer al asno por sus campanillas y al sinvergüenza por sus falsedades, tal vez la cuidadosa lectura de los clásicos nos devuelva el valor de amar la verdad por dura que esta sea y recuperemos así el coraje para odiar lo falso por mucho que lo falso nos halague. Aprovechemos el tiempo, pues todavía queda mucha gente depositaria del sentido común heredado de las grandes tradiciones clásicas, gracias a Dios, conviven aún en Europa gentes sencillas y trabajadoras que detectan lo absurdo, aun desconociendo lo que no lo es.

Es fácil echar la culpa al Capitalismo, aunque no está muy claro que queremos decir cuando mencionamos ese diablo, si al usar esa palabra tan fea “capitalismo” nos referimos al poder del sector financiero, a los productores de bienes y servicios o a los angustiados y ansiosos consumidores de cachivaches y coches eléctricos. Tambien es fácil echar la culpa al Neoliberalismo codicioso, sobre todo si uno tiene la paga asegurada gracias a los impuestos que paga el libre mercado. O personalizar la culpa en Putin o en Trump. Pero lo cierto es –digan lo que digan apocalípticos o integrados, uniformados o foragidos– que la humanidad en general vive una época de prosperidad sin precedentes, y puede ser que esta sea precisamente una consecuencia y también una razón coadyuvante de la Globalización que unos temen, otros odian, que unos abrazan y otros impulsan sin reparos. Nos guste o no, la inmediatez de las telecomunicaciones y la proliferación y abaratamiento de medios de transporte por tierra, mar y aire, han creado un mercado global o, por lo menos, lo consienten, y la liberación de los mercados crea riqueza, aunque también competencia (a veces desleal), la cual, por otra parte, anima a mejorar los medios de producción y a reducir costes, lo que beneficia a una enorme mayoría. La cultura siempre ha viajado de un sitio a otro a lomos de caravanas y no sólo en los tiempos de Marco Polo. Por eso es también inútil acusar al “mercantilismo” de la crisis cultural que nos afecta o de la “falta de valores” (si es que faltan valores y no que escogemos los equivocados). La Ruta de la Seda hoy es la Ruta de la Fibra de Vidrio y por ella viaja a la velocidad de la luz, por mar, tierra, aire y exosfera, información, que es la especia que adoba el plato del día en todas las regiones de la Tierra y de la troposfera.

Es posible que José Carlos tenga razón al ver en la globalización algo más antiguo que un fenómeno coyuntural y nuevo. Todas las comunidades humanas se han expandido cuando les ha ido bien, entonces crecen y amplían su población y territorios. La apertura económica eleva el nivel de vida y la competencia económica fuerza a que los productores y distribuidores de bienes y servicios se vuelvan más competentes con lo que benefician a sus públicos y toleran mejor la imposición de tributos por parte de los poderes públicos que administran los servicios y bienes comunitarios.

Podemos ver en la globalización un triunfo del liberalismo anglosajón, una “anglobalización” o una secuela del “imperialismo capitalista”, una neocolonización agenciada por el modo de vida usamericano. Pero, cuando no están asustados bajo la bota de un tirano, los pueblos no adoptan las costumbres que no desean adoptar. Hay mucha verdad en la descripción de Kissinger (1994) según la cual la tradición estadounidense hace más hincapié en verdades universales que en características nacionales, prefiere los enfoques multilaterales e insiste en la posibilidad perpetua de renovación, todo lo cual, asociado al pragmatismo de una cultura joven y dinámica, confiere gran encanto (e incluso belleza) al modelo de vida estadounidense. No extrañe, pues, que otros quieran adoptarlo. Japón, cuyo nivel de vida no depende de reservas naturales, sino de trabajo e ingenio, no tardó en adoptar el modo de vida americano, con sus matices, después de su derrota total en la segunda gran guerra. Y es evidente la diferencia de nivel de vida entre las dos Coreas.

Lo cierto es que una cuarta parte de la población mundial habla algo de inglés y que este se ha convertido en la koiné, en la lengua franca, “el globish” de un mercado sin fronteras, o casi sin ellas. El mismo Trump, por mucho que quiera proteger su industria con aranceles, sabe que ensayar hoy aislar económicamente un país es como pretender imponerle puertas al campo. Y también sospechará que USA es grande porque se beneficia de una fuerza de trabajo barata que le regala el sur empobrecido, empobrecido no tanto por los desmanes de Usamérica (que los hubo), sino sobre todo por la incompetencia de sus caciques.

Los amagos globalizadores no son algo completamente nuevo, aunque ese impulso haya alcanzado hoy un radio que abarca también la estratosfera de la Tierra y una parte, ínfima aún pero significativa, del sistema solar. Fernand Blaudel habló de otras “mundializaciones”: Fenicia, Cartago, Roma, el cristiano imperio romano-germánico, el Islam, el imperio de Felipe II en que no se ponía el sol, Moscovia, China, India. La globalización, como el futuro, tiene raíces muy antiguas. La primera globalización moderna fue resultado del atrevido viaje de Colón. La globalización actual puede que tenga más que ver con la interacción de fuerzas políticas y económicas que con el “neocolonialismo capitalista”, seguramente debe su realidad al avance imparable de la tecnología y la plasticidad del liberalismo económico y, seguramente –como afirma José Carlos Redondo– puede que sirva a un impulso biológico ancestral, propio de nuestra especie zoológica, al deseo innato y filogenético de extendernos (“creced y multiplicaos”), de proliferar, de expandirnos y comunicarnos, y tiene por tanto que ver también, no sólo con la política y la economía, sino con la biología y la etología.

Puede, en fin, que la globalización no sea otra cosa sino “la historia travestida” (Redondo) porque los elementos que nos diferencian, con ser valiosos, no son más importantes que las necesidades y ambiciones que tenemos en común, una compartida y muy similar naturaleza humana, digan lo que digan independentistas y xenófobos.

La globalización nos obliga a una vertiginosa transformación de nuestra forma de pensar y de vivir. Tal vez sea muy pertinente la pregunta de Rüdiger Safranski: “¿Cuánta globalización podemos soportar?”. De las posibles respuestas a esta pregunta me ocuparé en una próxima entrada.

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