Es muy conocida la alegoría en la que el filósofo ateniense compara la psique (mente, alma, espíritu...) con un carro alado tirado por dos caballos pegasos y conducido por un auriga inteligente (v. Fedro). Uno de los caballos alados es noble y responde fácil a la directrices del piloto. Se trata del caballo de los buenos sentimientos y de las emociones más dignas, esas que nos mueven a buscar honores y glorias. El otro rocín, su compa de tiro y vuelo, representa los deseos y caprichos del alma, y es DÍSCOLO, o sea que se resiste a los dictámenes y órdenes del auriga, representante de la Razón (to logistikón): piloto del alma. Por eso tendemos, no siempre aunque de modo insensato, a comer, beber y jollamar (o a "yogar", como escribe Cervantes) lo que no debemos o con quien no debemos, ni puede resultarnos saludable; nos entregamos a excesos, a amores tóxicos, a placeres autodestructivos..., tal como si fuésemos un barril o un odre agujereado, que sigue vacío por más que lo llenemos con viandas, licores, drogas y orgasmos.
No sólo es imprudente dejar sin control al caballo díscolo, sería también suicida no satisfacer aquellos apetitos saludables, justificables, moderados, cuya satisfacción redunda en una buena marcha del Carro-Alado y en la buena forma de nuestra mente. Hay que beber cuando se siente sed, hay que alimentarse y desfogar ansias de vez en cuando porque -como dijo Séneca- "de vez en cuando da alegría enloquecer", eso, si no queremos que la diskolía, que la mala leche del caballo bilioso se dispare y ponga en peligro el buen ritmo en marcha de nuestra vida.
Hemos de buscar consonancia y armonía entre lo que pensamos, lo que queremos y lo que sentimos. De esa armonía o acorde de las partes del alma depende, según Platón, la justicia y ejemplaridad de nuestro comportamiento, es decir: de la templanza de nuestros apetitos, del valor de nuestros sentimientos y de la propiedad y agudeza de nuestras razones e intenciones.
Son las tripas las que apetecen asimilar alimentos. Es el pulmón el que anhela oxígeno vivificador. Y comer sin apetito puede ser tan doloroso como padecer una indigestión después de una bacanal o un cólico alcohólico. El sexo sin deseo ni sentimientos no sólo es mercenario y fraudulento, sino también triste. Comer y beber sin gusto es penosísimo (lo sé por experiencia). De modo que nos conviene darle alguna alegría de vez en cuando al Caballo Díscolo para que no deje de servirnos en la senda vital, y hemos de saciar con todo cuidado sus apetitos y deseos más esenciales y espontáneos.
A fin de cuentos, "nada grande se hace sin pasión" (Hegel) y son los caballos, el sentimental o emotivo y su compañero Díscolo, el desiderativo o apetente, los que aportan su energía al alma humana para su excursión natural e ideal hacia las metas que el auriga racional concibe o sueña.