Aunque en esta ocasión voy a hablar de otro erizo, el de Schopenhauer. Eso sí, deseo dejar claro que es conocido como el filósofo pesimista y que sin dudas sus teorías no son las más alegres y esperanzadoras de la humanidad. Exponía la siguiente situación el pensador:
“Un día helado de invierno, varios erizos se apiñaron muy juntos para, gracias al calor mutuo, evitar congelarse. Pronto sintieron el dolor que les causaban las púas de los otros, lo que los hizo separarse nuevamente. Pero la necesidad de calor los volvió a unir, y se repitió el retroceso de las púas, de modo que quedaron atrapados entre dos males, hasta que descubrieron la distancia adecuada desde la cual podían tolerarse mejor los unos a los otros”
Estamos, evidentemente, en verano. En el más tórrido del que tenemos datos. Las estadísticas sobre temperaturas y separaciones o divorcios al término de las vacaciones estivales son tozudas. El 30% de las rupturas se dan en estos meses siendo septiembre la época con mayor número de divorcios de todo el año.
Y esto tiene que ver con no ser conscientes de que somos erizos. Erizos sociales y sentimentales.
Schopenhauer, Barbery y yo mismo nos estamos refiriendo a la vulnerabilidad que rige nuestra existencia. Vulnerabilidad a la que no es ajena la relación de pareja. Sin ella, me atrevo a decir, ésta no sería trascendente y casi, casi, carecería de sentido. No estoy en ningún momento diciendo que la vulnerabilidad, entendida como fragilidad o posibilidad de ser herido, sea deseable, pero ¡estar, está ahí! ¡Queramos o no! En uno o en ambos miembros de la pareja. Como en la metáfora filosófica recién expuesta, nos debatimos entre dos contingencias cuyos extremos son letales: aislamiento frente al riesgo de hacerse daño mutuamente.
A principios del siglo XX, Sigmund Freud en su Psicología de las masas y análisis del yo disertaba sobre como: “Cuando la hostilidad se dirige contra personas amadas decimos que se trata de una ambivalencia afectiva y nos explicamos el caso, probablemente de un modo demasiado racionalista, por los numerosos pretextos que las relaciones muy íntimas ofrecen para el nacimiento de conflictos de intereses” Es decir, nos hablaba sobre la ambivalencia de los sentimientos y cómo ésta condiciona las relaciones afectivas a largo plazo. Ambivalencia en su concepción psicológica de: “Estado de ánimo, transitorio o permanente, en el que coexisten dos emociones o sentimientos opuestos, como el amor y el odio” En las relaciones sentimentales que conllevan una continuidad espacial y temporal diaria no se puede entender el amor sin el odio y viceversa. Somos erizos que nos lastimamos con nuestras púas.
Esas púas poseen múltiples formas y facetas. Entre las primeras podemos identificar, por ejemplo, a la familia política o los conflictos relacionados con la crianza… Entre las segundas, a las expectativas, el deseo de libertad, la añoranza de la adolescencia, etc
La convivencia construye barreras y monstruos, pero a la vez crea puentes, oportunidades y unidad frente a los ataques externos del destino o la sociedad.
Si no estoy errado, la armonía debería regir la vida en pareja, y de ella emanaría la estabilidad emocional, pero para conseguirla se necesita encontrar la distancia exacta que mantenga el equilibrio entre las fuerzas contrapuestas del yo frente al nosotros.
No pretendo confundir a nadie: no estoy hablando de negar la personalidad de cada cual o de renunciar a nada, sino de que lo señalado se convierta en aportación positiva para un proyecto en común.
Como en su día dijera Soul Etspes: “Cuando el amor interfiere en el camino hacia el yo se crea la bifurcación del nosotros, que suele llevar a un único destino, si no es así llegamos al desatino, la dualidad se vuelve individualidad y ésta: distanciamiento”