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'Amores y morbos': Anchusa azurea (Boraginácea silvestre)
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"Amores y morbos": Anchusa azurea (Boraginácea silvestre)

AMORES Y MORBOS, por José Biedma López

jueves 13 de junio de 2024, 07:40h
AMORES Y MORBOS, por José Biedma López

Los espíritus amantes de la Naturaleza prefieren primavera a invierno; los espíritus melancólicos coquetean con otoños, con nevadas y hasta con la enfermedad, a la que los romanos llamaban ‘morbus’ (Séneca llamaba ‘morbos’ a las pasiones del alma). No obstante, estar enfermo puede dar romántica categoría y autoridad, como en La Montaña Mágica de Thomas Mann (de la publicación de esta espesa y clásica novela se cumplen ahora cien años).

Cuando estamos enfermos es cuando más conscientes somos de que tenemos o somos cuerpo. Sobre esta complicadísima cuestión de si “somos” un cuerpo o “tenemos” un cuerpo discuten y discutirán sabios y filósofos. (Voy a preguntárselo a la IA a ver qué me contesta)… Nadie es perfecto, ningún cuerpo, lo cual significa que todos llevamos dentro el germen de la descomposición, llámesele con rigor Entropía, esto es: propensión temporal al desorden, que es Ley termodinámica… Todos estamos heridos por la flecha del Tiempo, ese caballo de galope incesante que va dejando a su paso un rastro de ruinas, polvo y ceniza. Por eso se puede llegar a decir que la vida es una anomalía morbosa de la materia y que el hombre es un animal enfermo incluso mentalmente: homo demens, homo morbosus. Un ángel enfermo o un chimpancé enloquecido. ¡No se trata de una antropología optimista, sino trágica! Es la que profesa el hebreo jesuita ideado por Mann en su Montaña Mágica, León Naphta, quien sentencia: “ser hombre es estar enfermo”.

Hay quien pretende curar al hombre devolviéndolo a la naturaleza, regresándolo a la paz del Jardín del Edén, pero no existen más paraísos que los artificiales y todos cuajan en terrenales infiernos. Resulta que el hombre no ha sido nunca “natural”; el gran mono se hizo hombre pegando(se) fuego para sublimarse en alma. Para Naphta, el extremista católico de Mann, todos los profetas regeneradores, vegetarianos, naturistas, animalistas, todos los secuaces de Rousseau, no buscan otra cosa que deshumanizar al hombre y aproximarle al animal.

Lo que opondría al hombre a la naturaleza sería el espíritu (razón, alma, voluntad), en el que pocos creen ya, esa entelequia despegada de la naturaleza y que se siente opuesta a ella, que reniega del cuerpo, se queja de sus crecientes limitaciones y hasta se avergüenza de sus obscenas necesidades como Plotino. “Es pues el espíritu de la enfermedad, de lo que depende la dignidad del hombre y su nobleza…, y el genio de la enfermedad es más humano que el genio de la salud” (Naphta). Seguro que tampoco Ciorán despreciaría este punto de vista. Puede que los santos orienten sus cuidados a los enfermos y moribundos porque así intuyen y sienten mejor el amor a la humanidad, en el morbo. Se ponen de parte de la bondad y dignidad de los que sufren.

No hay mal que por bien no venga, y para Naphta, incluso el tan manido, idolatrado y discutible “progreso” depende de las conquistas de la enfermedad, de esos hombres que penetraron valientemente en los confines de la locura y conquistaron para la humanidad conocimientos que luego se convirtieron en salud, después de haber sido ellos mismos conquistados por la demencia. El jesuita hebreo y comunista ve en ellos, artistas, profetas, científicos, inventores, el sentido del sacrificio supremo, el de la crucifixión. Desde una perspectiva tan peregrina, también el espíritu es enfermedad, morbo humanísimo o –como podría haber dicho Sartre- pasión fracasada.

Superemos tanta angustia. No deseo dejar al lector un mal sabor de boca. ¡Sería morboso! Y eso que, en otro sentido, “el morbo” esté de moda… Después del invierno, la primavera regresa con sus esperanzas floridas. La vida renace tras el letargo de la muerte, siempre parcial. Como Lázaro, la naturaleza despierta al reclamo del espíritu, resucita gracias tal vez al sentido de los nombres que nos recuerda Mónica Fernández-Aceytuno. “Si te fijas, el amor empieza siempre por un nombre”. Porque uno pasea los campos (mejor pasearlos que herirlos montado en un ruido) y dan ganas de volverse botánico, de herborizar como Rousseau o Pio Font Quer. Uno se siente tentado por esa ciencia, la botánica, sólo por el placer que se experimenta en medio del renacimiento de la naturaleza. Aquí cardo borriquero, allí hinojo, acullá zanahorias silvestres, aquellas umbelíferas tan elegantes son tapsias vilosas, ese azul profundo es el de la Anchusa azurea, ¡Qué bonitos los gladiolos silvestres! Y este año le toca al gordolobo florecer, que lo hace cada dos años. Todavía se percibe el dulce aroma del azahar cuando ya cuelgan de las ramas del naranjo verdes frutillos esferoides… Aquí, cerca del agua, veo ranúnculos bisexuados. ¡La vida se vuelve de pronto polícroma, diversa, feraz!

Y luego en lo más denso, profundo y obscuro del bosque, con tal que caiga un chaparrón, allí donde gnomos y duendes se reparten moradas, brotan setas, criaturas de sombra, opulentas o venenosas, de naturaleza carnal muy próxima al reino animal. En La Montaña Mágica, el doctor Krokovski habla de un hongo célebre desde la antigüedad clásica a causa de su forma y de las virtudes que se le atribuían, llamado impudicus por sus evocaciones fálicas, pero cuyo olor recordaba a la muerte, un hedor cadavérico el que Impudicus desprendía cuando rezumaba de su cabeza en forma de campana el líquido verdoso y mucilaginoso de sus esporas. La superstición atribuía a ese hongo virtudes afrodisíacas.

Lo que no mata engorda, también en un sentido reproductivo; lo que no enferma, fertiliza. De la muerte de unos, la vida de otros. A finales de los años ochenta me impresionó mucho un ensayo del destacado científico y humanista Jacques Ruffié en el que jugaba con las ideas de sexualidad y muerte –tal como hace a su modo Mann en su celebérrima novela filosófica-. En su ensayo hay un capítulo dedicado a la sexualidad vegetal y otro a la “fragilidad de los machos”. Por cierto, que cuando se ocupa de la socialización sexual de los mamíferos, afirma que, al contrario que los pájaros, los mamíferos raramente formamos –por naturaleza- parejas estables y fieles (la moral y la decencia son otra cosa que naturaleza). Los mamíferos ofrecen flexibilidad y variedad infinitamente mayores que los pájaros en lo sexual, por habitar un nicho ecológico más amplio y multiforme. El papel respectivo de los dos sexos está más marcado en los mamíferos y nunca es intercambiable, al menos desde una perspectiva estrictamente biológica: mientras hay pájaros machos que incuban huevos y nutren a las crías igual o más que las hembras, no sucede lo mismo entre mamíferos, ello se debe al hecho de que, por el momento, sólo la hembra está dotada de mamas que proporcionan leche. “Pertenecemos a una clase zoológica donde la inversión de sexos es imposible –concluye Ruffié-, fuera de los casos patológicos”. Por su puesto se trata de un juicio efectuado desde la biología y la etología, no desde una antropología moral actualizada.

Algunos románticos asociaron las enfermedades a la vida urbana, mientras que la saludable calidad de las poblaciones salvajes de primates o de homínidos se atribuía a la influencia de una vida sana y al aire libre, distinta de la infecta atmósfera de las ciudades. Todavía cándidos ecologistas creen este mito del salvaje sano y bueno. Pero en realidad es la depredación y la ausencia de antibióticos la que “limpia” esos grupos de forma tan eficaz como despiadada. El hospital y las pompas fúnebres son invenciones culturales. Como el eufemístico “Ministerio de Defensa” que refiere a la guerra real o potencial, el otro de “Servicio de Salud” refiere en realidad al cuidado, contención o superación de la enfermedad. La humanización –como señaló la famosa antropóloga Margaret Mead- comenzó cuando los grupos de antropoides cuidaron de sus enfermos, nació con el Cuidatoriado del que tan bien ha escrito la economista y socióloga María Ángeles Durán, esa labor impagable y abnegada que han ejercido como enfermeras, curanderas y cuidadoras sobre todo las mujeres, sin el menor beneficio económico y durante milenios. Y que siguen ejerciendo.

Reneguemos del credo rousseauniano: en la naturaleza, ¡sólo los sanos tienen derecho a la vida! Por tanto, no seamos demasiado “naturales”. Y sólo el hombre tiene conciencia de su ser-para-la-muerte o –como escribió Oliva Sabuco- sólo nosotros tenemos “dolor entendido”. La conciencia de la muerte nos dota de una especificidad tan trágica como única y creadora. Por eso construimos tumbas y disponemos de notarios para hacer testamento en frío. Nos hacemos artistas, contra la muerte.

Sin embargo, la muerte es necesaria para la vida, la sustitución de las antiguas generaciones por las nuevas es condición que permite a la evolución seguir su camino. Si la selección ha impuesto la muerte de una forma casi universal a partir de cierto nivel de organización –dice Ruffié- es porque tal fenómeno comporta, pese a las apariencias, una ventaja en la especie, no en el individuo que sufre para amar, que sufre para morir. Sexualidad y muerte son los dos polos de un ciclo vital que forma, de generación en generación, una larga cadena cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos…

A la interpelación ‘hermano mío, hemos de morir’ con que se saludaban dos trapenses al encontrarse, hay que añadir: ‘hermano mío, hemos de amar’. Porque es amando como accedemos biológicamente –y tal vez metafísicamente- a la inmortalidad y eso, aun naciendo más o menos enfermos, todos.

Del autor:

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https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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