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CONTENCIÓN O GOCE, por José Biedma López

(Ilustración: Cópula de mordélidos sobre una santolina)
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(Ilustración: Cópula de mordélidos sobre una santolina)
martes 25 de agosto de 2020, 09:21h
CONTENCIÓN O GOCE, por José Biedma López
Aunque se incluye a Aristipo de Cirene (435-350) entre los socráticos, el cirenaico hizo capa hedonista de la austera túnica de Sócrates, proclamando los deleites de la vida como su mejor fin, o sea, el placer como bien supremo. Eso sí, como Aristipo era listo además de vividor y había bebido del racionalismo de Sócrates, buscaba la felicidad en la vida cómoda muy racionalmente, o sea usaba la razón para satisfacer sus pasiones (Hume no le atribuía otra función a la razón, sino esa misma, un papel instrumental. La razón no impone fines, lo hace la pasión, sino que es el más sofisticado de nuestros recursos para satisfacer nuestros deseos).

El inteligente filósofo, militar e historiador Jenofonte, que también fue seguidor de Sócrates, pone a discutir al maestro y al discípulo rebelde y libertino en el segundo libro de sus Recuerdos de Sócrates (Memorables). Sócrates, sobrio, templado, es para Jenofonte el maestro de la austeridad sensata. Se contaba que ni siquiera usaba capa para protegerse del frío en invierno y que sólo comía con hambre y bebía con sed. Sócrates jamás perdía los papeles; nunca se le vio ebrio.

Sin embargo el Tábano de Atenas, en lugar de reñir a Aristipo por su vida de buena mesa, buen vino y mucho sexo, o sea, por entregarse incontinente a los placeres físicos, le pregunta, muy educado y sinuoso como serpiente, cómo educaría a un hombre destinado a mandar, a un príncipe, y a otro destinado a obedecer, a un siervo.

Obviamente, al destinado a gobernar habría que enseñarle a posponer los placeres, pues deberá hacerlo si ejerciendo como autoridad debe atender un asunto urgente de Estado. Debe aprender a aguantar el hambre y la sed y a dominar el sueño si queremos que no quite ojo y se preocupe por los asuntos de la ciudad como es debido. Y, claro, también tendrá que contener sus deseos sexuales evitando que cualquier hermosa e inteligente cortesana le robe o le ponga en el brete de robar lo que no es legalmente suyo. Por tanto, al hombre destinado a mandar le educaremos para que sea un tipo duro, para que refrene su libido y acepte voluntariamente trabajos y responsabilidades públicas, desvelos, preocupaciones e insomnios, y para que sea capaz de dominar a los adversarios, para que sea diplomático pero para que no se deje engañar, como les pasa a ciertos animales, por el cebo del soborno, como los ratones cuando atraídos por el queso caen en la ratonera, o como la perdiz cuando acude solícita al reclamo enjaulado y es batida por el cazador.

Al hombre destinado a gobernar hay que hacerlo también resistente al calor y al frío, porque muchas de las ocupaciones humanas y todos los desastres naturales, incluido el artificio de la guerra, suceden al aire libre. Y serán por lógica incapaces de mandar los tipos blandos, ineptos para ponerse límites a sí mismos en la mesa o en la cama, dominados por los apetitos, las caricias del amante, y por tanto blandos, muelles y pusilánimes.

Entonces, preparado el terreno, lanza Sócrates a Aristipo la “pregunta trampa”: ¿A qué clase de hombre prefieres pertenecer?, ¿al preparado para mandar o al destinado a obedecer? No obstante Aristipo, escurridizo, atleta africano de la dialéctica (arte de la discusión), le hace un caño futbolístico al maestro y se escapa por la tangente: su respuesta es tan sorprendente como congruente: Él no tiene que ser un “asceta” ni ejercitarse en privaciones como el príncipe destinado a mandar ni renuciar a los placeres de la vida, ¡porque jamás se ha colocado entre los que desean mandar! En una palabra, renuncia al poder político para darse al placer privado. Renuncia al gobierno de la ciudad precisamente porque es consciente de sus servidumbres. Se hace voluntariamente lo que los griegos de entonces llamaban “idiota”, un irresponsable respecto a la política, que, digámoslo brutalmente, “se la suda”.

Ya es arduo proveer a las necesidades de uno mismo –argumenta Aristipo-, así que es de locos no contentarse con tamaña faena para cargar además con el temible peso de atender a las necesidades del conjunto de los ciudadanos. Renunciar a goces y comodidades, al ocio artístico e ilustrado, para ponerse a la cabeza del Estado, corriendo encima el riesgo de que le lleven a uno después ante la justicia si no complace a la opinión pública, y ya se sabe lo veleidoso que es el populacho, es una estupidez.

Sócrates replica con una alternativa radical, de tercio excluso como dicen los lógicos. O se es señor o se es siervo, si uno no se gobierna a sí mismo y manda, entonces obedecerá a otros y será su esclavo. Pero Aristipo niega la premisa mayor, o sea, la exclusión de una tercera alternativa. El no se cuenta entre los mandamases de ninguna ciudad-estado, de ninguna potencia nacional, ni de África, ni de Asia ni de Europa, pero tampoco se considera siervo ni esclavo de los poderosos: “hay término medio entre esclavitud y señorío, que es menester seguir. Y es precisamente la libertad, gran conductora de la felicidad”.

Sócrates replica que es difícil si se vive entre hombres no mandar o ser mandado, pues los poderosos siempre encuentran maneras de explotar a los débiles, tanto en público como en privado. ¡Unos plantan, otros cosechan! ¡Por eso precisamente –replica Aristipo-, él no se encierra en ninguna ciudad y se hace en todas partes extranjero! Pero entonces –añade Sócrates- su desligamiento de lo político le fuerza a peregrinar y le obliga a pasar todo el tiempo en los caminos, expuesto a numerosos peligros…

Aristipo reduce entonces la posición de Sócrates afirmando que parece identificar la felicidad con la vida de los reyes, pero para él no hay diferencia alguna entre sufrir penalidades voluntariamente (como sucede a los que mandan o son educados para mandar) y sufrirlas involuntariamente, como sucede al mandado y al esclavo. A Sócrates sólo le queda replicar con el principio de esperanza: el que se priva de un placer o asume un esfuerzo voluntariamente consuela sus males con la dulce esperanza del logro futuro, igual que el cazador soporta alegremente la fatiga con la esperanza de la presa.

Cierto, lo que vale cuesta y la excelencia requiere esfuerzo, pero ni siquiera el logro está garantizado por el trabajo, ni siquiera los resultados bellos y buenos por el sacrificio, así como la vida del atleta no es necesariamente más larga ni su muerte mejor que la del rentista perezoso.

Sócrates recurre entonces a la autoridad de Hesíodo y con él a la de los dioses: “Es fácil tener en abundancia maldad; que su camino es suave, y asequible al caminante; mas en la frente de la virtud pusieron el sudor los Dioses inmortales…”. A continuación, el gran maestro de la Ética (tal como lo pinta Jenofonte, Sócrates es guía espiritual de sus conciudadanos, amigo de sus amigos, bueno hasta la pobreza voluntaria) añade la fábula de un Hércules joven teniendo que escoger en su adolescencia entre las gustosas golosinas ofrecidas por Maldad, cortesana emperifollada, y la sobria, modesta y noble Virtud, “figura entera de comedimiento”.

Sin embargo, la apuesta hercúlea por el heroísmo virtuoso, que seguirán radicalmente los Cínicos, herederos también de Sócrates, difícilmente nos hace olvidar lo que hay de sensatez en el idiotismo cosmopolita y apátrida de Aristipo de Cirene, ese egoísmo inteligente que continuará y desarrollará en nuestra tradición filosófica el hedonismo de Epicuro, apóstol del placer y de la amistad, con la creación de su Jardín de los filósofos.

(Ilustración: Cópula de mordélidos sobre una santolina)

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