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PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE LORCA-2022, por Miguel Martínez García, General de División Guardia Civil ®

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE LORCA-2022, por Miguel Martínez García, General de División Guardia Civil ®
PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE LORCA-2022, por Miguel Martínez García, General de División Guardia Civil ®

“Existen sobradas razones para amar esta ciudad, creer en su futuro y enorgullecerse de sus habitantes”.

“Mi único mérito, si es que puede así denominarse, es el ‘lorquinismo’ del que siempre he hecho gala en los más de cuarenta años en que he residido fuera de esta ciudad. Esta identificación profunda con Lorca y su Semana Santa constituyen mi único merecimiento”.

“Los lorquinos recibimos de nuestros mayores un tesoro, material e inmaterial, que, podemos asegurar con legítima satisfacción, transmitimos a nuestros hijos aumentado y enriquecido, en cantidad y en calidad. Y, con aún mayor alegría, podemos expresar, no la esperanza, sino la seguridad de que las generaciones futuras superarán nuestra labor. No faltarán esfuerzos, ni entusiasmo, ni pasiones”.

Mis primeras palabras han de ser de profundo agradecimiento al Presidente del Paso Azul por la confianza que me ha demostrado al proponerme para impartir el pregón de los desfiles Bíblico-Pasionales de este año, así como al Alcalde de la ciudad por aceptar esa propuesta. El concepto del honor del que, por mi profesión, he sido devoto toda mi vida no podría haberlo colmado de otra manera.

Pero, realmente, mi único mérito, si es que puede así denominarse, es el “lorquinismo”, permítaseme la expresión, del que siempre he hecho gala, especialmente en los más de cuarenta años en que he residido fuera de esta ciudad. Esta identificación profunda con Lorca y con su Semana Santa constituyen, repito, mi único merecimiento; ello y el no menos profundo amor que siempre he sentido y manifestado por mi Paso y mi Virgen son la causa de que me encuentre hoy aquí, hablando ante tan respetable audiencia.

No sólo son mi único mérito, sino, además, probablemente, mi única capacidad para impartir este pregón ante personas identificadas y expertas en nuestra Semana Santa. Por eso, cuando a mediados de un ya lejano Diciembre de 2019, por cierto preocupado entonces por el poco tiempo que creía disponer, supe que el Paso Azul me había honrado al proponerme, mi primera reacción fue releer algunos de los pregones que nos han precedido en años anteriores, y, puedo asegurar sin alardes de falsa modestia que conforme leía esos textos más era consciente de mis dificultades para intentar emularlos. Pasé los siguientes días dando vueltas a la cabeza en busca de inspiración para expresar algo que no desmereciera demasiado a otros pregones ni fuera mera repetición de los mismos y entonces, no sé por qué, me vinieron a la memoria unas palabras que escuché, hace más de treinta años, en una conferencia de un lorquino genial, Don Narciso Yepes.

Este compositor y músico extraordinario dijo algo así como que ser lorquino es mirar hacia el norte y contemplar el castillo y la torre de San Patricio; volver la mirada hacia el sur y observar los montes que nos separan del mar, y reflexionar que entre una y otra visión están la ciudad, sus gentes, su religión, historia y cultura, las tierras que las alimentan y el agua que con su escasez o su “torrentía” les da la vida y, a veces, la muerte.

Aunque no parecía existir relación con mi aún no iniciada labor, algo me hizo seguir ese recuerdo y buscar un buen observatorio en la falda del castillo para contemplar en una sola mirada la ciudad, la antigua colegiata y las sierras del sur. Y creo que acerté al elegir la explanada frente a los restos de la vieja iglesia de Santa María, hoy, junto con sus vecinas San Juan y San Pedro, en feliz proceso de recuperación. Allí casi parece poderse tocar con las manos el campanario de San Patricio, y prolongando la mirada hacia la costa, casi en línea recta, antes de visionar la Almenara, mis ojos encontraron el santuario de nuestra Patrona, la Virgen de Las Huertas, primer convento de franciscanos en Lorca, en cuyo solar, según la tradición, el Príncipe Alfonso, futuro Rey Sabio, instaló su real para el asedio y reconquista de la ciudad a los musulmanes hace ya cerca de ocho siglos. Paseé la mirada despacio, primero por la fértil huerta de Lorca alrededor del monasterio; después aproximé la mirada por la población, sus edificios y calles, intentando imaginármelas recorridas por un tropel de vítores y música, de tambores y caballos, de pueblos y culturas, de Pasión ─la Pasión con mayúscula─ y de pasiones humanas. Descubrí entonces que desde esa altura los edificios más destacados e identificables, los que permiten localizar cada calle, los que aportan su denominación a los barrios en que se ubican, son las cúpulas, torres y campanarios de sus iglesias históricas. ¡Qué gran esfuerzo de generaciones de lorquinos para levantar tantas y tan grandes iglesias! San Mateo en la misma visual de la Colegiata al santuario de la Patrona; San Diego, Santo Domingo y Santiago a Levante; San Francisco, el Carmen y San José a Poniente; y, prolongando y elevando la mirada aún más hacia occidente, a la misma altura que los viejos edificios junto a los que me encontraba, el monte de El Calvario, el Gólgota de Lorca con sus capillas penitenciales, visibles, como mi propio observatorio, desde casi toda Lorca.

Fijé la mirada en la iglesia más lejana de mi posición, San Diego, tercera ubicación de franciscanos en la ciudad, construida a finales del siglo XVII sobre el solar de una ermita anterior ─circunstancia común a la mayoría de los edificios religiosos lorquinos─ en el lugar en el que se ejecutaban las penas de muerte, lo que justifica su advocación a la Virgen de los Desamparados. Me di cuenta entonces de que no estaban a mi vista todas las antiguas iglesias lorquinas −claro que no− ni tampoco la totalidad de la ciudad.

Para completar mi visión de Lorca y sus iglesias tuve que desplazarme unos pocos pasos a la espalda de Santa María, y es allí, mirando hacia el norte y el nordeste, como pueden contemplarse las Tierras Altas, el río, el Guadalentín que divide en dos la ciudad, y el barrio más próximo al mismo, el entrañable barrio de San Cristóbal, “el barrio” a secas para los lorquinos, el más castigado por el río algún mal año. Y pude también observar la iglesia que le da nombre.

Intenté concentrarme en esa iglesia, pero, de repente, mi imaginación y mis recuerdos hicieron que mis ojos parecieran no ver sus muros, ni su sencilla estructura herreriana, ni su fachada rococó. Indiferentes al sol de la mañana que me deslumbraba, mis ojos sólo distinguían la noche, la noche de un Martes de encuentros en la plaza de la Estrella. Cristo crucificado viniendo de su provisional morada en San Diego para encontrarse con su Santa Madre y unir así espiritualmente a todos los lorquinos de allende el río.

Y la noche de un Jueves. Noche de silencio. Toda Lorca concentrada en las estrechas calles del barrio. Pero en silencio. Redoblan las campanas; pronto atruenan los tambores, “estallan” las cornetas en honor de Cristo y de su Santa Madre de la Soledad; el trono de Ésta, el de Jesús de la Penitencia y, especialmente, el del Crucificado, el Santísimo Cristo de la Sangre, salen con enorme dificultad por la estrecha puerta de San Cristóbal; pero sólo se escucha el silencio, que parece sobrevolar las voces de los mayordomos dirigiendo a los costaleros. Pronto los encarnados “procesionan” sus tronos por las calles: Portijico, Escalante, Avellaneda, Mayor… Los porteadores parecen indiferentes al peso como al golpe de las imágenes sobre sus hombros, porque es la emoción, y el orgullo y la responsabilidad de llevar a Dios Hijo y a su Madre sobre sus cabezas lo que les da fuerzas.

El recorrido, pese a las detenciones a que obligan emotivas saetas, emoción y silencio, parece corto. Pronto los tronos divinos, sus escoltas romanas, y sus mayordomos y nazarenos magníficamente ataviados ─¡cómo destaca el bordado en oro sobre el fondo rojo!─ retornan a su iglesia, y las emocionadas gentes de Lorca, aún en silencio, regresan a sus casas, o continúan con la tradición, porque ya esta noche, esta madrugada de Viernes comienzan los viacrucis al Calvario, que no cesarán hasta la tarde, hasta la hora de la muerte de Cristo Hombre.

Recordar y reflexionar sobre el Barrio, el Paso Encarnado y sus procesiones debió llevarme más tiempo del que pensaba, porque cuando regresé a la fachada principal de Santa María −el paso corto, la vista baja− me percaté de que la mayor elevación solar me permitía ahora levantar más la mirada, y advertí que, además, el sol, indiferente a mis cuitas, había avanzado situándose, como si de un acuerdo tácito se tratara, sobre la siguiente iglesia que el astro había de iluminar en su diario recorrido.

Las sensaciones que antes se habían apoderado de mí al concentrarme sobre las silenciosas procesiones del barrio, desaparecieron como por ensalmo. Persistió la emoción, centuplicada si cabe, pero no el silencio. A la vista tenía la vieja iglesia de Santo Domingo, hoy museo de bordados, y la capilla del Rosario −con su permanente recuerdo y homenaje a la victoria de Lepanto− actual morada de la Virgen de la Amargura, morada que sólo abandonará durante unas horas de Viernes. Adivinaba también la nueva Casa del Paso Blanco aledaña al conjunto religioso, e incluso me parecía distinguir los restos del claustro de los dominicos y, como poco antes, como si lo estuviera viviendo, mi imaginación me condujo a ese Viernes.

Algarabía, multitud, admiraciones y elogios, vivas entusiasmados; y el color. El blanco por todas partes; sobre las fachadas y en el interior de la iglesia y la capilla; en las farolas, en los balcones próximos, en las solapas, en los cuellos, en las manos; las voces nos hablan en blanco; los blancos nos hablan de blanco y en blanco, y en este día grande en sus almas llevan su color y su Virgen, su segunda, o quizá su primera, madre.

Todo el conjunto monumental, todos sus viejos muros parecen vibrar este día con la emoción de sus gentes. A veces, los nervios de directivos y mayordomos, aplicados a solucionar mil problemas, se contagian a la multitud; más cuando inquietantes nubes asoman por La Torrecilla y parecen cernirse sobre Lorca:

¿Crees que saldremos?

¡Pues claro que saldremos! ¡La Virgen saldrá! ¡Y todo su Cortejo de la Salvación, y, antes, el cortejo bíblico!

El cortejo bíblico. En ninguna parte, en ningún país, se da expresión tan didáctica, tan artística, tan lujosa, tan impresionante como en Lorca en su Semana Santa a lo que los cristianos denominamos como Antiguo Testamento, primera parte de nuestra Biblia.

El Libro de los Reyes.- David y Salomón, mil años antes de Cristo, desfilan sobre bigas triunfales arrastrando lujosos mantos y acompañados por lucido cortejo. El primero, conquistador e impulsor de la gran Jerusalén, para la que recuperará el Arca de la Alianza; Arca que se ubicará en el primer gran Templo, construido por el segundo, artífice éste del predominio de Israel sobre los pueblos vecinos, pero que también iniciará su decadencia con sus desviaciones religiosas y sus amantes extranjeras, Balkis de Saba entre otras. La división de Israel por ello como primera parte de un larguísimo castigo divino.- Diez tribus con el usurpador Jeroboam, cuyos sucesores serán secuestrados por los asirios y desaparecerán de la Historia. Las tribus de Judá y Benjamín, fieles al hijo de Salomón, cuyos descendientes, según el Libro de Daniel, serán también cautivados, éstos por el babilonio Nabucodonosor, destructor del templo, pero que se sobrepondrán al castigo, se mantendrán fieles a su alianza divina, reedificarán el templo y persistirán como pueblo tras su liberación por los persas setenta años después. El amplio período de dominación aqueménida, representado por el esplendoroso grupo de Esther y Asuero o Artajerjes, hasta las conquistas del gran Alejandro. Y Roma.

Roma dominaba el Mundo, incluyendo Israel, en el año del nacimiento de El Salvador. Pero el Paso Blanco, como el Azul, no limita sus representaciones del Viejo Testamento al nacimiento de Cristo, comienzo de una nueva era, comienzo del Testamento Nuevo, sino que las prolongan, superando a éste, hasta que el triunfo del cristianismo no sólo sea espiritual, sino también terrenal; hasta que los cristianos dejen de ser perseguidos y consigan que la Fe verdadera se transforme en religión tolerada en toda la cuenca del Mediterráneo, lo que se alcanzará tras la victoria de Constantino sobre Majencio en el Puente Milvio ─“con este signo vencerás”─ ya comenzado el siglo IV. Por eso el Paso Blanco representa sobre caballerías a algunos de los emperadores más destacados en los cultos paganos, y en magníficos carros triunfales tirados por caballos al galope a los principales representantes de esta evolución: Octavio Augusto, emperador durante la Natividad, Constancio Cloro y Santa Elena, ésta en litera, padres de Constantino, que también conduce carro triunfal, el derrotado Majencio y el algo más tardío, el hispano Teodosio, que consagrará el predominio cristiano como religión oficial del estado romano.

Todas esas personalidades, esas culturas, esos avatares, a veces maravillosos, a veces terribles, ponen los blancos en las calles de Lorca. ¡Qué tremendo espectáculo conforman decenas y decenas de personajes! A pie y a caballo, en carros y en carrozas. ¡Qué colorido, qué derroche de medios! ¡Qué caballos, qué jinetes! ¡Qué cantidad de mantos bordados!, ¡pero qué calidad de bordados!

Y, sin embargo, todo palidece ante lo que ha de venir, todas esas esplendorosas culturas se irán con el polvo del tiempo para dar paso al triunfo verdadero, a la victoria de la Fe eterna. Al del espíritu sobre la materia. Y como última muestra de lo fútil, de lo pasajero de las civilizaciones paganas, la visión apocalíptica que transmitió San Juan, el Anticristo seguido de los más ambiciosos representantes de los fracasados poderes terrenales, de Nerón a Atila, de Ciro a Alejandro, de dioses paganos como Marte, o de personajes mitológicos como Perseo.

Pero, ¡ya viene! La Verdad triunfa. Los estandartes y símbolos cristianos ─¡qué maravilla el de Cristo orando antes de su prendimiento!─ desfilan dando paso a que se serenen los ánimos, se recuperen las voces, a que las emociones por las increíbles evoluciones ecuestres vayan dando paso a la emoción del Amor, del amor a la Virgen de la Amargura.

Pasa el Evangelista y Lorca, blancos y azules, se pone en pie. Pasa la Verónica, la mujer que enjugó el rostro de Jesús camino del Calvario, y las tensiones y los vivas comienzan a estallar de nuevo. Los blancos aplauden a lo que ven y, sobre todo, a lo que todavía no ven. Como pueblo de Jerusalén en el camino de Betania aclamando al Cristo que aún no distinguen, como redivivo pueblo hebreo, ahora sin túnicas ni palmas, los blancos aclaman no al Hijo sino a su Madre.

¡Ya está ahí! Sobre ciento treinta hombros de orgullosos costaleros llega la Virgen de la Amargura, la “Virgen Guapa”; ¡qué original y “lorquinísima” forma de llamar a su Virgen tienen los blancos!. Pero, pese al impresionante tamaño de su trono, pese al lujo que lo llena, pese a su “bordadísimo” manto, apenas puede vislumbrarse el conjunto porque decenas, centenares de miles de pétalos sobrevuelan la carrera, y porque las emociones, las aclamaciones, los vivas desgarrados de gargantas milagrosamente recuperadas, parecen nublar la vista.

Termina de pasar el trono y su cortejo, los estandartes, los nazarenos, los mayordomos con túnicas increíblemente bordadas. Y los palcos se vacían de blancos, porque todos quieren acompañar a su Virgen en el regreso a su morada, donde se la aclamará por última vez hasta el próximo año.

Muy poco más hacia el oeste, a apenas cien metros del conjunto anterior, el observador, siempre desde su privilegiado mirador de Santa María, descubre la iglesia de Santiago; seguramente la más castigada por las adversidades. El gran terremoto de 1674 destruyó la antigua iglesia construida sobre los restos de una primitiva ermita, edificadas ambas, según la tradición, en el lugar donde predicara el apóstol, futuro Patrón de España, a su paso por la Lorca romana. Cien años más hubo de esperarse para poder edificar la actual iglesia. Sobre la que se cebó el fuego.- Dos grandes incendios, en 1911 y en 1936, consumieron su interior, que hubo nuevamente que reconstruir, hasta que el devastador terremoto de hace sólo once años, incidió especialmente en Santiago, que pareció definitivamente aniquilada. No fue así, y si hubiera de elegirse una sola muestra que exprese como ninguna la tenacidad y el esfuerzo de los lorquinos para superarse ante la calamidad, seguramente habría que decantarse por esta vieja iglesia, dado el nivel de ruina en que quedó y el aspecto que presenta en la actualidad.

Otra vez la noche. Noche de Sábado de Dolores, Sábado de Pasión. Santiago, parroquia que absorbe y dirige litúrgicamente el conjunto del Paso Blanco es ahora rodeada por la solemne procesión de la Curia, por la bella talla de la Virgen de la Soledad, Virgen del Paso Negro, que, desde hace casi siglo y medio, portan a hombros componentes del estamento judicial y del derecho de Lorca. Vienen y regresan a San Patricio, a la próxima y antigua Colegiata.

San Patricio, la Colegiata como la seguimos llamando muchos lorquinos, pese a saber que desde consideraciones canónicas ya no lo es, supera en todos los aspectos a muchas catedrales españolas, y, si es legítimo enorgullecerse del patrimonio común, y yo creo que lo es, esta vieja iglesia con su preciosa fachada barroca y sus salas capitulares, unidas por el arco de la Cava, constituyen la mejor parte del conjunto monumental de esta Plaza de España de la que los lorquinos podemos y debemos estar orgullosos.

Esta impresionante representación de la entrada de Lorca en la modernidad, primera y grande iglesia que se construyó extramuros, comenzó a levantarse precisamente aquí, exactamente donde ahora me encuentro, según planos de Jerónimo Quijano. Fue hace casi quinientos años cuando se comenzó la capilla mayor, la sacristía y el primer cuerpo de la torre, que se quiso levantar grande, fuerte y alta para que, como advertía Don Narciso Yepes, desde toda la ciudad pudiera observarse, para que cualquier viajero que se aproximara contemplara desde lejos el triunfo de la Fe cristiana, pero también el de la fe de los lorquinos en su propio futuro.

Pensaba en todo esto cuando el sol de mediodía se situaba precisamente sobre la Colegiata como indicándome que el astro había ya cumplido con la mitad de su diario quehacer, cuando reflexioné que San Patricio es sede de la Virgen de la Soledad y el Paso Negro como sabemos, pero que, como también todos conocemos, es sede de otra cofradía lorquina, la única que no une su denominación a ningún color, aunque si hubiéramos de elegir uno probablemente todos pensaríamos en el color del sol, que estaba ahora en su cénit advirtiéndomelo, el color de la luz, porque el sol y la luz renacen y triunfan sobre las tinieblas de la noche, porque Cristo resucitó una madrugada de Domingo, porque ninguna Semana Santa, tampoco la lorquina, se sostendría sin una consagración al Resucitado.

Sede de la Archicofradía del Resucitado, las dos imágenes que la sustentan salen en las últimas procesiones que cierran la Semana Santa lorquina por las más viejas calles de la ciudad. Por dentro y por fuera de la antigua muralla, la Virgen de la Encarnación y su Hijo Resucitado, emotivamente encontrados en esta preciosa Plaza de España, parecen unir así a los lorquinos de todos los tiempos.

Cada vez más ensimismado por las visiones y los recuerdos, mis ojos descubrieron las próximas e inacabadas torres de San Mateo. La más moderna de las iglesias históricas de la ciudad, pues su construcción prácticamente comenzó y terminó con el siglo XIX; la más bonita de todas ellas en su interior a decir de muchos; con esa mezcla de estilos, barroco tardío y neoclásico, que también alcanza, en mayor o menor grado, a las demás iglesias lorquinas, y que, con la expansión de España entre los siglos XVI y XIX, representa el tipo de edificio religioso más extendido por el Mundo.

Sede de la Vicaría, y directora litúrgica de la iglesia de los azules, San Mateo, situada sobre la visual que une la Colegiata con la Virgen de las Huertas, también se encuentra en la línea imaginaria que une las sedes de los Pasos Azul y Blanco, casi equidistante con ambos y con sus iglesias. Observándola, recordé cómo su afortunada ubicación la hace presente en los desfiles procesionales más importantes; cómo por su fachada principal pivotan, se organizan, de Viernes de Dolores a Viernes Santo, unas hacia Levante, otras en sentido contrario, las cuatro procesiones más destacadas de Lorca, y cómo la trasera de nuestra iglesia aboca prácticamente sobre la carrera principal, sobre los desfiles bíblico pasionales en todo su esplendor.

Temeroso de que el sol agotara su recorrido antes de completar mi visión de Lorca y sus iglesias, avancé mi mirada hacia el oeste hasta alcanzar el viejo campanario de San Francisco y el antiguo convento franciscano, el segundo de esta orden que se instituyó en Lorca. Todo el conjunto se inició en el siglo XVI, pero es muy poco lo que pervive de esa época, pues los edificios que contemplamos hoy, iglesia y convento, este último transformado en el monumental Museo Azul de Semana Santa, se construyeron en su práctica totalidad en el XVII y se terminaron de decorar en el siglo siguiente con altares y retablos, únicos originales que perviven en Lorca desde su primera fábrica, una joya de época barroca y rococó.

Continuaba solo en mi observatorio, pero recuerdo que la emoción que me acompañaba durante todo el recorrido por la Semana Santa lorquina subió un escalón, porque mi imaginación y mis vivencias me trasladaron frente a mi iglesia en la madrugada o en la tarde de un Viernes. Este pregonero ha de disculparse ante tan pasional pero variada audiencia por trasladarle unas sensaciones que vive en su íntima condición de azul, pero lo hace con la disculpa y la seguridad de que las mismas o muy similares emociones vivimos todos los lorquinos, azules, blancos o entusiastas de las demás cofradías, en similares situaciones.- En esos días, hay tres momentos, invariablemente año tras año, en que no estando ya solo sino en medio de la multitud he de luchar, quizá absurdamente, para que las lágrimas no evidencien ante los demás mis particulares emociones: la primera vez que escucho las Caretas, la primera vez que mi estandarte guion, sobresaliendo por encima del gentío, enfila la Corredera, y, sobre todo, la primera vez que la Virgen de los Dolores asoma por la puerta de San Francisco.

Ciertamente, mis tribulaciones son compartidas por todos los que se encuentran allí en esos momentos, por cuantos agitan sus pañuelos, tan azules como sus almas, los que rodean a los mayordomos azules, los nazarenos, los mantos azules, los que llenan la calle Nogalte y la cuesta de la iglesia. Y es increíble contemplar cómo las emociones desgarran los ojos y las gargantas a centenares, a miles de personas, muchas de las cuales sólo acuden a un templo cristiano en esos días, cómo gentes que quizá no recuerdan la liturgia, gritan, vitorean, rezan a voz en grito profiriendo a todo pulmón frases tan apasionadas como, a veces, irracionales:

─¡Viva la que nos hace sufrir!─ escuché una vez a una mujer que pugnaba por acercarse al trono de la Virgen.

─¡Viva la única Virgen!─ escuché a otra, no sé si como una particular interpretación de la sociedad actual.

─¿La vais a dejar sola?─ preguntan muchos. No, contestamos todos, mientras miramos de reojo las nubes o los claros que suelen venir de Poniente. Claro que no.

Decía un veterano profesor, que me instruyó hace muchos años, que todo conferenciante que se precie mínimamente, cualquiera que sea el tema de su exposición, debe hablar siempre de los antiguos egipcios. En mi caso, por poco que me autoestime, la referencia a los egipcios es obligada, porque, como sabemos, fue en el valle del Nilo y subordinado a los antiguos faraones donde, según la Biblia, surgió el pueblo de Israel, el pueblo elegido por Dios.

Sí. Serán los doce hijos del tercer Patriarca, Jacob también llamado Israel, los que se trasladarán a Egipto desde su Canaán natal, según relata el Génesis en la historia de José, vendido como esclavo por sus envidiosos hermanos, que pasaría de esa miserable condición a visir de todo Egipto como premio a su sabiduría al explicar los sueños del faraón, y permitir así a éste atesorar en los siete años de bonanza para soportar los siete años de escasez que les siguieron, escasez que decidirá a Jacob y sus demás hijos, abrumados por la hambruna, a establecerse en Egipto una vez perdonados por José, lo que pudo haber sucedido diecisiete siglos antes de Cristo.

La escena central de esa bella historia viene maravillosamente plasmada en el magnífico manto del capitán de la caballería egipcia. José ante el faraón y su corte mostrando el número siete ─siete vacas, siete espigas, siete años─ con las dos manos.

Pero este mismo precioso bordado podría servir para ilustrar la historia de otro israelita ante otro faraón, la que relata el Éxodo. Moisés, milagrosamente salvado de las aguas del Nilo por la hermana del faraón, que lo adoptó, historia acaecida quinientos años después de José; cuando los descendientes de Israel, que se habían multiplicado y reducido a la condición de esclavitud por los siguientes faraones, fueron autorizados a dejar Egipto una vez que Moisés, obedeciendo otro mandato divino, amenazó al rey con las plagas y marcharon hacia la Tierra Prometida, tierra que, tras cuarenta años de peregrinar, y establecida la Alianza en el Sinaí, el enviado por la Divinidad mostraría a su pueblo desde lo alto del monte Nebo. Desde allí, teniendo prohibido por Dios pisarla, Moisés enviará exploradores Josué, Caleb─ a la nueva tierra, y son este grupo el más antiguo referido en la Biblia que se representa en Lorca, encabezando la procesión azul desde hace ya ciento sesenta y seis años.

Pero el establecimiento de los israelitas no se conseguirá sin largas luchas contra cananeos y filisteos. Luchas que nadie representa mejor que Débora única mujer jueza, además de profetisa, según el Libro de los Jueces, que posibilitará la muerte del enemigo Sísara y la consiguiente victoria judía, asegurando así el asentamiento de los descendientes de Jacob, que no adquirirá, sin embargo, unidad política hasta la breve época de los Reyes.

La época de los reyes será corta, en efecto, sólo tres generaciones; tras ella Israel, castigado por Dios pero nunca abandonado, será presa de los poderes vecinos. El Paso Azul representa las principales devastaciones que sufrió Jerusalén. Ya antes de las depredaciones de asirios y babilonios, la futura ciudad santa será saqueada por el faraón Sesac, y sus semisalvajes mercenarios procedentes de Etiopía, que aterrorizaron en el pasado a los judíos, como asombran hoy a los lorquinos con sus ecuestres demostraciones sobre caballos sin monturas.

Y la precaria reconstrucción del Estado de Israel permitida por los persas, y la posterior conquista de Alejandro, tampoco significará el fin de las guerras y saqueos. Tras la muerte del gran macedonio, todo su imperio se dividirá en manos de sus Generales que guerrearán entre sí y, teniendo a Israel como frontera común, una y otra vez la ocuparán y destruirán. Terrible y largo el castigo que Dios mantendrá sobre su pueblo elegido por sus desviaciones. Por ello, el Paso Azul representa a dos de los nuevos poderes de que se servirá la Divinidad para ejecutar sus designios: sobre bigas triunfales desfilan el seléucida Antíoco IV y el egipcio Tolomeo Filopátor, éste ostentando un bello manto con el tema de la victoria de Alejandro sobre Darío, según fiel representación de un mosaico hallado en Pompeya.

Pero es bajo las águilas romanas dominando toda la cuenca mediterránea cuando se va a producir el cambio de era con el nacimiento del Salvador; cambio que coincide con la revolución del sistema político romano que pasará de República a Imperio. Por eso, el Paso Azul representa a Julio César, que personificará ese cambio y será partidario de una respetuosa autonomía de la parte oriental del Estado bajo la égida del Egipto tolemaico; y a su general, Antonio, y a la amante de ambos, la reina Cleopatra, que fracasarán en su intento de mantener esa autonomía con su derrota en Actium ante su gran rival, Octavio. ¡Qué maravillosos grupos forman la carroza del gran Julio, y la esplendorosa litera de Cleopatra VII, y el carro de Antonio reflejando en su manto el estupor de ambos al contemplar su naval desastre!.

Azules y blancos no se detienen, como ya vimos, en la Natividad para “procesionar” sus respectivos cortejos bíblicos referidos a la época romana. Si los blancos representan al vencedor Octavio, emperador en el nacimiento de nuestro Señor, los azules escogen, sobre siga triunfal, a su sucesor, Tiberio, bajo cuyo mandato transcurrirá la Pasión. Si el Paso Blanco se centra en los personajes que, partiendo de Constantino el Grande conseguirán la victoria terrena del cristianismo, el Paso Azul elegirá a los anteriores emperadores más señalados en su persecución; los encabeza Nerón en carroza, seguida por siete impresionantes cuadrigas al galope.

Roma inventó la cuadriga, que reservó para sus Triunfos, para los desfiles triunfales de sus victoriosos generales. Será luego también utilizada para las carreras en el hipódromo, muy populares en el Imperio de Oriente, hasta que la caída de Constantinopla en el siglo XV las relegó al olvido. Fue el Paso Azul el que las rescató de la Historia hace ahora setenta y cinco años; asombrando a los lorquinos que contemplaron la primera cuadriga galopar por la Corredera, según recuerdan mis hermanos mayores, conservando todavía la sorpresa y la emoción del momento en su voz y en sus ojos.

Sí, son siete las cuadrigas que el Paso Azul “procesiona” hoy. Representan a la dinastía de los Flavios, que, consumada la Alianza Divina con el nacimiento, muerte y resurrección de Cristo destruirán Jerusalén, ahora definitivamente. Y a la de los Antoninos, entre estos últimos Trajano, uno de los dos emperadores con seguridad nacidos en España.

Azules y Blancos coinciden en su lorquino sentir de la Semana Santa, en complementarse mutuamente detallando los hechos históricos que condujeron a la creación y destrucción del estado judío, en cuyo seno nacerá Jesucristo; coinciden en exponer los personajes y acontecimientos tan relevantes en la formación del pensamiento, la cultura y la religión de Europa y América. Coinciden también en representar el triunfo del cristianismo sobre todos esos pueblos y civilizaciones. El Paso Azul ultimará la primera parte de su desfile bíblico con el grupo ecuestre que lleva en sus mantos ─¡qué maravillosos bordados!─ a los dioses grecorromanos; le seguirá la gran carroza del triunfo de Dios y de su Iglesia.

Apenas pasa esa carroza cuando las cabezas pugnan por salir de los palcos para descubrir el gran final. ¡Sí, ya viene ─anuncian desde las primeras filas─, las luces de su trono acaban de entrar en el Óvalo! Los vivas no se detienen, aumentan incluso, en frecuencia y en volumen. Se acerca, pasa, el trono con la impresionante talla de José Planes, Cristo de la Buena Muerte camino de su efímero entierro. Pasan “bordadísimos” estandartes, nazarenos y mayordomos, pero el trono de la Virgen, ya a la vista, parece no llegar nunca; cien portapasos han de ajustar su avance al ritmo de la Salve y al del tremendo peso que soportan, pero ni el esfuerzo ni la emoción que les embarga les hacen perder el ritmo ni la elegancia de su paso.

¡Llega al fin! Y con ella los versos de Rafael Alberti parecen sobrevolar la Avenida:

“LLEGÓ EL AZUL Y SE PINTÓ SU TIEMPO. TRAJO SU VIRGINAL AZUL LA VIRGEN, AZUL MARÍA, AZUL NUESTRA SEÑORA”.

¡La Dolorosa, la Dolorica, la Reina de la carrera! La Reina de los claveles, porque todos los claveles del Mundo están hoy en Lorca, porque miles y miles de flores se arrojan a su paso, y la carrera entera es azul, como las flores, como las túnicas, como los pañuelos agitándose, como los portapasos, como el manto de la Madre de Dios con su increíble bordado de la Santa Faz, que a todos mira, y a todos perdona.

Tanto se le ha esperado, que ahora parece que el trono y su lujosa escolta se alejan sin apenas haber dado tiempo a aclamarlo; pero no hay pena, no aún, porque los azules saben que el desfile bíblico pasional continúa, y porque saben también que cuando termine definitivamente, el gozo continuará acompañando el regreso de la Virgen a San Francisco, porque quedan aún largas horas para aclamarlo hasta bien entrada la madrugada. No, no la vamos a dejar sola.

Debió llevarme mucho tiempo recordar el desfile azul, porque cuando, siempre siguiendo el camino del sol, quise vislumbrar las últimas iglesias históricas lorquinas, el astro, ya en su declive, hirió mis pupilas dificultando la serena visión de las dos torres con espadañas, típicas de la Orden del Carmelo, que identifican a El Carmen como una de las iglesias más originales de la ciudad en su concepción y en su génesis, lo que se trasladó a su singular y rica fachada, resultado de las intervenciones del Concejo municipal y de la misma Corona para autorizar la construcción de la última iglesia conventual que se instaló en Lorca, ya en la segunda mitad del siglo XVIII.

San Francisco y El Carmen están unidas físicamente por la misma calle; pero también gozan de una peculiar unión espiritual por los tradicionales vía crucis, tan inherentes y queridos en el Paso Morado, que todos los viernes de cuaresma parten de la fachada de la primera, continúan por la segunda, sede de este Paso, y, casi tocando San José, la más occidental de las viejas iglesias lorquinas, con su peculiar bóveda estructurada en madera y caña, terminan en la ermita de El Calvario deteniéndose en cada una de las catorce placas y capillas penitenciales para que los “rezaores” dirijan sus originales oraciones. Todas estas iglesias del occidente lorquino se identifican así en su conjunto con otra de las más peculiares manifestaciones de la devoción de la ciudad en su Semana Santa.

Pensaba en vía crucis y “rezaores” mientras, haciendo visera con las manos, intentaba identificar los relieves de la frontal de El Carmen, esfuerzo inútil por la distancia, pero, puedo asegurar que, por un momento, me pareció que San Indalecio, que preside la fachada, me devolvía fugazmente la mirada como animándome a terminar mi imaginativa tarea. “Ya te queda poco ─creo que me indicaba─ el sol no va a detener su marcha”.

Quedaba poca luz, en efecto, pero en mi portentosa imaginación era ya noche cerrada. Termina el Miércoles y se acerca la madrugada del día grande del Paso Morado. Los tambores, desde el Calvario, avisan a toda la ciudad: ¡Cristo, el Cristo de la Misericordia desciende del monte de la muerte y de la resurrección hasta su casa, hasta su iglesia! ¡Venid todos, lorquinos, veréis a Cristo entrar en la casa morada y oiréis emocionadas saetas! Porque empiezan los días de la Pasión, del prendimiento y el martirio, de la última cena, de la oración aprendida de los mismos labios de El Salvador y de su último mandamiento.

Y el sobrio desfile, Cristo sobre su cruz y la cruz sobre los hombros de sus fieles recorre viejas calles, hasta subir las empinadas escaleras de El Carmen, ya en las primeras horas del Jueves Santo, el gran día de los morados.

Y es en la noche de este Jueves cuando el Paso expondrá a Lorca su devoción y sus tesoros. Es la noche de La Última Cena, con las bellas esculturas de Nicolás Salzillo, del Cristo en el Calvario, es la noche de penitentes anónimos arrastrando cruces y penosos secretos tras el Cristo del Perdón; la noche de la Piedad, tras lujosísimo estandarte, Cristo en brazos de su Madre. Es el comienzo de la Redención; de la muerte y resurrección de El Salvador de los hombres.

Termina la procesión morada y termina el Jueves. Pero las gentes, que abandonan presurosas los palcos, no marchan a sus casas, sino que recorren raudas la avenida hacia su final junto al río, y, cruzando el puente viejo, entran en el Barrio, porque en menos de una hora va a comenzar la procesión encarnada, la Procesión del Silencio. Me sorprendí al reflexionar, por primera vez en mi vida, que el final del recorrido solar me llevaba de nuevo al principio, como en un continuo inicio y final, tan inherentes a antiquísimas religiones y culturas, antesalas de nuestra civilización. Pero cuando me disponía meditabundo a abandonar mi atalaya, y miré por última vez el ya casi invisible crepúsculo, pude aún distinguir la cruz sobre la roca del Calvario, y, como un latigazo, golpearon mi mente divinas palabras, que, quizá, recojan como ninguna otra las claves de nuestra religión y de la existencia misma.- Las del Apocalipsis: “Yo soy el Alfa y la Omega”. Y, como corolario, las del Evangelio de Lucas: “Yo soy la Resurrección y la Vida”.

Un escalofrío me hizo salir de mi ensimismamiento y comprobar que mi última visión, como la fría noche, era ahora auténtica, que la oscuridad se había cernido sobre la población. Pero no quise, no podía, abandonar aún la explanada de Santa María. Paseé mis ojos por toda la ciudad y sus iglesias, que la oscuridad reinante hacía a algunas difíciles de identificar, y me pregunté si todo era real o sólo un sueño maravilloso. Me pregunté cuántas personas, cuántos esfuerzos se requieren para que ese sueño sea realidad. ¡Cuántos desvelos durante años para idear, crear, organizar, dibujar, bordar, domar! ¡Cuántos infinitos cuidados para mantener y aumentar tan riquísimo patrimonio! ¡Cuántas preocupaciones, cuántas decepciones en algunas tardes de lluvia! ¡Qué tremenda satisfacción, cómo se ensanchan las almas, azules y blancas, cuando el desfile concluye felizmente y la Virgen regresa a su casa! ¡Qué pasional y particular devoción manifestamos los lorquinos!

Termino. Descendía caminando lentamente por viejas, estrechas y empinadas calles hasta que, superada la vieja casa de Don Eliodoro Puche, aboqué a esta Plaza de España, evocando las primeras veces que, por San Clemente, de la mano de mi padre, recorría esas mismas calles. Meditaba sobre el tremendo tesoro cultural que poseemos e intentaba recordar mis primeras apreciaciones sobre él cuando empezaba a dejar la niñez. Hace muchos años, repetía frecuentemente a sus alumnos, entre los que me encontraba, un veterano profesor: “los que peinamos canas…”, para, ante su veinteañera audiencia, recalcar su experiencia. Pues bien, los que ya ni canas nos van quedando que peinar y podemos comparar los desfiles de hace más de medio siglo con los actuales, constatamos que, en coloquial expresión, no hay color, o, mejor dicho, ahora hay muchísimo más color: fastuosas carrozas que se desplazan por la carrera como si levitaran, nuevos y lujosos grupos bíblicos, más de doscientos caballos, y jinetes y aurigas de calidad tal que deslumbran por su velocidad y sus evoluciones; las iglesias, museos y casas de nuestros Pasos, superando el tiempo y las adversidades, rozan la magnificencia; y el arte del bordado …

Es cierto que para evaluar el arte con un mínimo de autoridad hay que ser experto, y yo disto mucho de serlo, pero recuerdo lo que me dijo en una ocasión otro de mis profesores ─prometo que es el último que voy a citar─, éste de Historia del Arte: “El primer requisito para que una obra sea realmente buena ─decía─ es que su belleza pueda ser apreciada por el observador, cualesquiera que sean sus conocimientos artísticos”. Y, ¿quién no se maravilla ante antiguas obras maestras como el “Paño de las Rosas”, los mantos de las Vírgenes, o el “Reflejo”?, pero, también y sobre todo, ¿quién no se asombra ante la belleza de los mantos, mucho más recientes, del Triunfo del Cristianismo, o los de Esther y Asuero, o los de la Visión de San Juan, o el de Ptolomeo, o los de las caballerías romanas de azules y blancos, y tantos otros que producen los talleres en continuo artístico trabajo?. Trabajo y arte que nos permiten viajar en el tiempo con nuestros ancestros y contemplar la ira de Moisés en el Sinaí, la belleza de Venus, la altivez de la favorita de Asuero, la torva expresión de sus traidores ministros, la frialdad en la mirada de Cleopatra, el miedo en los ojos del oscuro abisinio, o el pánico en los de Darío ante la lanza de Alejandro.

Pero, aún más importante que toda esa positiva evolución en las cofradías, es, desde la perspectiva que me dan los años, constatar la cada vez más creciente participación de los lorquinos en los desfiles, y en su preparación, en la colaboración con sus Pasos, en los anuncios, en la Serenata, en las salves y setenas, en la recogida de banderas, o en la conservación del patrimonio.

Sí. Los lorquinos recibimos de nuestros mayores un tesoro, material e inmaterial, que, podemos asegurar con legítima satisfacción, transmitimos a nuestros hijos aumentado y enriquecido, en cantidad y en calidad. Y, con aún mayor alegría, podemos expresar, no la esperanza, sino la seguridad de que las generaciones futuras superarán nuestra labor. No faltarán esfuerzos, ni entusiasmo, ni pasiones.

Llegué a la esquina de esta plaza con la calle del Álamo. Me volví para contemplar una vez más la Colegiata, iluminada, restaurada, más hermosa que nunca. Atisbé también el lugar en que me encontraba poco antes, la portada y el arco de Santa María, seis siglos en restauración, y concluí que, por encima de los problemas y sinsabores que, a veces, nos depara la vida, por encima de riadas, incendios, terremotos o epidemias, existen sobradas razones para amar esta ciudad, creer en su futuro y enorgullecerse de sus habitantes.

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