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'La tormenta', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda

"La tormenta", por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda

jueves 21 de diciembre de 2023, 07:55h
'La tormenta', por Pedro Cuesta Escudero autor de Y sin embargo es redonda

Me permito reproducir este pasaje del libro Y sin embargo es redonda, la primera tormenta que sufrió la escuadra comandada por Magallanes, donde describo una situación, que lógicamente nunca he vivido, pero que me pone a prueba mis dotes narrativas de escritor. Dos cineastas, uno de Los Ángeles y otro de Chile residente en EE.UU., han intentado llevar al cine la gesta de la primera vuelta al mundo tomando como guion nuestro libro, pero por falta de la suficiente financiación no se pudo trasladar esta gesta a la gran pantalla. Y es una pena, porque, a pesar de los fastos del Quinto Centenario de la Primera Vuelta al Mundo, ha pasado desapercibido al gran público una de las mayores proezas heroicas que ha llevado a cabo el ser humano.

Copiamos: “En su acostumbrado rincón Pigafetta prosigue su diario: “Después de haber navegado muchos días a lo largo de la costa de Guinea, llegamos al grado 8 de latitud septentrional, donde hay una montaña llamada “Sierra Leona”. Tuvimos vientos contrarios, calmas chichas y lluvias muy abundantes hasta la línea equinoccial, contra la opinión de los antiguos que decían que nunca llovía entre los trópicos”.

Pigafetta se da cuenta de que está oscureciendo por momentos. No puede proseguir puesto que no ve escribir. Se levanta y mira al cielo. El horizonte aparece lleno de nubes negras, cuyas formas cambian constantemente. A lo lejos, en el fondo del cielo y cerca del agua, se ha formado una barra negrísima, cuyo borde superior tiene un tinte cobrizo. El viento queda como paralizado ante la presencia de ese monstruo con alas membranosas, que van de un lado al otro del horizonte. El sol, temeroso, también se ha ocultado. Y las aguas van perdiendo sus trasparencias y adquieren un aspecto gris, marmóreo, como la carne en mal estado.

-Ya sabía –comenta Magallanes a su primo Álvaro de Mezquita- que metiéndonos por esta zona tendríamos calmas chichas, vientos contrarios y tormentas como la que se avecina.

- Da miedo ver esta tormenta.

- Parece que nos va a dar un buen susto. No teníamos más opción que internarnos en esta zona tan peligrosa, pues estoy seguro que por aquí no nos localizarán los barcos que el rey D. Manuel a buen seguro ha mandado para hundirnos. Soportaremos lo mejor que podamos las inclemencias. Confío en la pericia de los capitanes para que no haya que lamentar lo irreparable.

- La que más peligro corre es la Santiago. Será un juguete a merced de las olas.

-Está en buenas manos. Espero que Serraö sepa esquivar este contratiempo.

-Señor –interrumpe el contramaestre Albo-, se avecina una fuerte tormenta.

-Dad las órdenes oportunas a la tripulación para que la tempestad no nos cause demasiados daños. Ordenad que arríen todas las velas. No me gusta mucho como se está poniendo el cielo. Yo me haré cargo del gobernalle. Álvaro ayúdale a que todo funcione adecuadamente. ¡Eh, San Martín, venga conmigo a echarle una mano a Mafra en el timón.

-¡Todo el mundo a sus puestos- grita el contramaestre Francisco Albo desde el puente del alcázar-. ¡Se avecina una fuerte tormenta! ¡Amarrad todos los barriles!¡Que no quede nada suelto ni en la bodega, ni en cubierta!¡Gavieros, arriad las velas y aferradlas bien!¡Vamos, deprisa!¡Que cada uno esté atento a las órdenes!

Todos corren presurosos. La tempestad siempre ha impresionado a los hombres. Y máxime en pleno océano con unas endebles embarcaciones, en donde no hay fuerza capaz de sujetar a los furores de la Naturaleza.

El viento empieza a aullar en ráfagas huracanadas. Aviva las crestas de las olas sobre la superficie del océano. Agita la pesada marejada, que choca contra las proas de las naves. Se desprenden olas que corren espumosas por las cubiertas.

Una muralla de niebla se aproxima y en muy poco tiempo se produce una mórbida oscuridad. De repente, del seno de las tinieblas cada vez más sombrías, surge la azulada luz de un relámpago que ciega. Al poco se produce una segunda llamarada fría y lívida que abarca toda la bóveda. A este relámpago sigue el estruendo del trueno como un breve estallido desgarrador. Terrores casi míticos se apoderan del ánimo de los nautas.

-¡No os preocupéis, muchachos, que sabremos aguantar!- grita el capitán Serraö a sus hombres bien asido al pinzote-. ¡Ataos y sujetaos bien no vaya a ser que alguien se dé un baño, y os advierto que el agua está muy fría!

Todos miran con pánico las negras aguas abismales. Y las primeras gotas de lluvia golpean con fuerza los rostros.

Y repentinamente el viento empieza a soplar intensamente, bramando entre el cordaje e impulsando una violenta cortina de agua. Se suelta un trozo de madera que vuela hasta la popa, traqueteando a gran velocidad entre los estayes. Las olas se desatan en violentos torbellinos y comienzan a amontonarse de forma inquietante y caótica.

Vistas desde lo alto, las cinco naos semejan cáscaras de nueces que bailan una macabra danza al ritmo del movimiento del agua. Las naves, como vacilantes leños, dan peligrosos bandazos a uno y otro lado. Recorren obligadas la curvada superficie del oleaje. Unas veces en ascenso y otras en descenso.

¡Parece mentira que los abismos no se las haya tragado ya!

La Santiago tan pronto saca al descubierto su quilla, como desaparece entre dos montañas de agua. Tan pronto está en lo alto de una enorme ola, que cuando ésta se retira de debajo del barco cae como en vacío. El casco cruje y rechina con cada golpe de las olas.

Muy seguidos se suceden los fulgores reptantes que iluminan toda la bóveda con una luz violácea. Los espantosos truenos retumban en todo el ámbito con seco estruendo, como si se rasgara el cielo. La fuerte lluvia azota sin piedad. El viento, unido al bramar de las olas, produce un fragor estremecedor. El oleaje es como el desplome de montañas oscuras, una detrás de otra.

Los marinos de la Santiago, atados con correas a los mástiles o a donde han podido, denotan en sus rostros el terror y la impotencia. El pinzote del timón arrastra con violencia a los esforzados que tratan de gobernar la nao. Si la barra no estuviera sujeta con cadenas los pilotos serían aplastados como chinches tras los iracundos bandazos.

Un nuevo rayo rasga el cielo y, en el momento en que ensordece el trueno, una negra e inmensa montaña de agua cruza la cubierta de la Santiago, para chocarse con otra ola que avanza impetuosa. El barco queda en unos eternos segundos apuntando peligrosamente al cielo. La trinquetilla cae, rompiéndose sus estayes, para quedar en jirones que aúllan entre la violencia del vendaval. Los tripulantes tiemblan de terror al escuchar los lastimeros quejidos de la nave. Todos temen que el palo mayor se desgaje de un momento a otro.

De pronto, como unas llamitas se fijan en los mástiles. Despierta un súbito júbilo en la marinería.

-¡Son los fuegos de San Telmo!- gritan entre el rugir de los elementos.

En la misma lanza del palo mayor se obstinan unas llamas azuladas, acompañadas de un zumbido o chisporroteo. También en la mesana y demás palos se muestran otras fúlgidas antorchas.

-Mirad, también han aparecido los fuegos de San Nicolás y Santa Catalina! ¡Ya no hay por qué temer!¡Las ánimas de los santos nos protegen!

La tormenta sigue, pero el terror ha desaparecido. La lluvia arrecia, mas los ojos de los nautas quedan fijos en las luces salvadoras. Las naos aún continúan meciéndose peligrosamente.

Los truenos ya van produciendo su cavernoso estruendo con notable pausa en relación con la chispa que los ha engendrado. El viento aúlla con menos fuerza. Poco a poco el gran monstruo de alas membranosas se va alejando. El oleaje pierde su violencia. Y las llamas eléctricas persisten en los mástiles.

Los tripulantes empiezan a caer en la cuenta de que no han perecido y de que las naos no han sufrido demasiado. Ha sido un milagro, un verdadero milagro.

Los relámpagos surgen ya por la lejanía. Y al mismo tiempo que la tormenta se extingue, desaparecen los fuegos de San Telmo, de San Nicolás y de Santa Catalina. Pero antes de desaparecer proyectan una lumbrarada tan grade que deja cegados a los tripulantes.

En ese momento amaina el viento. Un silencio aterrador los deja sordos y perdidos en medio de la oscuridad. Poco más allá de las narices no se ve nada. El agua troca su vertiginoso torbellino por una obstinada calma.

A lo lejos dos lucecitas temblorosas rompen tímidamente la negrura de la noche.

-¡Encended los faros de situación – ordena Serraö- Prended las teas y comprobar los desperfectos. Espero que no tengamos que lamentar víctimas.

Con el nervioso resplandor de las teas se pasa revista a la Santiago, tanto en la cubierta como en la bodega, y no encuentran destrozos que la hagan inútil para navegar. La arboladura necesita un buen repaso.

-Capitán, no hay grandes averías- informa Bartolomé Prior, contramaestre de la Santiago-. Varios estayes se han soltado, las vergas del trinquete se han roto, así como la trinquetilla que se ha hecho jirones. La botavara es lo más grave, que se ha desgajado. Luego hay alguna otra cosa de no mucha importancia.

-Está bien- responde Serraö, el capitán de la Santiago- Tratemos de acercarnos a aquellas luces. Veo que la tormenta no nos ha derrotado. Vayamos como todas la noches a saludar al Capitán General.

La Santiago da un viraje y al ir aproximándose ya distinguen las siluetas de las otras naos, que también se dirigen a la nao almirante.

La tormenta ha sido dura, pero no se ha tragado ninguna nave.

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