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NUESTRA PIEL MUERTA, por José Biedma López

NUESTRA PIEL MUERTA, por José Biedma López
domingo 20 de marzo de 2022, 10:03h
NUESTRA PIEL MUERTA, por José Biedma López

¿Sabes lo que es sagrado para Dios?

Todo lo que se pudre.

Ortega y Gasset afirmó en una de sus conferencias bonaerenses (1940): “Toda actividad humana es susceptible de sublimarse hasta la heroicidad”. Lo dijo de pasada, como otras veces el gran pensador inventaba digresiones con “veracidades” profundas. No me atrevo a decir “verdades”, porque la verdad es diosa inasequible y esquiva o atributo exclusivo del Hacedor.

Oscar Wilde ya lo sabía y lo comenta Javier Echeverría: “Las representaciones del mal pueden ser una obra de arte, y por tanto algo excelente. El valor de lo sublime trasciende plenamente la oposición entre los bienes y males naturales y morales, generando un nuevo sistema de valores en el que la maldad moral y la perfidia pueden ser creaciones artísticas guiadas por ese nuevo Valor supremo, lo sublime”. Como no recordamos nuestro nacimiento ni viviremos nuestra muerte (sólo, tal vez, su agonía), podemos imaginarlos como teofanía, como apoteosis celestial o como infierno, incluso podemos pensar que venimos de la nada y acabaremos en ella, ese trastero del Hombre del saco. El arte puede ser cruel, impío y salvaje... No está limitado ni por la necesidad ni por la moralidad. Esa es su gracia, su garbo y su donaire.

El caso es que hasta del resentimiento, del odio y de su podredumbre íntima se puede hacer arte sublime o bello. Es el caso de Natalia García Freire, cuya novelita Nuestra piel muerta (2019) ha llegado a mi magín por una de esas circunstancias equívocas y raras que los surrealistas interpretaban como hallazgo significativo, que un cristiano llamaría providencial y un estoico asociaría a la fatalidad, cual fortuna o destino.

Me cameló su portada y la sugerencia de mi amiga Gisela, pues su contenido podía relacionarse y congeniar con mi pasión por la entomología. La novela sería apropiada para la noche de Todos los Santos o para el Día de Difuntos (Jalogüin en jerga colonial), porque esa “piel muerta”, naturalmente, es la de los muertos y hasta más concretamente la del Padre muerto. Piel que será pasto de gusanos y de artrópodos, a no ser que la reduzcamos a cenizas, según va estando de moda. He escrito “padre” con mayúscula porque la obra tiene mucho de insurrección contra el dios trino y patriarcal del Antiguo Testamento.

Pero también de la blasfemia se puede hacer algo sublime. Sobre todo si una se vuelve hacia formas de religiosidad más primitivas. Natalia hace de su protagonista, el joven Lucas, un adorador de esas criaturas, los artrópodos, que su odiado padre considera irrelevantes pero que –según mi viejo amigo el cabo Lendín- heredarán la tierra (v. El reino de las libélulas). A Lucas le hubiera gustado ser una mantis flor espinosa, un escarabajo Hércules o una chinche asesina, pero ha de conformarse, cero a la izquierda en su entorno familiar, con afinar sus habilidades más provechosas, mientras su familia y el caserón en el que habita se desmorona y corrompe, como nuestra carne y su dermis.

Gustavo Bueno ensayó explicar el origen de las religiones en la sacralización mágica y totémica del animal. Los dioses egipcios eran híbridos y lucían cabezas de ave y de chacal… Aquellos sacerdotes que según Aristóteles inventaron las matemáticas consideraban al escarabajo pelotero símbolo de eternidad. Entre hombres y animales persisten vínculos misteriosos cuya fuente mana de las entretelas más hondas de la psique. Juegan así el rol de arquetipos yunguianos de lo instintivo como catalizadores de nuestra vida espiritual.

Lo mismo la caverna a la que regresa el místico y en la que reza el cartujo, pupa del primitivismo ecologista y vegano. Allí en su gruta privada, símil del útero materno, se refugia Lucas para hacerse piedra y dejar que las arañas recorran y pellizquen su pecho. No es aquí la naturaleza espejo de perfección, sino templo de putrefacción. Si Ciorán escribió un Diario de podredumbre, la podre cuenta ya también con su relato. Lo perfecto sólo cuenta aquí en la simetría de las antenas de los insectos, donde todo es “calculado y puro y divino”… El caparazón de un escarabajo, su exoesqueleto protector, algo que estuvo vivo pero se ha mineralizado para durar, cuenta como modelo de eternidad y belleza. “Dios no tiene forma y por eso es un idiota” –escupe en boca de Lucas la autora.

La explicación mítica de esta impostura es simple: Cuando el ángel luciferino fue desterrado creó un reino más poderoso que el de arriba contra el Padre, con un altar coronado de mariposas y larvas, en el que se besa a los escarabajos, se ora ente las arañas y se procesiona con alacranes. El canto de la cigarra (de la que Sócrates hizo una vez filósofa) es su anunciación. Lo que aquí se venera no es el Paraíso de la infancia, sino su infierno. Esta perspectiva infantil me ha recordado la Metafísica de los tubos de Amélie Nothomb, pero a falta del humorismo.

Aún la sordidez puede ser sublimada: Lucas medita y se arroba ante el cieno (envie de boue de los poetas malditos) inspirado e inspirando el amoniaco de su orina, ese olor a meada ambienta un caserón dominado por bárbaros contrahechos y nodrizas ciclópeas, un mundo periclitado de coches de caballos, rosarios vespertinos y una madre herborista enloquecida por la incomprensión y que fallece con cara descompuesta de crucifijo antiguo. Un universo tan antiguo como un carnaval en el que las mujeres prescinden de las enaguas que visten todo el año.

Hasta la colina que escala Lucas para acceder al bosque en el que huele a ruda (su aroma atrae y fastidia como el odio) se llama Nariz del Diablo. El protagonista lo asciende nadando en la niebla. Incluso los silencios son turbios en esta prosa casi poética a ratos que, como el olor de la ruda, molesta pero hipnotiza y fascina.

El programa de la novela queda explícito en los capítulos finales. También el nihilismo merece ser sublimado y su calavera puede ser bella: “¡Qué carnaval más sucio el de la vida! / ¡Qué consuelo más dulce el de la muerte!”. No hay más lenguaje sagrado que el de los cuerpos muertos ni más fecundidad que la de lo obscuro y húmedo, por eso ha hecho el hombre templo de la gruta y efervesce la vida en los desechos. Y por eso todo el cosmos se contiene en la mónada de una cabeza de alfiler, que es negra y de insecto. ¡Menos mal que todo lo que se pudre llama también a la vida!

Se puede escribir bien sobre lo inútil y lo feo. Comparto esa atención por lo que bulle minúsculo, por lo que se forma en silencio, por esos millones de huevos que laten al unísono, por esas criaturas que salen a buscarse la vida mientras nosotros dormimos. Desde luego, mandan en el mundo más de lo que creemos. ¿Gobernarán la Tierra como daba por seguro mi amigo Lendín? ¡No lo sabemos! Estarán al acecho por si nos distraemos o aniquilamos.

Del autor:

https://www.amazon.com/-/e/B00DZLV35M
https://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1636897
https://aafi.es/NOCTUA/noctua00.htm

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